Fallo congruente

La lectura pública de la sentencia del 11-M habrá producido sentimientos diversos, comenzando por la comprensible diferencia de actitud entre las víctimas y los demás ciudadanos. En los medios el aspecto más importante del fallo sería la supuesta implicación de ETA en los atentados, y de eso no voy a ocuparme porque ya lo han hecho y extensamente muchos otros. Descartado ese supuesto, malintencionado y delirante vínculo, las valoraciones a realizar sobre la conducta de quienes han defendido su existencia exceden al análisis del fallo, y ya los ciudadanos españoles formarán su propia opinión y la guardarán en su memoria para siempre.

Una sentencia que culmina un macroproceso por terrorismo no puede ser comparada cualitativa y cuantitativamente a la vez con otra, porque nunca habíamos vivido una tragedia de esa magnitud. Por volumen, puede recordar al 'caso de la colza', pero la naturaleza de los delitos enjuiciados lleva a medirla de acuerdo a la jurisprudencia sobre terrorismo. Como documento jurídico procesal que es, merece ser analizado de acuerdo con lo que debe esperarse de un fallo judicial, y más aún de éste.

Ante todo, el fallo es congruente, y la congruencia reside en dar respuesta a todo lo que se ha planteado en el juicio por las partes personadas, acusando o defendiendo. La congruencia, pues, no consiste en dar respuesta a las insidias que extraprocesalmente se hayan lanzado sobre los hechos, sino a lo que válidamente se haya expuesto en el proceso. Si alguien cree que su opinión externa al proceso -del juicio paralelo disfrazado de investigación periodística habrá que hablar en otro momento- no ha sido atendida, es que se autoproclama interlocutor natural de todo lo que acontezca en el Estado y entiende que el fallo se ha de ocupar también de eso, como si la sentencia no debiera guardar coherencia con el sumario -que la guarda en grado superlativo, a la vez que subraya la impecable tarea del instructor y de la Policía- sino con su propia colección de primeras planas de periódico. La ausencia de respuestas a los llamados autores intelectuales -que desplaza el análisis hacia el terrorismo islámico internacional- es coherente con el evidente hecho de que en el banquillo no se sentaba ninguno de los grandes impulsores de esas brutales acciones, sean en Madrid, en Nueva York o en Londres. No se condena a esos sujetos que tampoco han sido juzgados, por mucho que todos tengamos la convicción de que existen.

La calificación de acto terrorista es correctamente centrada en lo que debe ser la esencia de ese concepto: el terrorismo existe con total independencia de los motivos o fines de los terroristas, pues lo que decide la diferencia entre ese crimen y cualquier otro no es la causa que motiva al criminal sino la indefensión total de las víctimas, que son cosificadas, instrumentalizadas por el terrorista con el objeto de sembrar el pánico colectivo, el miedo en la vida cotidiana. De otra parte, la sentencia tiene que ser comprendida en el contexto de un sistema jurídico que ante todo acumula las acciones penales y civiles en un mismo proceso. Ese sistema de acumulación, que no es regla en Europa, hace que los fallos penales deban contemplar a la vez decisiones punitivas y de resarcimiento, calificar delitos consumados o intentados, pero también valorar la muerte, las mutilaciones, las lesiones o estragos como dramas físicos y morales de personas concretas: las víctimas. La valoración penal del terrorismo pasa por dos tipos de calificaciones. Por una parte, la que corresponde al hecho mismo de la pertenencia a la banda armada terrorista, como dirigente, como simple miembro o como colaborador más o menos externo. Por otra parte, tendrán que ser calificados todos y cada uno de los singulares crímenes que en la práctica de su actividad ejecuten los terroristas, y ahí la cantidad de imputaciones puede ser ilimitada.

Las penas que se han impuesto han de ser coherentes con los principios penales, singularmente el de legalidad, y las funciones, fundamento y fin que a los castigos quepa atribuir en la justicia penal. Esas penas, claro está, pueden satisfacer o no a las víctimas, y eso es perfectamente respetable. Ahora bien, ha de ser diferenciada esa percepción de la función que la pena ha de tener de acuerdo con los principios del derecho penal y sus reglas de interpretación y aplicación.

Por eso, es comprensible que lo que es prueba suficiente para una víctima puede no serlo a la luz de la jurisprudencia constitucional sobre la prueba de cargo válida y bastante, y lógicamente el Tribunal ha tenido que respetar lo que significa el Estado de Derecho también respecto de personas cuya conducta pueda parecer equívoca o dudosa para algunos. Es comprensible que la pena decidida quede por debajo de la que habría deseado la víctima, pero eso no puede ser motivo ni de escándalo ni de censura.

En el caso enjuiciado tenemos cientos de delitos de homicidio, de lesiones, de estragos, que se pueden imputar personalmente a sujetos concretos como responsabilidad criminal personal, sea como autor, coejecutor o cómplice necesario o no. Como ha sucedido en otras ocasiones parecidas de acumulación de crímenes en un mismo sujeto, la suma de penas arroja unas cantidades de años de prisión que desbordan cualquier esperanza de vida, y lógicamente muchos dirán que, a partir de determinada cantidad de victimas, que su número sea mayor o menor resulta irrelevante para la entidad de la condena. Ésa es una verdad formal irrebatible, pero también es cierto que no existe otro modo de imponer las condenas, salvo que se vaya a la prohibida cadena perpetua, que tampoco sería respuesta 'simétrica', pues nadie vive cientos de años.

Todo castigo parece siempre poco en estos casos, pero la función de la pena es ante todo afirmar la fuerza del derecho y del Estado ante el criminal, y no sólo ejercitar la venganza colectiva.

Gonzalo Quintero Olivares