Farsa y tragedia del nacionalismo en el País Vasco

Por Mikel Buesa, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid (ABC, 06/11/03):

Tenía que ocurrir. Inevitablemente, la presentación oficial del plan Ibarretxe, su plasmación documental en el proyecto aprobado por el Gobierno Vasco y presentado ante el Parlamento de Vitoria para su tramitación, debía conducir a la evocación de su único inspirador político: el ínclito Sabino Arana, un hombre de mediocres ideas que, seguramente, no habría pasado de ser un perfecto desconocido o, como mucho, de ser tratado como uno de tantos individuos curiosos, por lo grotesco, entre los estudiosos del pensamiento reaccionario español, si no fuera porque esas mismas ideas resultaron ser las inspiradoras de una religión política en cuyo nombre se han empuñado las armas, cometiéndose todo tipo de crímenes, se ha alimentado por generaciones el odio a España y se ha sostenido un fanatismo que oscurece la inteligencia y aproxima la acción política al ejercicio del poder con vocación totalitaria.

Tenía que ocurrir... La predicción hegeliana que Karl Marx recuerda en la que es quizás su obra más memorable -El 18 Brumario de Luis Bonaparte- vuelve a ser corroborada. «Hegel dice en alguna parte -señala Marx- que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal se producen, como si dijéramos, dos veces...»; y añade que la primera adopta la forma de una tragedia, y la segunda la de una farsa. Tal vez debiéramos, en nuestro caso, invertir los términos, pues farsante es aquel personaje que dedicó su pluma a redactar «escritos absurdos sobre batallas medievales contadas con el rigor de un novelón decimonónico», a ofrecer una «visión esperpéntica y racista de España» y a «encontrar neologismos que alejasen el euskera del castellano», tal como ha destacado el profesor Antonio Elorza en su reciente obra La hora de Euzkadi. Y farsa es su biografía de amante exclusivo de la patria y de la caza de fieras; de lector de libros de leyendas y de converso a «la verdad de la patria bizkaína»; de frustrado oligarca que no pudo emular ni a su abuelo ni a su padre, y ser alcalde de Abando pues esta anteiglesia se había anexionado a Bilbao en 1879, o acudir a Guernica como apoderado en las Juntas de Vizcaya tras la abolición foral de 1876; de racista, paranoico e imaginario perseguido por «el maketo recién llegado que todo ha destruido», según escribe en un poema de 1897; de misógino que oculta su dificultad para relacionarse con el sexo femenino en la descalificación de éste -«la mujer es vana, es superficial, es egoísta, tiene en sumo grado todas las debilidades de la naturaleza humana», dirá ese mismo año- y que, arrastrado por su beatería, sólo consintió en desposar con «una sencilla y humilde aldeana de la anteiglesia de Sukarrieta, ... hija menor del caserío Arbina, del cual fue natural la abuela de San Antonio de Padua», y ello tras haber comprobado previamente, con obsesión xenófoba, que «son ya 126 los apellidos de mi futura esposa que tengo hallados, todos ellos euskéricos», según cartea a uno de sus seguidores en el final del siglo; de gafe que, pese a tal exhibición de pureza de sangre, casi sin haber llegado a Amorebieta, enferma en su viaje de novios a Lourdes y pasa en esa ciudad francesa la que describe como su «luna de mierda» en carta del 10 de noviembre de 1900; de protomártir detenido y encarcelado -aunque por poco tiempo- por la ridícula acción de haber enviado en 1902 un telegrama elogioso a Theodore Roosevelt por su apoyo a la insurrección cubana; y, en fin, de olvidado por su viuda que, un tiempo después de su muerte el 25 de noviembre de 1903, se casó con un marino de Mundaca, aunque las malas lenguas, no se sabe si de filiación nacionalista o conservadora, hicieron correr la leyenda de que Nicolasa Achica Allende acabó sus días amancebaba con un guardia civil.

