Feble figura blanca

Por Ramón Trillo Torres, presidente de la Sala Tercera del Tribunal Supremo (ABC, 08/07/06):

El gran converso inglés al catolicismo en el siglo XIX, John Henry Newman, se pasó la mitad de su vida octogenaria en Oxford, primero estudiante, después profesor y clérigo anglicano. Sólido temperamento religioso, invirtió mucho de su tiempo haciéndose la pregunta de cuál sería la verdadera Iglesia, aquella en la que él podría encontrar la salvación de su alma. Al final dio el temible paso en la Inglaterra victoriana de su conversión al papismo, porque estudiando el cisma donatista -una especie como de puritanos del primer cristianismo del norte de África- entendió que la Iglesia Católica buscaba y establecía sus verdades y dogmas de forma más parecida a como lo había hecho la Iglesia antigua que como lo hacía la Anglicana; y por eso, fiel a su nueva conciencia, se le vino abajo el a la vez heredado y adquirido recelo inglés a la autoridad papal, en la que acabó declarando que su mente había encontrado la seguridad y la fortaleza de la «soliditas Cathedrae Petri».

Newman pagó altos precios terrenales por su cambio de Iglesia. Piénsese que en la Inglaterra de la época los católicos ni siquiera podían graduarse en Oxford o Cambridge, porque era condición necesaria e inexcusable para obtener el grado jurar previamente los Treinta y Nueve Artículos de la Religión, que contenían la interpretación anglicana de la fe y los sacramentos, y el Acta de Supremacía, que consagraba la primacía del Rey en las cuestiones de religión. En todo caso, un censo no menor que se vio obligado a pagar fue el de tener que internarse ya cuarentón en el Seminario de Propaganda FIDE que los jesuitas regentaban en Roma con mano severa. Hombre de buen apetito pero regular gastrónomo, cuando estaba en el continente añoraba la enjuta comida inglesa. Ya cardenal, continuó hasta su muerte viviendo en su querido y brumoso país, como un mínimo sacerdote de la Congregación del Oratorio, que había fundado en el siglo XVI aquella ardiente brisa de caridad y de gozo que transitó por el mundo con el nombre de Felipe Neri.

Una feble figura blanca, vestida de cándida veste talar y diz que calzada con zapatos de Prada, ocupa hoy la misma Silla de Pedro que a Newman le dio tanta paz, solidez y seguridad de espíritu. Un anciano de cuerpo no robusto y de faz viva y algo aniñada, que soporta la carga formidable y única de sentirse y pensarse Vicario de Cristo en la Tierra. Un peso infinito a ningún humano transferible, con nadie compartible en su núcleo más sustancial, de modo que parece que si, como le llegó a acontecer al mismo Cristo, en algún momento alcanzase a sufrir la angustia de escuchar el imponente silencio de Dios, la sensación de vacío eterno, de soledad y de abandono, tampoco él podría hallar más consuelo que el de repetir las palabras de Aquel que se presenta en la historia como única justificación y origen de su extraordinario oficio:
-Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Precisamente el Ratzinger teólogo, al hablar del Sábado Santo, del día de la «muerte de Dios», que es tiempo al que se refiere la afirmación bíblica de que Cristo «descendió a los infiernos», identifica este descenso no tanto con una posible estancia en un lugar de ultratumba como con la idea de que «la médula de la pasión no es el dolor físico, sino la soledad radical, el abandono absoluto», el abismo de la soledad del hombre, que pienso que allá en la cima sentirán con especial intensidad los Papas, si en su mente asoma alguna vez la presencia de la duda.

