Fantoches oportunamente armados

Pedro J. Ramírez (EL MUNDO, 12/09/04).

¿Qué es lo que produce estremecimiento de esta imagen que hoy difundimos por primera vez con plena conciencia de estar reavivando una pesadilla que las actuales generaciones de españoles no podremos olvidar durante mucho tiempo?

Capuchas y pasamontañas hemos visto ya unos cuantos, con boinas y sin ellas. Las inscripciones en árabe resultan un poco más indescifrables que las escritas en euskara, pero también nos dejan bastante fríos. En cuanto al texto del comunicado que esgrime el fulano que se las da de portavoz y jefe -«Os mataremos, traeremos la guerra a vuestras casas y no podréis conciliar el sueño»-, de sobra sabemos que no hay que tenerles miedo a las palabras.Con discursos así, a estos gachós no les votarían en unas elecciones ni los dueños de la peluquería donde se purificaban con garrafas de agua traídas de La Meca.

No, lo que nos asusta hasta el mareo, lo que nos indigna hasta la apoplejía, lo que nos acongoja, irrita y atemoriza son las armas. La metralleta Sterling, el revólver de calibre corto y sobre todo los cartuchos de explosivos. Son las armas las que convierten a tres fantoches, a punto de reintegrarse en forma de millones de partículas flotantes a ese universo de la nada del que en realidad nunca salieron, en la representación exponencial de los mortíferos asesinos del 11-M.

Toda sociedad tiene un residuo de tarados mentales y morales cuyos instintos criminales se activan en función de una variada panoplia de agravios imaginarios e incluso de motivos reales desproporcionadamente convertidos en coartada de las más abyectas infamias. Es el doble deber de los Estados actuar sobre esos motivos para que su exacerbación no empuje a nadie en su sano juicio por la senda del crimen, pero al mismo tiempo eliminar de la circulación durante el mayor tiempo posible -¿para cuándo la cadena perpetua con juicio de revisión?- a los que ya se han despeñado por el barranco del terror y, sobre todo, mantener a raya a quienes, aunque sólo sea por fidelidad a la estadística, están dispuestos a sucederles.

Si el comando de Lavapiés hubiera dispuesto de una bomba atómica de tipo medio y la hubiera transportado hasta la Puerta del Sol en un camión -verosímil supuesto que, trasladado a Nueva York, analiza el profesor de Harvard Graham Allison en su recién publicado libro Nuclear Terrorism-, habría asesinado sin duda a más de un millón de madrileños. Pero si sólo hubieran dispuesto de palos y martillos, estos moritos hijoputas tendrían que haberse conformado con agredir a un transeúnte que a sus ojos simbolizara simultáneamente las cruzadas cristianas contra Irak, Afganistán y Al Andalus.

Lo que una sociedad desarrollada no puede permitirse es que individuos así entren en posesión de pistolas, metralletas y cientos de kilos de dinamita; y menos aún que ese tráfico discurra ante las mismas narices de las fuerzas de seguridad; y menos aún que el trato se consume con el presunto conocimiento e incluso con la hipotética colaboración activa de agentes de la autoridad. Cuando averigüemos toda la verdad sobre cómo esta patulea de camellos y rateros de poca monta pudo hacerse con tan mortífero arsenal, habremos descubierto la auténtica trama operativa del 11-M y estaremos más cerca de saber dónde radica la autoría intelectual de la masacre que segó la vida de 191 conciudadanos y alteró el rumbo de nuestro proceso democrático.

Casi dos meses después de que el magistrado Del Olmo revelara a la Comisión Parlamentaria que la policía grabó con autorización judicial varias conversaciones entre los miembros del comando durante los mismos días y horas en los que sustraían la dinamita de la mina controlada por la banda de Trashorras y la trasladaban rumbo a Madrid haciendo transbordo por el camino, nadie nos ha aclarado ni el motivo concreto de esas escuchas, ni su extensión real, ni el destino de las grabaciones. Queda, eso sí, fosilizada en el plano de lo estrictamente inverosímil la explicación policial, según la cual la solicitud de pinchar el teléfono de Rafá Zouhier, concedida por un juez nada menos que de Alcalá de Henares, nada menos que el 12-M, se circunscribía a una investigación sobre tráfico de drogas que solamente la casualidad terminaría conectando con los atentados.

