Fábula del escorpión y la rana

Hastiado de las imágenes de la kale borroka catalana que nos ofrecen los telediarios, zapeé a la serie The Good Wife para escapar de la triste realidad nacional en los acogedores brazos de Julianna Margulies. Era el episodio en que su personaje, Alicia Florrick, le cuenta a su colega y rival Cary Agos la fábula del escorpión y la rana.

Un escorpión le pide a una rana que le ayude a cruzar el río. «No temas mi picadura -la tranquiliza-: si te picara los dos moriríamos, tú del veneno y yo ahogado». La rana se deja convencer, pero cuando van por medio de la corriente, el alacrán le clava su aguijón. «¿Por qué lo has hecho? -protesta la ranita-. Ahora moriremos los dos». «No lo he podido evitar -se excusa el arácnido-: está en mi naturaleza».

La fábula me restituyó a los pesares de la política nacional: el escorpión separatista inyecta su veneno al Estado sin pensar que esa aniquilación de España a la que aspira causará, también, su muerte porque lo conducirá a una inevitable asfixia económica (especialmente porque, si prolongamos la parábola animal, antes de convertirse en alacrán ha venido siendo huésped, como denominan los naturalistas a los animales que prosperan en privilegiada relación con otro superior, el hospedante, en este caso España, la que durante siglos ha beneficiado a esas regiones, ahora rebeldes, con aranceles y otras ventajas fiscales).

¿Cómo hemos llegado a esto?

Hagamos memoria: los padres de la Patria que diseñaron la ley electoral consintieron que favoreciera a los partidos separatistas (los del electorado concentrado en alguna región), sin pensar que les estaban cediendo la llave de la política nacional. Desde que nuestra democracia existe, los partidos separatistas han condicionado la política española con ese puñadito de votos capaces de alterar la balanza del poder cuando éste andaba dudoso entre el PSOE y el PP. Con las izquierdas y con las derechas han chalaneado extirpando al Estado amplias parcelas de poder.

Hoy los nacionalistas vascos están relativamente aplacados, dado que disfrutan de exenciones fiscales desconocidas en cualquier otra región europea (Concierto Económico Vasco y Convenio Navarro). Esa situación de privilegio fue precisamente la causa de las presentes calamidades: concitó la envidia del presidente Artur Mas (antes Arturo) que reclamó esas ventajas también para Cataluña. Cuando Rajoy se negó, alegando, muy razonablemente, que no era el momento, en plena crisis, el presidente Mas, con la rabieta del niño malcriado que era (alentado por el padrino Pujol) prendió la llama de ese devastador incendio que ahora escapa al control de sus pirómanos y amenaza la convivencia nacional y la propia existencia de España.

Los partidos emergentes llevan en su programa la reformulación de la ley electoral para evitar que los votos separatistas influyan desproporcionadamente en el gobierno de la nación. Los partidos tradicionales (PSOE y PP) no acaban de aceptarlo porque la actual ley electoral los favorece (en realidad favorece el bipartidismo, al perjudicar al tercer partido haciendo que sus posibles votantes emigren hacia ellos en busca del voto útil).

Sería un loable acto patriótico que estos dos partidos de toda la vida, o lo que va quedando de ellos, se sumaran a la iniciativa de los emergentes y, por una vez, aparcaran sus intereses inmediatos (perpetuarse en el poder) para servir a los intereses de la Nación con una ley electoral que impida estos abusos.

Podríamos añadir en nuestra lista de peticiones a los Reyes Magos que los ciudadanos elijan directamente a sus representantes, para evitar el concurso de impresentables como el diputado Rufián quien «con un nivel de formación muy mejorable y una experiencia política de la solidez del chamizo de un melonero» (Álvaro Martínez dixit) accedió al Parlamento desde las listas del paro.

Al propio tiempo, y en la misma tacada, podríamos solicitarles la supresión de las diecisiete autonomías artificialmente creadas para disimular el agravio comparativo de que las regiones pretendidamente «históricas» (País Vasco, Cataluña y Galicia) recuperaran los estatutos que disfrutaron con la malhadada Segunda República.

Nos está saliendo muy cara la chapuza que determinó la desmembración de España en diecisiete reinos de taifas, cada uno con su gobierno, su parlamento, sus instituciones y sus improvisadas señas de identidad, lo que produjo una clase política parasitaria cuyo trabajo consiste en entorpecer la vida del ciudadano productivo.

Si no se pudieran suprimir las autonomías, al menos podríamos devolver al Estado central tres competencias fundamentales que nunca debieron desgajarse de él: educación, sanidad y policía, especialmente la primera en vista de que las autonomías «históricas» instalan programas de adoctrinamiento separatista en los tiernos cerebros escolares y les inculcan mitos nacionalistas y odio a España con unos procedimientos pedagógicos similares a los que encumbraron a los fascismos históricos de los años treinta del pasado siglo.

Torcuato Fernández-Miranda, el político que inspiró la Transición y después de ejercer un poder omnímodo entre bambalinas, mientras servía al Estado, tuvo la decencia de morir pobre, dejó dicho: «La fórmula autonómica es una gravísima irresponsabilidad que no solo podrá despertar y acelerar el riesgo separatista, sino que las comunidades y regiones no sesgadas por la choza nacionalista, podrán llegar a contaminarse de los mismos males y transformarse en franquicias de poder federal o casi (…), con el regreso a un caciquismo de amargo recuerdo». Como a la Casandra que advirtió la ruina de Troya, nadie le hizo el menor caso.

En parecidos términos se expresó Tarradellas (hoy fugazmente recordado porque Sánchez le ha puesto su nombre al aeropuerto de Barcelona): «El sistema autonómico se ha desmadrado (…). Hace años que dije que diecisiete autonomías, diecisiete parlamentos, diecisiete policías… esto es Jauja, eso no puede funcionar bien».

¡Clarividente Tarradellas!, el mismo que preguntado en 1980 sobre su posible sucesor respondió: «Yo de enanos y corruptos no hablo».

Gozaba el molt honorable de una notable clarividencia. Cuando dijo que en política es pot fer tot, menys el ridícul («En política se puede hacer todo, menos el ridículo»), ¿no nos anticipaba los gobiernos de Joaquín Torra y de Pedro Sánchez?

Juan Eslava Galán es escritor.

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