Fascismo y comunismo

El mes pasado se cumplieron diez años de la muerte de Leszek Koakowski, uno de los más agudos críticos del comunismo. O del socialismo o del marxismo, que tanto da para los más agrestes. Ahí está su monumental repaso en tres volúmenes, Las principales corrientes del marxismo, desigual pero con capítulos extraordinarios, entre ellos algunos que hacen digeribles a autores de prosa oscura y exposición descabalada, tan propicios a la ilusión de profundidad (uno echa a faltar un capítulo sobre Benjamin a ver si finalmente pilla el busilis que tantos valoran). Joven promesa del Partido Comunista polaco, en 1966 es expulsado del partido y en 1968 de la universidad, año en el que acabó por recalar en el All Souls College de Oxford, donde permanecería hasta su muerte, siempre cultivando una filosofía con afán de claridad, de precisión en las palabras y de limpieza en los argumentos, como corresponde al mejor quehacer analítico anglosajón, con una importante diferencia respecto a lo que es común en esa tradición: no orilló los asuntos importantes ni tampoco las escaramuzas (En Revista de Libros pueden encontrar un sabio repaso de su quehacer de la mano de Julio Aramberri).

Entre las escaramuzas sobre grandes asuntos destacó su polémica en 1973 con el historiador marxista E. P. Thompson, autor de La formación de la clase obrera en Inglaterra (1963), un clásico (poco marxista) de la historiografía, a quien vapuleó en un magnífico -y divertido- trabajo Por qué tengo razón en todo. Buena parte del debate se refería a si no cabía otro socialismo posible al que realmente cuajó, a si la aspiración a realizar el socialismo era inseparable inevitablemente del totalitarismo o si, por el contrario, la deriva estalinista había que achacarla a circunstancias históricas, al viento sucio de la historia, que diría Salinas.

El mismo año de su muerte, en una interesante entrevista de Pura Sánchez Zamora publicada en la revista de FAES, volvió sobre el asunto. La entrevistadora le preguntaba acerca de un intercambio epistolar entre François Furet y Ernst Nolte (1994) en la que, a cuenta de la valoración comparada entre fascismo y comunismo, el historiador francés había argumentado la superior perversidad del fascismo. La opinión de Furet no era baladí. En 1995 había publicado Le passé d'une illusion. Essai sur l'idée communiste au XXe siècle, obra en la que abordaba su particular caída del caballo después de años de militancia comunista. Entre otras cosas, aquel trabajo desmenuzaba los motivos por los cuales gran parte de la intelectualidad de izquierda europea había ignorado la verdadera naturaleza del régimen soviético. Una ignorancia, a su parecer, voluntaria, impropia de quienes tienen la obligación moral de fundamentar responsablemente sus convicciones. Hay que situarse en la atmósfera intelectual de la historiografía francesa para hacerse cargo del enorme coste político y personal que Furet asumió al publicar aquel ensayo.

Pues bien, en su respuesta el filósofo polaco confesaba estar de acuerdo con Furet: "Uno puede etiquetar a ambos como 'totalitarismos'; pero el racismo, la creencia en la superioridad de una nación y el intento de destruir físicamente otras naciones por entero -naciones enteras, como los judíos en tanto que raza- y reducir a esclavitud a las así llamadas 'razas inferiores', todo eso fue la idea nazi. Uno no puede decir que el estalinismo hiciera lo mismo o algo similar; no fue similar. Por supuesto que el estalinismo fue espantoso, pero no fue lo mismo (...). La ideología leninista-estalinista, aun cuando sirvió de instrumento a tanto terror y tanta esclavitud, estaba llena de eslóganes humanistas. La ideología de Hitler no lo estaba. En consecuencia, la ideología nazi se hallaba mucho más cerca de la realidad nazi que la ideología comunista de la realidad comunista. La ideología comunista y la realidad comunista estaban considerablemente alejadas: todo era una gran mentira. Sin embargo, en el nazismo, esa distancia entre ideología y realidad era casi inexistente. Los nazis dijeron lo que querían conseguir".