Item más. Casi una semana después de que Antonio Rubio desvelara en EL MUNDO que, según declaró Zouhier ante el juez, un guardia civil conocido como Pedro suministró armas como las que aparecen en nuestra fotografía a un socio de El Chino entre cuya banda y la del 11-M existían frecuentes vasos comunicantes, nadie ha desmentido la información, pero nadie ha aclarado tampoco si como mínimo se ha abierto una investigación en la Benemérita para aclarar los hechos. ¿Qué más puede hacer un periódico que aportar el nombre o alias del picoleto, la unidad a la que está adscrito, el último borrón que mancha su hoja de servicios y hasta la calle donde vive y la marca del ostentoso automóvil que utiliza?

Todo sugiere que la condición de magistrado de José Antonio Alonso continúa convirtiéndole en un celoso guardián de todo aquello que remotamente pueda rozar el secreto de un sumario judicial, aunque ya no sea él quien tenga que instruirlo. Es obvio que el juez Del Olmo necesita de un entorno de discreción para seguir avanzando en sus pesquisas. Pero ése no es el único, ni siquiera el principal valor que un ministro del Interior está obligado a preservar. No hay seguridad ciudadana más importante que la que se basa en la confianza en las instituciones y muy especialmente en los cuerpos policiales responsables de defenderla. Si finalmente terminara resultando que, no sólo los personajes clave de la trama eran confidentes policiales, sino que las propias armas que transfiguran en terroristas a estos fantoches brotaron del seno de uno de esos cuerpos, algo muy profundo se tambalearía en la conciencia colectiva. En esas circunstancias el que el poder Ejecutivo volviera a dar la sensación de ser el último en enterarse sólo vendría a agrandar la brecha de la incredulidad y del recelo. Y lo mismo cabe decir de la Comisión Parlamentaria.

El titular que el diario que habitualmente sigue el guión del taimado portavoz del Grupo Socialista publicaba el miércoles en su primera página -«La Comisión del 11-M se prorroga para investigar si hubo imprevisión»- delata el sectarismo y mala fe con que el bloque gubernamental está afrontando su tarea.¿Cómo que «para investigar si hubo imprevisión»? Será, ante todo, para averiguar quién, cómo, por qué, para qué y con qué complicidades puso las bombas y, muy especialmente, quién, cómo, por qué, para qué y con qué complicidades diseñó unos atentados con tan preciso calendario de ejecución y tan sofisticado sistema de reivindicación.No pudo ser cualquiera quien pusiera en marcha un enrevesado mecanismo, encaminado a inducir primero al error al Gobierno de Aznar y a dejarlo después en evidencia pocas horas antes de unas elecciones generales.

Por supuesto que, además, es preciso determinar cuáles fueron la morfología y el tamaño de la «imprevisión» -pues haberla, vaya que si la hubo- y cómo paliar en el futuro los patéticos niveles de descoordinación entre los distintos servicios de seguridad.Pero la jerarquía en la búsqueda de la verdad que pretenden establecer los políticos no coincide para nada con la que exigen los portavoces de las víctimas y con ellos el conjunto de la ciudadanía. Que, una vez que no se ha podido demostrar que fuera un «mentiroso», Acebes quedara ahora catalogado como el gran imprevisor, serviría para que Rubalcaba pudiera limpiarse satisfecho la comisura de los labios antes de doblar la servilleta, pero cuando ipso facto se levantara de la mesa para rumiar la digestión, el amargo sabor de la tomadura de pelo seguiría impregnando el paladar de los demás.