La generación de los españoles que nacimos en tiempos inmediatos al final de la Guerra Civil, en los años cuarenta, recibimos mayoritariamente una educación religiosa intensa, constante y unívoca, en la familia y en el colegio, que tenía una naturaleza fundamentalmente apologética, acrítica, en la que las verdades y prácticas que se nos transmitían en casa eran avaladas en su plenitud en los estudios oficiales, primarios y secundarios, con una gran frecuencia prestados por órdenes e instituciones religiosas, católicas, naturalmente. Este ambiente de certeza, recibido desde la infancia y avalado por una vigencia social generalizada y abrumadora, impidió que en muchos de esa generación las eventuales dudas de fe encauzasen su mente hacia una cierta profundización de las verdades que hasta entonces habían formado parte de su visión del ser humano y su destino; más bien, de la misma forma que habían aceptado sin mayores inquisiciones el relato religioso que habían recibido de niños, un buen día, sin más, lo aparcaron o simplemente lo abandonaron, inermes de cualquier base racional sobre el mismo y por eso no dispuestos a constreñir su conducta, a sacrificar sus deseos, a los mandatos que imponía la creencia recibida.

Algunos, quizá los más inquietos o los más marcados, como Newman, por un temperamento religioso o aterrorizados ante la perspectiva de la finitud de la vida y, por eso, del propio ser, o simplemente curiosos de lo infinito, merodearon puntual y ocasionalmente por los campos de la Teología, del saber de Dios, a ver si en ella podían hacerse con algo del magro de racionalidad que no les había sido dado en su formación religiosa. De sus merodeos, algunos de los más aprovechados volvieron con una doble impresión. La primera, que por muy superficial que sea el acercamiento, la Teología cristiana enseguida trasluce la realidad de un soberbio esfuerzo de la imaginación humana, de la capacidad de la inteligencia, del espíritu del hombre, para formular suposiciones y para levantar construcciones ciclópeas sobre el cimiento de lo incomprensible, de lo que la razón no puede agotar y por eso necesita de otros instrumentos también humanos para completar el edificio mental, digamos la fe, la limpia literatura, la poesía. La segunda, que este formidable esfuerzo viene marcado por un método que, como una permanente y luminosa línea azul que le da sentido, busca la integración plena, ontológica, del acontecer humano en el explícito mensaje divino de los textos bíblicos y que se expresa en el hecho del secular intento teológico de encastrar el ánfora rebosante de espiritualidad, misterio y escatología del cristianismo en el soberbio, magnífico, espléndido vasar de la filosofía griega.

Este hercúleo esfuerzo, que no tiene solución de continuidad con el debate sobre la compatibilidad de ciencia y religión, encuentra uno de sus más sólidos artífices en el actual Pontífice, lo que explica que en sus escritos aluda lo mismo a la visión matemática del mundo de los pitagóricos que a las manifestaciones y decires de la más moderna Física y Biología, para hacer que todo entre en la concepción del Dios bíblico personal, el Logos que todo lo ha pensado, creado y amado y que dotó a todas y cada una de las personas de un destino individual de libertad y de salvación eterna, marcados por la afirmación más arriesgada, la más difícil de racionalizar, la de que lo acontecido en el Gólgota constituye el centro de la historia.

La envergadura cósmica de la construcción, su compleja estructura intelectual, su profunda huella en la historia de Occidente y de la civilización en general, no impide que incluso en sus aspectos más alentadoramente humanos rezumen del ánfora las gotas de lo extraño. Hans Küng, al preguntarse por el anhelo del hombre sobre una justicia divina final, trae a colación los versos estremecedores de Heine:

¿Por qué se arrastra sangrante y mísero,
bajo el peso de la cruz el justo
mientras feliz en lo alto del caballo
trota cual vencedor el malo?

A esta pregunta contestaría la promesa de que Cristo, en el final de los tiempos, «ha de venir a juzgar a vivos y muertos», pero aquí se cruza otro complejo tema, el de la gracia, don divino, y el de la responsabilidad de cada uno por las propias obras. Un mundo inaccesible, al que Ratzinger hace frente con las palabras bíblicas que sosiegan al aterrorizado justiciable: «No temas, soy yo», le dice el Cristo Juez al vidente en el inicio del Apocalipsis.

Mundo extraordinario, construcción refinadísima, venero moral fecundo, siquiera como referencia, capacidad orientadora para millones de hombres, certezas no discutidas y atención constante al mundo, mundanidad y política, caridad con los más desvalidos de la tierra, todo y mucho más sobre los hombros de la feble figura blanca que nos visita en una Valencia de luto.