La réplica más inmediata, y más común, ante opiniones como las de Furet y Koakowski acude a la aritmética, a la contabilidad de muertos. Esa fue la tarea abordada con paciencia de agrimensor por Stéphane Courtois, editor del El libro negro del comunismo: crímenes, terror y represión (1997). Según sus cuentas, el comunismo sería responsable de cerca de cien millones de muertos. El número ha sido objeto de discusiones, algunas de detalle empírico, y en las que la posición ideológica no siempre es la que cabría anticipar (así, la monumental investigación en el caso del Gran Salto Adelante, Tombstone, fuente fundamental de los muertos chinos, fue realizada por un periodista comunista, Yang Jisheng), y otras de principio, por problemas metodológicos no muy diferentes de los que impiden agavillar cualquier asesinato de una mujer a manos de un hombre bajo la etiqueta "violencia de género": no todo crimen realizado por un comunista o en una sociedad comunista era un crimen realizado en nombre del comunismo.

En todo caso, por más que se ajusten las cifras, si el debate se desarrolla en ese terreno, no caben dudas acerca de la superior maldad del comunismo. La duda es si ese es el terreno donde se dilucida la perversidad ideológica. Después de todo, resulta perfectamente imaginable una ideología consustancialmente satánica, cuyo único principio sea acabar con la especie humana que, por impotencia o inutilidad de sus cultivadores, nunca se lleve a la práctica. Y no creo que los críticos del comunismo le atribuyeran menos maldad si, por un descarrilamiento en el tren blindado, Lenin no hubiera llegado a San Petersburgo y el bolchevismo nunca hubiera triunfando. Debemos prevenirnos antes de establecer relaciones biunívocas entre ideologías y prácticas políticas. No debemos olvidar el famoso mensaje de Madame Roland en la Plaza de la Revolución un 8 de noviembre de 1793 instantes antes de colocar su cabeza bajo el cepo de la guillotina: "¡Oh, Libertad!, ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!". Ni tampoco, por cierto, el mal rollo de algunos pasajes bíblicos que tan escaso margen dejan a la fraternidad universal, por más que se estiren las interpretaciones con apelaciones al lenguaje figurado.

El propio Koakowski en un texto de 1977, Las raíces marxistas del estalinismo, había perfilado el debate y sus exactas preguntas. Allí, a pesar de reconocer que «Marx nunca escribió nada respecto de que el reino socialista de la libertad consistiría en el gobierno despótico de un partido», defendía la tesis de que el socialismo inexorablemente estaba vinculado al totalitarismo, de que "todo intento por aplicar los valores básicos del socialismo marxista tendería a generar una organización política de características indudablemente análogas a la estalinista".

A mi parecer, el filósofo polaco, no excesivamente competente en teoría social, aunque realizaba las preguntas correctas, no atinó con su respuesta. Demasiado rotunda para los argumentos aportados. Me quedo con otra, de uno de los más exquisitos filósofos políticos de los últimos cincuenta años, Gerald A. Cohen, catedrático en Oxford, en el prólogo a un libro que coedité, con Roberto Gargarella, que tenía precisamente por título, Razones para el socialismo: "¿Deberíamos concluir que lo que creíamos que era bueno, la igualdad y la comunidad, en realidad, no era bueno? Tal conclusión, aunque es una a la cual se llega frecuentemente, es una locura. Las uvas pueden estar realmente verdes, pero el hecho de que la zorra no las alcance no nos demuestra que lo estén. ¿Deberíamos concluir, en cambio, que cualquier intento de producir este bien particular debe fracasar? Sólo si pensamos que sabemos que ésta era la única forma de hacerlo posible, o que lo que hizo fracasar este intento hará fracasar cualquier otro, o que, por alguna( s) otra( s) razón( es), cualquier intento fracasará. Creo, en cambio, que no sabemos ninguna de estas cosas".

Si las cosas son de ese modo, la diferencia, la importante diferencia, entre fascismo y comunismo radica, en su presentación más abrupta, en la elegida barbarie en los fines del primero y la resignada barbarie en los medios. Por supuesto, eso no excluye la posibilidad de que la barbarie en los medios, la que, por ejemplo, lleva a levantar campos de reeducación para forjar hombres nuevos, pueda resultar, de facto, más cruel que la barbarie en los fines. Eso sí, la crueldad de los fines no contempla ni siquiera las dudas, sobre todo, si, como sucede con el fascismo, se combina con la barbarie en los medios.

Los socialistas que no han abandonado el compromiso racionalista defienden que la barbarie de los medios no es inevitable, que no hay una contradicción insuperable entre los ideales de la revolución francesa, que no otra cosa es el socialismo, y las instituciones llamadas a su realización radical. Algunos esperamos que no exista esa contradicción.

Pero también sabemos que la expresión de un deseo no es un argumento.

Félix Ovejero es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona. Su último libro es La deriva reaccionaria de la izquierda (Página Indómita).

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