Fantasmagoría olímpica

El circo olímpico que cada cuatro años ocupa la época boba mediática, la canicular, tiene sus aguafiestas. ¿A quién se le ocurre entrometerse en una fiesta de universal buena voluntad, deseos generales de paz y noble concurrencia entre los deportistas de todas partes? Esta vez, solo a Rusia y a Georgia, que inauguraron los Juegos con una guerra sanguinaria caucásica

Permítanseme, sin afán de incordiar, solamente algunas constataciones. El Comité Olímpico Internacional sostiene, como el Gobierno tiránico de China, que estos Juegos no son políticos. El apoliticismo olímpico de un Gobierno que aplasta la nación tibetana y niega toda autonomía a los pueblos turcomanos y musulmanes de Xinjiang --dos territorios enormes-- es una sublime entelequia. Con el latiguillo de Un mundo, un sueño el Partido Comunista Chino, plenamente dedicado a la promoción del capitalismo --y cómo-- parece haberse unido a la idea del llamado pensamiento único, promovido --sin éxito, por cierto-- por la derecha más neoliberal y reaccionaria.

En esto los chinos no innovan nada. Los Juegos berlineses de 1936 --como en Georgia, empezaba entonces otra guerra simultáneamente, la civil española, con intervención alemana al lado de la barbarie-- les precedieron en politización, aquella vez, fascista. Durante la preparación de las de México, en 1968, la policía, tres semanas antes, realizó una gran matanza de estudiantes. (La gente se acuerda más de los románticos disturbios parisinos de aquel año que de la represión mexicana.) Ahora, en cambio, todo parece controlado. Sobre todo, la buena educación pequinesa. Se ha prohibido a la gente escupir en público (hasta las escupideras que adornan los rincones han sido retiradas) y estrechar la mano más de tres segundos.

Eso es bueno para los efímeros visitantes y llena de satisfacción al Comité Olímpico Internacional. Consiste el COI en una comisión que se autorreproduce y perpetúa, y cuyo 90% de miembros son varones, además de occidentales y, muchos, miembros de la nobleza o de las diversas realezas que quedan por el mundo. El mayor poder en el COI queda en manos del comité ejecutivo, con 15 miembros (uno de ellos, uno nada más, mujer) y media docena solamente, no europea. Con lo cual este helénico continente nuestro sigue controlando la cosa, como los dioses del monte Olimpo deseaban. En las Olimpiadas clásicas no había persas.

Nunca ha tenido límites la credulidad humana, de modo que uno comprende que cunda tanto la admiración por los ceremoniales olímpicos. Bien está, pues, que nos creamos aquello de que en la inauguración se representaron 5.000 años de historia de la civilización china. (Aunque Gengis Jan y otros angélicos orientales no aparecieran, ni tampoco Mao y su edificante Revolución Cultural). Pero cuesta algo más de entender cómo tantos de los que han presenciado los Juegos no se sorprendan ante un despliegue tan descomunal de disciplina y precisión multitudinaria, con su anulación de toda individualidad, de todo pluralismo, de todo atisbo de humana variedad.

En ello los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992, con su elegancia, su ironía estética, su inventiva y la modestia de la población, contrastan de modo extraordinario. Ni Atlanta en 1996, ni Sydney en el 2000, ni Atenas en el 2004, alcanzaron tanta elegancia: pero como soy catalán, pueden ustedes pensar que me dejo llevar por mis sentimientos tribales. Pero tengo razón. Lo que vino después de Barcelona fue pura Disneylandia. Y lo que hay hoy en Pekín, el canto del cisne de un orden explosivo.

China es un gran país, con una sobrecogedora civilización, pero un país al que esperan tiempos difíciles. Estos Juegos pequineses han sido una orgía triunfalista de un gigante cuyo crecimiento industrial y económico parece imparable, pero que va a sufrir pronto una crisis de gravísimas proporciones. El capitalismo industrial desaforado necesita homologarse con un sistema político y otro cultural que encajen con él. Si los gobernantes chinos creen que no se producirán disfunciones y desajustes entre lo uno y lo otro, se equivocan trágicamente. La represión en la plaza de Tiananmen pudo llevarse a cabo con impunidad; la destrucción del Tibet, previa la entrada en él del ferrocarril más alto del mundo y la invasión demográfica planificada, también.

Pero lo que se avecina es mucho más grave. Los levantamientos ya no serán de unos cuantos estudiantes desesperados, de afán democrático. No bastarán ni los sindicatos verticales que hoy dominan la vasta clase obrera, ni la policía política, ni la censura contra internet y la prensa libre, ni las sumarias ejecuciones que sin cesar denuncia Amnistía Internacional. Lo que era fácil para una dictadura militar reaccionaria como la nuestra --la transición a la democracia liberal-- no va a serlo para el régimen tiránico chino. No falta pues mucho para el descalabro posolímpico. Unos pocos años a lo sumo.

Salvador Giner, sociólogo.