Fachas y fascismo

Servidor de ustedes caminaba por una acera estrecha del madrileño barrio de Malasaña cuando se topó con el obstáculo de la puerta abierta de un coche aparcado que le impedía el paso. Los usuarios del coche, una pareja joven (de chico y chica, seamos precisos) estaban sacando o metiendo equipaje en el maletero del vehículo, con el portón abierto. Hice lo que cabe hacer en estos casos: moví la puerta que me impedía el paso justo lo necesario para abrirme camino, sin cerrarla del todo. Apenas me había alejado unos metros siguiendo mi camino cuando resonó a mi espalda, en una voz femenina, ese insulto tan familiar y reiterado: ¡Facha!

Soy persona pacífica, nada amiga de meterse en líos y profeso la filosofía de no responder a los ladridos con otros ladridos, pero acabábamos de estrenar el año y decidí cumplir uno de mis propósitos para el año nuevo, enseñar al que no sabe. Así que me volví, desanduve unos pasos y me dirigí, con la debida urbanidad y una sonrisa amable, a la señorita que me había insultado.

Fachas y fascismo—Señorita, ¿usted sabe lo que significa lo que me acaba de llamar?

El acompañante de la interfecta sacó pecho y salió en defensa de su hembra, plan macho alfa.

—No busco camorra, buen hombre –le dije– y mucho menos con un mancebo de su edad y aventajada musculatura para el que soy dolorosamente consciente de que no tengo ni media hostia. Le aseguro que he interpelado a su gentil acompañante con mi mejor intención porque me ha parecido que ignora el significado de esa palabra que tan liberalmente usa. Barrunto que usted también. Tan solo permítanme un consejo: búsquenla en Google e infórmense.

Y luego, incontinente, calé el chapeo, requerí la espalda, mire al soslayo, fuime y no hubo nada.

Llegué al cálido hogar, esa placenta que nos guardaría de los desatinos del mundo si no nos los sirvieran, con su casquería en color, en cada telediario. Movido por la curiosidad me fui a san Google y tecleé: facha rae.

Como un rayo atendió a la pesquisa: en su acepción proveniente del italiano, faccia puede significar mamarracho o adefesio.

Eso hubiera cuadrado bien con un insulto en boca de la señorita de marras, pero me temo que ella lo usó, como el común de la ciudadanía, con el otro posible significado, el adjetivo despectivo que deriva de la palabra fascista. En ese sentido insultante la palabra se aplica, como sagazmente señala Ussía, «a todos los españoles que no somos izquierdistas radicales, separatistas o animalistas».

Sería deseable que en las escuelas y universidades se enseñara lo que es el fascismo. Fascista, origen y raíz de la palabra facha, designa al movimiento político y social de carácter totalitario fundado por Benito Mussolini en 1922, que se caracterizaba por el corporativismo y la exaltación nacionalista. La palabra procede del latino fasces, la insignia del imperium de los cónsules romanos: el haz de varas de azotar del que sobresale el hacha de decapitar.

El fascismo se veía entonces como una respetable tercera vía entre la democracia liberal y el socialismo. A esas premisas se adhirieron movimientos políticos surgidos en otros países europeos (el nazismo en Alemania, Falange de las JONS en España, Uniao Nacional en Portugal, el Parti franciste de Bucard en Francia, la BUF de Mosley en el Reino Unido, el rexismo de Degrelle en Bélgica, la Guardia de Hierro en Rumania, etc).

Salvando diferencias doctrinarias, los fascismos se asemejan en la exaltación del pensamiento único, la exclusión y persecución de los disidentes, el adoctrinamiento de la ciudadanía desde una prensa sometida por fuerza o soborno, la catequesis del odio y el victimismo en la escuela y en la manipulación de la sociedad por medio de intensas y eficaces campañas publicitarias a las que dedican recursos abundantes aunque sea detrayéndolos de necesarias inversiones sociales. Todo eso se vio y se vivió no solo en la Italia de Mussolini y en la Alemania de Hitler, sino en la URSS de Stalin y en la Cuba de Castro.

Por eso resulta penoso que las redes sociales estén llenas de ciudadanos sin más cultura que cierta destreza en el manejo de internet que, a falta de argumentos para defender unas ideas de las que carecen (y que sustituyen por consignas), apostrofan de facha a todo el que no comulga con sus supuestos principios.

Descendiendo a la arena española, no deja de causar perplejidad que los izquierdistas abonados al insulto facha apoyen el nacionalismo separatista, un creencia radicalmente opuesta a su dogma esencial (proletarios de todos los países, uníos).

Probablemente este cortocircuito mental se deba a la romántica idea de que los nacionalistas fueron un tiempo camaradas suyos en la oposición a Franco. Esa fidelidad residual, unida a su propia incoherencia doctrinal, explica su adhesión a un bando que, en el fondo, apoya la desigualdad entre los ciudadanos con evidente tinte racista y clasista (fascista por tanto): nosotros somos mejores y superiores a los otros, por eso nos queremos separar de ellos.

Un amigo catalán me contaba recientemente que facha se ha convertido en una de las etiquetas que definen en aquella entrañable región española a cuantos se confiesan contrarios al independentismo, lo que incluye a personas como el cantante Serrat y el cómico Boadella que, en su tiempo, fueron perseguidos por el franquismo.

Lo más sorprendente es que la propia deriva de los independentistas sea esencialmente fascista: en nombre del pueblo burlan la Constitución (que en su momento votaron mayoritariamente), vulneran la ley y persiguen a los disidentes. Esos árboles talados en la masía de Boadella y esas pintadas y agresiones en casas y negocios considerados contrarios al independentismo nos recuerdan vivamente las agresiones de la noche de los cristales rotos en la Alemania nazi, cuando Friedrich Reck-Malleczewn anotó en su Diario de un desesperado: «Esta chusma, a la que estoy ligado por una misma nacionalidad, no solo no es consciente de su degradación, sino que exige exigir de sus conciudadanos el mismo rugido, la misma degradación».

Juan Eslava Galán, escritor.

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