Facebook debe vetar a más líderes mundiales

He sido una defensora profesional de la libertad de expresión por más de una década. Por eso apoyo la reciente decisión del consejo asesor de contenido de Facebook de mantener la suspensión de la cuenta del expresidente Donald Trump en la plataforma y el nuevo protocolo de Facebook que le permite excluir a figuras públicas por hasta dos años en tiempos de agitación civil. Pero considero que no es suficiente.

Trump usó su púlpito de matón en las redes sociales para atacar y hostigar a organizaciones de prensa, adversarios políticos y exaliados. Lo usó para sembrar dudas sobre la elección presidencial de 2020, y una proporción importante de los estadounidenses sigue dudando del resultado, a pesar de la total ausencia de pruebas de irregularidades generalizadas o fraude. Y lo usó para perpetuar la desinformación durante la pandemia de COVID‑19.

Es decir, con ayuda de las redes sociales, Trump atentó contra las normas e instituciones en las que se basa el funcionamiento del sistema de gobierno representativo, y aumentó la cantidad de muertes por coronavirus en Estados Unidos. Y usó las redes sociales para prácticas de hostigamiento y discurso de odio que están explícitamente prohibidas por las normas de esas plataformas.

Pero durante cuatro largos años Trump tuvo vía libre para esta conducta, porque las plataformas consideraron que la publicación de sus declaraciones (por erróneas o peligrosas que fueran) era de interés público. Facebook introdujo una excepción para publicaciones con interés periodístico poco antes de la elección presidencial de 2016.

Hay empero en esto un razonamiento circular: los líderes mundiales pueden publicar declaraciones contrarias a las normas de las plataformas porque se considera que tienen «interés periodístico»; pero lo que confiere interés periodístico a sus declaraciones es su carácter incendiario contrario a las normas. En cualquier caso, los líderes mundiales (más aún el presidente de los Estados Unidos) pueden obtener cobertura periodística cada vez que lo deseen: sólo tienen que convocar a una conferencia de prensa o emitir una gacetilla.

La decisión de las redes sociales de suspender las cuentas de Trump después de que incitó a la insurrección del 6 de enero en el Capitolio estadounidense fue un paso en la dirección correcta. Luego Twitter convirtió la prohibición en permanente, pero Facebook dejó abierta la posibilidad de que Trump vuelva a la plataforma.

El consejo asesor de contenido de Facebook ratificó la suspensión original, pero cuestionó que fuera por tiempo indefinido, con el argumento de que la empresa no debe inventar normas sobre la marcha, y que debe elaborar «políticas claras, necesarias y proporcionadas que fomenten la seguridad pública y el respeto por la libertad de expresión». En particular, el consejo señaló que Facebook debe obrar en forma «coherente con las reglas que se aplican a otros usuarios de la plataforma».

Aquí es donde el consejo asesor se equivoca. Es verdad que la coherencia es importante, pero los líderes mundiales no son usuarios comunes, y por eso les corresponden normas más estrictas. Al fin y al cabo, son mucho más capaces de incitar a la violencia que Fulano o Mengana. Además, en las redes sociales hay mucha infracción de normas aceptadas. Circunstancias excepcionales obligan a tomar decisiones excepcionales.

La nueva política de Facebook supone en parte un reconocimiento de esta situación, cuando declara: «Nuestras restricciones estándar pueden no ser proporcionales a la violación, o suficientes para reducir el riesgo de daños mayores, en el caso de figuras públicas que publiquen contenido durante períodos de violencia o disturbios sociales».

Pero hay que extender la aplicación de estos criterios. Trump no es el único líder mundial que usó las redes sociales para incitar y manipular a la opinión pública con la ayuda de herramientas como la propaganda computacional y el astroturfing (falso activismo de base). Y aunque Facebook tomó medidas contra esos abusos en países como Estados Unidos, Corea del Sur y Polonia, hasta ahora no ha hecho casi nada en países como Irak, Honduras y Azerbaiyán.

La disparidad no es accidental. La científica de datos Sophie Zhang reveló hace poco que durante sus dos años y medio en Facebook, halló «intentos evidentes» de abuso de la plataforma por parte de numerosos gobiernos que buscaban «engañar a su propia ciudadanía». Pero una y otra vez Facebook se negó a actuar. Según Zhang: «No nos preocupó lo suficiente para detenerlos».

Puede que además de apatía haya aquí un intento de Facebook de proteger sus intereses empresariales; tal vez eso explique por qué ejecutivos de la empresa habrían protegido a miembros del partido gobernante en la India de recibir sanciones por infringir las políticas de la plataforma en relación con el discurso de odio. Incluso regímenes que impiden a sus poblaciones el acceso a Facebook (entre ellos China, Irán y Uganda) pueden usar la plataforma con fines propios.

La renuencia de Facebook a tomar medidas contra esos gobiernos ha tenido consecuencias terribles. Una declaración de Alex Warofka, gerente de políticas de productos en Facebook, señala que la empresa «mejoró la detección proactiva del discurso de odio» en Myanmar (Birmania) y que inició una «acción más decidida» contra cuentas creadas de modo tal de presentar una imagen engañosa de su identidad o de sus actividades. Pero para cuando tomó esas medidas, Facebook ya había facilitado atrocidades masivas contra la minoría musulmana rohinyá en aquel país. Y aunque eliminó en febrero la página oficial del ejército birmano por «incitación a la violencia», fue después del golpe militar contra el gobierno democrático birmano.

Nos guste o no, Facebook tiene un poder inmenso. En muchos países, es una de las pocas alternativas a los medios de prensa oficialistas que dominan los ecosistemas informativos nacionales. Para los usuarios, suele ser sinónimo de Internet. Por eso algunos gobiernos han dedicado tantos recursos a manipularlo, y por eso Facebook debe asumir la responsabilidad de detenerlos.

Por supuesto que esto también es tarea de los organismos de regulación. Pero hasta ahora, su respuesta ha sido muy deficiente. En algunos lugares (por ejemplo Florida, Texas y Polonia) presionan en la dirección opuesta y buscan prohibir a las redes sociales eliminar publicaciones o cuentas que no sean ilegales. Y en Estados Unidos y la Unión Europea están analizando la posibilidad de que algunos elementos de Internet deban considerarse en esencia servicios de comunicación públicos y abiertos. Pero en general, las autoridades deberían concentrarse menos en el contenido de las plataformas y más en su diseño, en la tecnología publicitaria y en su poder monopólico.

Mientras tanto, es responsabilidad de Facebook librarse de ejércitos genocidas, propaganda de gobiernos para manipular a las poblaciones y líderes que bloqueen a usuarios. La intermediación algorítmica de la esfera pública por parte de plataformas privadas lucrativas diseñadas para maximizar el tiempo de conexión y la polarización ha sido cualquier cosa menos emancipatoria. Y para muchos, ha sido mortal. Gobiernos, funcionarios públicos y partidos políticos que infrinjan las condiciones de uso de las plataformas o las utilicen en formas contrarias a los derechos de las personas deben enfrentar consecuencias graves e inmediatas.

Courtney C. Radsch, former advocacy director at the Committee to Protect Journalists, is the author of Cyberactivism and Citizen Journalism in Egypt: Digital Dissidence and Political Change. Traducción: Esteban Flamini.

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