Si la Comisión quiere demostrar que está dispuesta a hacer todo lo que quede a su alcance para investigar cómo se gestó la masacre, ahí tiene a Rafá Zouhier que ha demostrado saber bastante más de lo que ocurrió que ninguno de los hasta ahora comparecientes, está pidiendo contarlo a gritos y a este paso tendrá que abrirse las venas para que sus señorías se dignen escucharle. Y si la Comisión -o cualquier ciudadano fundadamente temeroso de un cierre en falso de este caso- quiere encontrar nuevas vías para, como dijo el comisario De la Morena «tirar hacia arriba» y enfocar la investigación en el origen de la infamia, ahí tendrá, a partir de pasado mañana, el importante libro de Casimiro García-Abadillo cuya prepublicación iniciamos hoy.

Después de los bienintencionados libros instantáneos de antes del verano, 11-M, La Venganza no sólo es el primer relato rigurosamente articulado de los hechos, con pasajes tan emotivos y brillantes como la reconstrucción de cómo el «Operador Número Uno» desactivó la mochila-bomba de Vallecas. Estamos también ante una investigación minuciosa con múltiples aportaciones, a veces sustantivas, a veces en el elocuente plano del detalle, que desde luego para el hombre de la calle, probablemente para la mayoría de los parlamentarios y tal vez incluso para el propio juez, van a resultar reveladoras.

De momento, «tirar hacia arriba» significa mirar hacia abajo.Si nuestro periódico ha venido pronunciando ya otras palabras muy incómodas en todo este asunto -confidentes, mafia policial, ETA - Casimiro García-Abadillo entona, modula y desgrana en su libro la más políticamente incorrecta de todas: Marruecos. De allí vinieron la inmensa mayoría de los miembros del comando y es muy probable -a juzgar por lo que publicamos hoy y seguiremos publicando en días venideros- que de allí vinieran también las directrices ejecutadas por estos replicantes disfrazados de caricatura de sí mismos.

¿Quiénes fueron los destinatarios de esas dos llamadas que, a diferencia de las despedidas familiares, van dirigidas a sendas tarjetas prepago y tienen todos los visos de buscar la autorización final para apretar el botón que les hace saltar a todos por los aires? ¿Por qué, en claro contraste con lo ocurrido con el lote que sirvió en Madrid para activar los móviles de los trenes de la muerte, las autoridades marroquíes no han proporcionado hasta el día de la fecha a las autoridades españolas ni el menor indicio sobre esas tarjetas prepago? Preguntas similares se irán acumulando sobre la conciencia de cualquier lector atento de 11-M, La Venganza y, a medida que su número vaya aumentando por decenas de millares, crecerá el de ciudadanos capaces de afrontar con conocimiento de causa los futuros avatares de este viaje a las entrañas de la infamia.

Estamos un poco menos lejos del final de lo que lo estábamos cuando Fernando Múgica nos incitó a empezar a mirar en el interior de los agujeros negros de las versiones oficiales de los hechos, siguiendo el sentido inverso de las «piedras del cuento de Pulgarcito», pero me refiero solamente -en el sentido churchilliano de la expresión- al «final del principio». Si hay que tardar años en averiguar toda la verdad, tardaremos años; pero nadie podrá decir nunca que a la investigación de los hechos le faltó el empecinamiento, la inteligencia o los limitados pero entusiastas medios humanos de los que dispone este periódico.

Sabemos que será un viaje desagradable, peligroso y relativamente solitario. Sobre todo después de que uno de sus allegados me haya explicado que el presidente del Gobierno ha tenido este verano la sensación, en sus contactos menorquines, leoneses y madrileños, de que lo ocurrido el 11-M no está ya entre las principales preocupaciones de los españoles. Claro que no es la primera vez, ni será la última, en que se abre camino en mi ánimo la percepción de estar viviendo en un país distinto de aquel en el que habita el inquilino del Palacio de La Moncloa. Veremos cuál es el verdadero.