Fantasmas despiertos

Eva Perón saluda a sus seguidores durante un acto público en Buenos Aires EN 1950. AP.
Eva Perón saluda a sus seguidores durante un acto público en Buenos Aires EN 1950. AP.

Hay un parentesco directo entre lo que podríamos llamar el modelo chavista, copiado con variantes en Nicaragua, Bolivia o Ecuador, y el peronismo de mediados del siglo pasado en Argentina. Sólo que Chávez se valió solo, como cabeza única, y el general Perón necesitó del auxilio invaluable de su esposa, la Evita icono de musicales, novelas y posters, entronizada en los mismos altares donde se venera al Che Guevara, a John Lennon o a Marilyn Monroe.

Ella inventó la insignia del populismo: abrir las arcas del Estado para dar, sin control ni medida, haciendo de la beneficencia pública una gran función de Estado envuelta en una formidable parafernalia. Una gran caja chica donde el benefactor también puede meter las manos para su propio beneficio. La caridad con categoría institucional, para atraer la adhesión política de los desposeídos, que al recibir algo despiertan en los demás la esperanza de que también van a ser parte del magnánimo botín, aunque nunca les llegue el turno de recibir una máquina de coser, una cama, una beca, unas bolsas de cemento, un techo de zinc, unas aves de corral, una vaca parida.

En la Fundación Eva Perón, creada en 1948 como una gran maquinaria demagógica de regalar muñecas y triciclos para los niños, muletas y prótesis a los ancianos, bicicletas y cocinas, sin que las estructuras sociales dejaran de ser tan injustas como siempre, está la raíz de todo lo que hemos conocido como socialismo del siglo XXI, multiplicado con creces por Chávez y sus imitadores populistas.

Evita se valió para sus dispendios colosales de las reservas de oro de Argentina, entonces las más grandes del mundo; Chávez, ya lo sabemos, del petróleo de Venezuela, también las reservas más grandes del mundo. Y ambas economías, que parecían inconmovibles, quedaron en quiebra.

Pude ver algo de lo que son estas raíces del populismo en mi visita al Museo Evita en Palermo, que ahora funciona donde estuvo el Hogar de Tránsito número 2, destinado a socorrer a las mujeres necesitadas y a sus hijos. Esta era una de las decenas de instituciones de caridad que la Fundación tenía abiertas en Buenos Aires. Cuando Evita lo inauguró en 1948 como asilo, en su discurso ofreció a las mujeres y niños “una puerta abierta, una mesa tendida, una cama limpia”, y “consuelo y estímulo, aliento y esperanza, fe y confianza en sí mismo, hasta tanto la ayuda social les encuentre trabajo y vivienda”.

La Fundación Eva Perón es el modelo de las Misiones de Chávez. Manejaba además de albergues, una red de hospitales y clínicas, dispensaba becas de estudio, pagaba subsidios, era también una agencia de empleos y, sobre todo, regalaba a manos llenas. La gente hacía largas filas desde la madrugada para pedirle personalmente a Evita y, quienes lograban llegar ante ella antes de que se cerraran las puertas, no salían con las manos vacías. Era una minoría de beneficiarios entre millones de pobres y necesitados, pero los diarios, las revistas oficiales y los noticieros de cine multiplicaban su número.

El Museo Evita enseña cómo funcionaba el albergue de acogida, un dechado de abundancia: en la cocina, amplia e iluminada, unos bifes plásticos se doran en las parrillas. También hay ejemplos de los programas sociales del peronismo: un refrigerador Siam para cada familia obrera, y se exhibe uno con la puerta abierta, lleno de alimentos, sin faltar una botella de champaña.

Y piezas de propaganda política: folletos con discursos de los esposos, cartillas escolares que los ensalzan, documentales donde aparecen ambos en el balcón de la Casa Rosada, la voz estridente de él, la aguda voz de ella, y la multitud que agita sus banderas y carteles y enronquece de gritar. También se exhiben ejemplos del glamour de Evita, y es lo que más abunda en las vitrinas: sus trajes de gala y de calle confeccionados por Jacques Faith, Pierre Balmain, Marcel Rochas; zapatos exclusivos, sombreros de variadas texturas; perfumes Caron y Schiaparelli en frascos de baccarat.

Una demanda de la masa de pobres partidarios suyos, sus “cabecitas negras”, argumentaba ella: le exigían que al representarlos no faltara el lujo, porque eso los dignificaba. Sus pobres. Los otros, si no eran contados entre los fieles de carnet, no recibía nada; el objetivo era mantener aceitado el mecanismo de adhesión al peronismo, para que las plazas pudieran llenarse.

En los viejos documentales ambos parecen fantasmas. Perón y Evita en blanco y negro, ya tan antiguos. Pero fantasmas sin quietud, que no dejan de resucitar.

Sergio Ramírez es escritor, Premio Cervantes de 2017.

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