‘Fake news’ en tiempos nada inocentes

Foro sobre Fake News organizado en 2018 SANTI BURGOS
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Puede que me equivoque, pero me parece que las burlas sufridas en tiempos pasados, al llegar el 28 de diciembre, por la persona cándida y desavisada —el llamado “inocente”— han pasado a ser un anacronismo más bien kitsch. Convendría reparar, sin embargo, en la inquietante semejanza entre lo que se llamaba “inocentadas” y otros fenómenos nada obsoletos en los que estarán pensando ya algunos lectores y lectoras.

Recordemos los hechos, seguramente poco familiares para la mayor parte de nuestros contemporáneos. El Día de los Santos Inocentes —los recién nacidos en Belén sacrificados por Herodes para deshacerse de Jesús, que se suponía estaba entre ellos— se acostumbraba a poner a prueba la “inocencia” de la gente de distintas maneras más o menos jocosas, y una de ellas era la difusión, en la prensa y otros medios, de noticias falsas, cuya poca verosimilitud las desenmascaraba enseguida a ojos de casi todo el mundo.

El 28 de diciembre se celebraba, pues, una especie de carnaval periodístico en el que estaba permitida esta clase de transgresiones, de por sí bastante inocentes. Huelga decir que el receso de la seriedad llamado “inocentada” no podía referirse a temas verdaderamente serios. Todo esto pertenecía a esa época en que, según evocó Pasolini en un memorable artículo de febrero de 1975 —el mismo año de su asesinato—, los reflectores eléctricos todavía no habían espantado a los gusanos de luz, un asunto del que Georges Didi-Huberman se ocupó en un libro, también memorable, de 2009, Supervivencia de las luciérnagas. Ya no faltaba demasiado en esa última fecha para la edad de oro de las fake news.

Que un periódico publicara una “inocentada” exigía la vigencia de al menos tres supuestos.

El primero era poder contar con cierto número de personas, quizá no mayoritario, pero tampoco residual, que creería, en un primer momento, en la verdad de la noticia.

El segundo consistía en que quienes mordieran el anzuelo estarían despistados (de lo contrario, no habrían picado) sobre la fecha en que vivían. El tercero —y quizá el más importante— es que habría un número grande de lectores ávidos de hallar alguna inocentada en el periódico del día, que seguramente habían comprado con ese fin.

En realidad, la inocentada iba dirigida a estos últimos, que eran los no inocentes y se deleitarían —aunque casi nunca de manera perversa— con la candidez de quienes diesen crédito a la broma. Hay, además, un cuarto supuesto en el que no es preciso insistir: que el resto del periódico estaba escrito en serio, lo cual se presumía que era norma todos los días del año.

Jugar a las inocentadas implicaba un reparto de papeles entre lectores cándidos y lectores al cabo de la calle, si bien debía tenerse en cuenta —esto es lo que más importa de todo— la posibilidad de que aun el más avezado cayera en la burla, lo cual exigía una singular maestría por parte del redactor. La escena es muy sencilla y muy antigua: piénsese en la risa que siempre han suscitado —además del rústico, el despistado y el ignorante— las personas sobradas, pedantes y engreídas. La inocentada se publicaba para que los listos imaginasen lo que les pasaría a los tontos, aunque el género no se habría mantenido sin la posibilidad de una justicia poética que invirtiese el reparto de papeles. Pero a un juego así apenas es posible seguir jugando, porque los lectores cándidos se extinguieron con las luciérnagas. Todos somos, no faltaba más, lectores avisados e inmunes a la burla, y miramos con la condescendencia de la superioridad histórica las épocas en que cabían aquellos entretenimientos.

Resulta, sin embargo, que la época en que las bromas del 28 de diciembre son un anacronismo se ha convertido, y lo ha hecho precisamente de la mano de las nuevas tecnologías, en la era de la inocentada general, y ya no como un carnaval inofensivo, sino como una áspera Cuaresma que amenaza con no tener fin. Cuanto menos inocente y más resabiado es el público —siempre presumiendo de estar al tanto de todo y de no dejarse sorprender por nada, y siempre deslumbrado por algún foco reflectante—, más inerme se halla ante las noticias falsas, las medias verdades y las toxinas mediáticas. La inteligencia y la crítica estaban menos reñidas con la candidez que con la boba pericia digital de quien mira por encima del hombro a los lectores de prensa de papel y a la época de las luciérnagas.

Quizá tenga que ser así: un poco de inocencia preserva del engaño, mientras que la hinchazón del enterado sabihondo protege de las mentiras inofensivas, pero a las peligrosas les pone alfombra roja y las convoca con estímulos irresistibles.

Antonio Valdecantos es catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III. Sus últimos libros son Signos de contrabando (Underwood) y Sin imagen del tiempo (Abada).

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