Falsos amigos del bien común

Ante la crisis sanitaria y económica del coronavirus, desde diversos ámbitos se anuncia a bombo y platillo el fracaso del modelo socio-económico neoliberal. Estaríamos ante algo así como la caída del muro de Berlín, el 1989 del individualismo neoliberal. Habría sonado la hora del bien común, la hora de lo público.

Sin duda es cierto que la crisis del coronavirus nos ha devuelto una experiencia fundamental del ser humano: nos sabemos y sentimos animales racionales dependientes, como dice MacIntyre. El bien común recupera su concreción y su primacía como criterio para la acción personal y colectiva. Lo hemos asumido de modo casi espontáneo: en la obediencia a las autoridades públicas; en la subordinación de la propia libertad al bien de todos; en el sentido de comunidad al premiar con un aplauso a quienes se sacrifican por los demás, etc.

Pero el lenguaje del bien común es un idioma lleno de falsos amigos. En los dos sentidos. Por un lado, el término suscita confusiones: se trata de un concepto de perfiles inciertos, que a nuestros oídos sugiere cercanía con el colectivismo. Por el otro, hay quien usa la retórica del bien común y su pedigrí moral para manipularla al servicio de ciertos proyectos políticos, que son por eso enemigos del bien común. Aquí me centraré en desvelar los falsos amigos en sentido lingüístico, de modo que cada uno pueda desenmascarar a los falsos amigos en sentido moral o político.

Para empezar, es preciso recordar que la filosofía del bien común está tan lejos del individualismo como del colectivismo. Pero es precisamente el resabio colectivista lo que puede ser objeto de distorsiones. Por eso en estos párrafos me gustaría delinear el concepto, para que no caigamos en la trampa de confundirlo con tres posibles caricaturas: el colectivismo totalitario, la planificación central en economía, o el autoritarismo en el ejercicio del poder político.

El colectivismo totalitario parece ser la consecuencia necesaria de la primacía moral del bien común sobre el bien particular, un elemento clave de la tradición clásica del bien común. El individuo y sus agrupaciones inferiores quedarían así subsumidas y subordinadas a la colectividad política. Pero aquí se descubren ya todo tipo de malos entendidos.

En primer lugar, debemos evitar identificar el bien común con el interés de la comunidad política. Es verdad que es clásica esta identificación del término con el bien común político (de la polis). Pero no debemos olvidar que el grupo humano tiene el bien en común, es también la humanidad entera (la cosmopolis). Aquí no voy a abordar el falso amigo del cosmopolitismo. Pero quede dicho al menos que la primacía del bien común no debe interpretarse como una exención del poder político de toda obligación hacia las demás naciones (el clásico derecho natural y de gentes), ni por supuesto hacia cualquier persona por el hecho de serlo (los derechos humanos).

Pero más relevante para deslindar bien común y colectivismo es subrayar que el bien común (político o cosmopolita) es el orden de una pluralidad de bienes comunes. Me refiero a los bienes propios de las formas básicas de relación humana, las comunidades en las que cultivamos con otros los bienes básicos de la vida. Pensemos en el bien común de cada familia, que a su vez es un bien común para todas las demás personas. En el bien común de las comunidades educativas, religiosas, artísticas, deportivas, etc. La comunidad superior no debe -en realidad, no puede- absorber o sustituir estas formas de relación humana. Tampoco puede eliminar su relativa autonomía, pues participar de esos bienes (la familia, la educación, etc.) no es simplemente repartirse los resultados.

Exige participar de esas actividades como un miembro más, tomando parte en la deliberación sobre cómo deben realizarse cada vez mejor.

El colectivismo es totalitario porque pretende definir desde la ideología política todos los ámbitos de la vida, da al Estado una función moralizante excesiva, que va mucho más allá del papel ordenador y legislativo propio de la autoridad política en la vida social. En consecuencia, homogeneiza el pluralismo de formas de la sociedad civil, agostando la iniciativa y la creatividad de personas y comunidades. Por eso la filosofía del bien común reconoce, junto a los principios de solidaridad o del destino universal de los bienes, el de subsidiariedad. Por la solidaridad estamos todos obligados a contribuir al bien común, y especialmente a incluir en él a los más necesitados y marginales. Por la subsidiariedad, el modo en que contribuimos al bien común es multiforme, libre, autogobernado dentro de las leyes generales. La autoridad política y las comunidades superiores no deben sustituir a la "sociedad civil", sino ayudarla en su propio despliegue.

Sutilmente distinto es el siguiente falso amigo: la planificación centralizada de la economía. La retórica del bien común parece sugerir que siempre es mejor cooperar que competir, y que para eso es preciso organizar la vida económica desde el Estado, para evitar que cada uno siga su propio interés y lograr resultados más igualitarios. Por eso, es preciso destacar el valor contraintuitivo que tienen en nuestras sociedades las formas de cooperar no explícitas, como hace por ejemplo la escuela austríaca de economía. Aunque en realidad bastaría retrotraerse al argumento aristotélico-tomista clásico por el que se justifica la propiedad privada, como el modo mejor -también en términos de bien común- de gestionar los recursos materiales.

La competitividad -en el mercado, pero también en muchas otras actividades que exigen la excelencia en el desempeño, como el deporte- ofrece información e incentivos que son necesarios precisamente para que cada participante haga su trabajo o su actividad lo mejor posible. Y esto no es solo algo útil, que genera valor económico, sino un bien común básico en toda sociedad. Una sana competencia facilita el despliegue de las virtudes personales del trabajo bien hecho como servicio a los demás. El comunismo productivo, sin embargo, deriva muy pronto en la chapuza y el engaño.

Por último, el autoritarismo puede también presentarse como exigencia de la primacía del bien común. Pero más arriba ya he señalado que participar en el bien común no es una recepción pasiva de resultados beneficiosos, sino una implicación personal también en la deliberación sobre el modo de vivir y de alcanzar esos resultados. Esta exigencia es máxima cuando se trata del ejercicio del poder político. La filosofía del bien común no es necesariamente sinónimo de democracia liberal. Pero desde luego excluye la tiranía, la arbitrariedad del poderoso, y aún el despotismo ilustrado de expertos o salvadores de la patria. Quien ejerce el poder político debe poder dar razones de sus decisiones, en los diversos foros: académico, de los medios de opinión pública y por supuesto -de modo eminente- ante las instituciones representativas y los tribunales de justicia.

Como anuncié, renuncio a señalar a los que manipulan las connotaciones colectivistas del bien común. Animo en cambio a una revisión rigurosa de los grandes autores de esta tradición, desde los antiguos y medievales (Aristóteles o Tomás de Aquino) a los más contemporáneos (Maritain, Finnis o el citado MacIntyre), que quien es bueno ser verdaderos amigos. Esto ayudará a mantenerse lejos del individualismo. Pero de modo más específico conjurará el colectivismo que nos amenaza hoy de nuevas maneras.

Ricardo Calleja es doctor en Derecho.

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