Federalismo con salida

Por J.M. Ruiz Soroa, abogado (EL CORREO DIGITAL, 25/06/06):

Puede resultar paradójico, pero lo cierto es que la estabilidad de un modelo aquejado de tensiones internas y demandas irresponsables de expansión infinita, como lo es desde hace tiempo el sistema territorial español, aconseja dotarle de una válvula de sobrepresión. La única forma de estabilizar un sistema de convivencia es, en ocasiones, implantarle una puerta de salida para los que no deseen mantenerse dentro. En términos más políticos, lo que aquí se reivindica es la regulación de la posibilidad de secesión de partes del territorio nacional. Pero, atención, una regulación que debería discutirse y establecerse en su caso en el ámbito general español, en el centro común del sistema federalizante que poseemos. Nunca bilateralmente.

Esta idea, me apresuro a adelantarlo, no equivale en absoluto al reconocimiento de un pretendido derecho de autodeterminación, que prácticamente todos los textos y práctica internacional considera inaplicable fuera de situaciones coloniales o de grave conculcación de los derechos humanos. Tampoco responde a un ingenuo democratismo radical (como el que exhibe alguna fuerza política) que cree que la regla decisional mayoritaria puede resolver los conflictos sobre los límites de un pueblo. Porque, como ha sido autorizadamente puesto de relieve (Robert Dahl, Juan J. Linz), la regla decisional mayoritaria no sirve para fijar el ámbito correcto del demos desde el momento en que su operatividad presupone a fortiori un demos ya constituido. No es el federalismo de libre adhesión de Izquierda Unida (algo bastante absurdo, puesto que los españoles llevamos ya siglos adheridos), sino el federalismo con salida. Una idea que recoge las consideraciones prudenciales que latían en el dictamen emitido por el Tribunal Supremo de Canadá en 1989 y que podrían resumirse diciendo que, si bien no existe en una federación un derecho unilateral a la secesión, tampoco puede en términos democráticos ignorarse la aspiración sostenida y constatable a la separación de una parte del conjunto, por lo que tal posibilidad debe ser regulada.

Se ha discutido ampliamente (A. Buchanan, C. Sunstein, W. Norman) sobre la conveniencia o no de constitucionalizar la secesión, según se entienda que ello podría significar un acicate de demandas secesionistas o más bien precisamente un freno para ellas. Me inclino por esta última opinión, sobre todo en el concreto caso español: una regulación general de la separación, en mi opinión, pondría fin a la utilización chantajista de la amenaza velada de la secesión como medio para forzar la apertura indefinida del sistema territorial. Porque ésa es la realidad, que el fantasma de la secesión se utiliza como chantaje argumental por algunos nacionalismos. Y que es la negativa a afrontar la secesión como posibilidad normal lo que hace posible esa extorsión y la consiguiente distorsión imparable del sistema autonómico. Regular la posibilidad de salida serviría, probablemente, para poder establecer un sistema territorial más racionalizado y equilibrado y, sobre todo, para establecerlo en forma multilateral (constitucional), desde el momento en que permitiría afrontar las demandas de asimetría o de 'estatutos a la carta' con firmeza: 'éste es el sistema territorial y éstos son sus límites, si no le gustan puede irse; lo que no puede es mantener una reivindicación unilateral permanente de cambio utilizando la amenaza de que, si no se le concede, se irá'.

Lo que se propone responde también a una preocupación más inmediata y concreta: la de que el Gobierno se ha embarcado en un proceso que va a conllevar, en un cierto momento, afrontar y negociar las demandas nacionalistas vascas del derecho de decisión. Una discusión y negociación (no nos engañemos, la negociación tendrá lugar fatalmente en algún momento del proceso) que se desarrollará en el marco más inadecuado y desfavorable posible: en un marco estrictamente bilateral (tema sólo vasco) y además condicionado por la constricción terrorista (la posibilidad de volver a las armas). Y si el marco es inadecuado, la agenda es peor aún: por la sencilla razón de que la propuesta del denominado derecho de decisión es una forma subrepticia e insidiosa de introducir el de secesión a largo plazo, camuflado de momento como un derecho a decidir unilateralmente el sistema de relación entre Euskadi y España. Pues bien, esta preocupante posibilidad se superaría exitosamente con sólo trasladar el debate al marco general y regular la posibilidad de secesión en términos claros.

Puede parecer que esta idea es pura política-ficción en un momento político español como el actual, caracterizado por una confrontación exasperada y brutal entre socialistas y populares. Y, sin embargo, la opinión pública española acogería con mucha más naturalidad la discusión nacional sobre esta materia que la posibilidad de que se discuta bilateralmente, sobre todo con quienes están manchados por la violencia terrorista.

La regulación general de la posibilidad de secesión nos sacaría además, en palabras del maestro F. J. Laporta, de la trampa en que nos ha metido el curso de los acontecimientos, unido con la imprudencia de unos y la desvergüenza de otros. Es decir, en la ratonera ideológica consistente en que, por defender la Constitución, acabamos por parecer como los que hurtamos a todo un pueblo su derecho a decidir libremente su estatuto político. No puede seguir sucediendo que los que creemos de verdad en el constitucionalismo aparezcamos como antidemócratas.

Por otro lado, y esto es ya una apreciación personal, creo que la admisión de la posibilidad de secesión no debiera causar ninguna preocupación seria sobre la desmembración o desintegración de España. Un rasgo presente en las elites políticas españolas, ya desde tiempos de Cánovas del Castillo, ha sido el de desconfiar de la vigencia del sentimiento nacional en los españoles, creer que la debilidad del nacionalismo español en el Estado decimonónico, unido a su perversión y extravío en el nacional-catolicismo franquista, significa algo así como una debilidad congénita del deseo de los españoles de vivir políticamente unidos. Estoy seguro de que la oferta libre y sincera de la secesión a quien (de verdad) la desee demostraría que ese deseo tiene mucha más pujanza de la que aquellas elites creen. Demostraría, como pedía hace meses L. D. Ispizua, que España es también una idea valiosa.