Fariseísmo generacional

«Hoy tenemos el deber de ofrecer un horizonte de esperanza a los jóvenes. Es, yo diría, nuestra mayor responsabilidad». Son palabras de Pedro Sánchez a finales de septiembre pasado en un evento ante líderes mundiales en el marco del 75 aniversario de las Naciones Unidas. Acto seguido alentaba a los miembros de la ONU a «tomar medidas para no condenar a las nuevas generaciones, por primera vez en dos siglos, a un mundo peor, más injusto, más desesperanzado, a un futuro de resignación sin alternativas».

Y en parte es cierto. Hasta la crisis de 2008, en España, cada generación, al menos en lo que se refería a las condiciones laborales, mejoraba a la anterior en términos de ingresos anuales, lo que se debía tanto a la mejora educativa, partiendo desde niveles muy bajos, como a la mejora de los ingresos laborales de los colectivos con menor nivel de formación. La crisis financiera de 2008, de la que sólo empezamos a salir a finales de 2013, supuso un primer golpe a esta aspiración legítima de cualquier sociedad moderna que no es otra que entregar a la generación venidera un legado mejor que el que recibimos de la anterior. Casi sin solución de continuidad, la pandemia que estamos atravesando representa un nuevo impacto en las aspiraciones de los jóvenes españoles que no han tenido la oportunidad de comenzar su andadura profesional sin la necesaria estabilidad para cimentar un futuro profesional de éxito.

Veamos qué ha hecho el Gobierno del señor Sánchez desde finales de septiembre hasta hoy para sustanciar esa obligación que tenemos con las generaciones venideras y que con tanto ardor defendía hace apenas dos meses. Porque oportunidades para ello no le han faltado.

La primera, el proyecto de Presupuestos Generales del Estado actualmente en tramitación. Ya fue llamativo que en medio de la mayor crisis económica desde que existen estadísticas, el tándem Sánchez e Iglesias no hiciera ni una sola mención al futuro de las nuevas generaciones en la enlatada presentación que hicieron del proyecto de Presupuestos que enviaban a las Cortes. Y no lo hicieron porque no lo podían hacer, ya que en el fondo estaban anunciando la mayor hipoteca a futuro jamás firmada por un gobierno democrático en España.

Es cierto que las circunstancias mandan y que las instituciones europeas y los mercados financieros han permitido que las economías duramente golpeadas por la pandemia abrieran el grifo del gasto, pero no de cualquier gasto. Se puede y se debe gastar más en todos aquellos capítulos que coyunturalmente se han visto injustamente afectados por una crisis económica que nada tiene que ver con la economía, pero no es el momento de aumentar nuestro gasto estructural y menos aún siendo como éramos el país de la zona euro con mayor déficit público antes de que se manifestara la pandemia.

La subida del sueldo de los funcionarios -con una media de edad superior a los 50 años- no está justificada en este momento. La creación deprisa y corriendo de una renta mínima estructural podía haberse sustituido por un mecanismo temporal contra la pobreza generada por el Covid-19, lo que además nos habría permitido analizar y mejorar los mecanismos de provisión de estos beneficios sociales siempre difíciles de gestionar, y a las pruebas me remito. Seamos claros, ambas medidas son transferencias directas e injustificadas de los recursos futuros de nuestros jóvenes al bienestar de los mayores de hoy. El mayor déficit estructural se pagará con impuestos futuros y los insoportables niveles de deuda son una carga, como ya anunció sin pudor la ministra Calviño, que pagarán las generaciones por venir.

La segunda oportunidad estaba en la Comisión del Pacto de Toledo. El resultado es aún más decepcionante si cabe. Tenemos un sistema de pensiones que es sencillamente insostenible. Y lo es no sólo por las predicciones demográficas, que también, sino porque es el más generoso de toda la Unión Europea. Sí, el más generoso. Los pensionistas españoles son los que reciben la pensión más alta en relación con el salario medio. Por cada euro aportado, los pensionistas reciben 1,74 euros, es decir, un 74% más. La reforma de 2013, tan denostada por la izquierda y ahora abandonada por el PP, nos permitía controlar la explosividad de este gasto y, además, nos mantenía por encima de la media de la UE en generosidad. Algo que seguramente sí nos podríamos permitir. Ahora, nos escudamos en el consenso, como si este fuera un fin en sí mismo, para consagrar un sistema que pasa la factura de unas pensiones insostenibles a las generaciones futuras en un aquelarre de insolidaridad intergeneracional. Teníamos la opción de compartir este gasto entre varias generaciones y la respuesta ha sido «pan para hoy y hambre para mañana».

A estas dos oportunidades de cambiar las cosas se une la estéril batalla por mantener unas relaciones laborales diseñadas y defendidas a ultranza por los que, con contratos indefinidos, más derechos acumulan. Nuestro sistema de bienestar premia con sus mejores resultados, tanto en pensiones como en seguro de desempleo, al empleo estable y a los salarios altos y, por tanto, excluye sistemáticamente a los jóvenes sometidos a contratos de menor calidad y a los sobresaltos laborales de un entorno volátil como el que estamos afrontando desde 2008.

No sólo tenemos un problema de dualidad en el mercado de trabajo que hace que este genere oscilaciones bruscas en las crisis, es que los que se van al paro son siempre los mismos, los trabajadores menos cualificados y los jóvenes. No basta con no derogar la reforma de 2012. Lo que deberíamos hacer es cambiar las pautas de contratación y despido en España para que los jóvenes puedan tener la estabilidad que requieren si de verdad queremos que sean el sostén del bienestar futuro de este país.

En definitiva, tenemos unos políticos que están malversando un futuro que no les pertenece a ellos sino a los jóvenes, a quienes siempre dedican buenas palabras con un fariseísmo generacional sin precedentes. Quizás esta sea la mayor y más preocupante perversión de una democracia que bascula hacia los intereses cortoplacistas de los que más tiempo han disfrutado de la prosperidad pasada. Y todavía algunos se preguntan por qué se van nuestros jóvenes mejor preparados a trabajar al extranjero.

Miguel Marín es economista.

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