Tenía que ocurrir y ha ocurrido. El segundo acto de esta historia se perfila con aires de tragedia. La religión política fundada por Sabino ha dado fruto un siglo más tarde y expresa todas sus aspiraciones redentoras en el plan Ibarretxe, verdadero preludio de la independencia, de la secesión añorada por quienes creyeron en aquel mensaje maniqueo de «ideas escasas pero duras como piedras», en el que lo único «que cuenta es el antiespañolismo justificado en términos estrictamente racistas» (Antonio Elorza). Otra vez la observación de Marx se hace cierta: «Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen arbitrariamente bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo circunstancias directamente dadas y heredadas del pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos». Y así, como expresó Jon Juaristi en un poema que ahora evoca con cierta vergüenza por su carga exculpatoria de los hombres de su generación que se vieron arrastrados, en su radicalidad, por el nacionalismo, las preguntas de por qué algunos de ellos murieron jóvenes y de por qué mataron tan estúpidamente, sólo tiene una respuesta: «Nuestros padres mintieron: eso es todo».

Segundo acto trágico porque el plan Ibarretxe busca extraer el definitivo rédito político de más de tres décadas de terrorismo y se asienta así sobre los cadáveres de centenares de asesinados, las lesiones de miles de heridos y los estragos de incontables destrucciones del patrimonio personal y social de las víctimas causadas en el nombre de la patria vasca. Ibarretxe nos dice ahora con claridad meridiana que el final de esa cadena de atentados y crímenes -un final que él ni siquiera puede garantizar- tiene el precio político de dar la razón a las aspiraciones secesionistas que ya enunció Sabino, que heredaron todos los nacionalistas, fuera cual fuera su afiliación, y que ETA puso en el frontispicio del ejercicio de la violencia. Nos dice también, de manera implícita, que, lejos de la inocencia, esas víctimas fueron culpables -así, en abstracto, sin que se sepa qué ley conculcaron- y nos insta al silencio a quienes un día tras otro, cada uno a la nuestra, las recordamos dolorosamente. Y, de esta manera, hace virtud del ejercicio de la impiedad, del sarcasmo contra los que cayeron, de la burla de sus deudos, del silencio ante tanto sufrimiento; impiedad, sarcasmo, burla y silencio que han acabado por impregnar, enfermándola, a una gran parte de la sociedad civil en el País Vasco, dando así materialidad al miedo y haciendo de éste una fuente esencial del ejercicio del poder.

Acto trágico también porque ese plan no es un mero proyecto sujeto a discusión, sino que se acompaña de una insurrección contra el sistema constitucional, lo que se expresa en el sistemático desprecio de las instituciones, en la búsqueda de su descrédito y en el desacato a las legítimas decisiones adoptadas por sus órganos administrativos y judiciales. Y ello, con actitudes y argumentos que más recuerdan a los prolegómenos de la instauración de regímenes fascistas o totalitarios, que a los de las revoluciones democráticas. Esa insurrección no ha dado más que sus primeros pasos -como ejemplifican Atutxa con su desobediencia a las sentencias del Tribunal Supremo, la consejera de economía al tratar de impedir la liquidación del cupo o el lehendakari al extralimitarse de sus competencias e inaugurar embajadas en otros países o firmar tratados internacionales-, pero nada excluye que se vaya mucho más lejos -según han anunciado tanto Ibarretxe en México como Zenarruzabeitia en Vitoria- y entonces sea imprescindible apoyar e imponer las disposiciones del Estado mediante el ejercicio de la fuerza.

Sabino Arana falleció hace ahora un siglo. Con su muerte debiera haberse desvanecido también su pensamiento. Pero no fue así. Mas vale, por ello, que, aún tardíamente, sus ideas acaben enterradas con sus huesos allá en el cementerio de Pedernales, frente al paisaje eternamente cambiante de la desembocadura de la ría de Guernica, entre Chacharramnedi y Laida, de donde nunca debieron haber salido.