Federalismo, órdago y muerte dulce

Por Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez Martín, ex subsecretario del Ministerio del Interior (ABC, 03/01/06):

LA historia de todos los Estados federales registra momentos centralizadores y momentos en los que, por el contrario, las entidades federadas refuerzan su posición. Con frecuencia, esas oscilaciones forman parte de la biología normal de los sistemas federales y derivan de un uso inteligente de los resortes y de las potencialidades que son propios del federalismo. Frente a un determinado desafío histórico, una federación puede expandir sus poderes y hacer crecer su envergadura financiera y administrativa; y puede también, en otras circunstancias, contraerse y preferir que las entidades federadas asuman mayor protagonismo en algunas materias. Un ejemplo clásico de centralización federal es la que tuvo lugar en EE.UU. durante la presidencia de Roosevelt, y que fue el resultado de los esfuerzos nacionales necesarios para aplicar el «new deal» y superar la gran depresión, y luego para vencer en la II Guerra Mundial. Un caso reciente del fenómeno contrario es el «nuevo federalismo» mediante el que Reagan pretendía realzar el papel de los estados y adelgazar a la federación.

En realidad, estas transformaciones son neumáticas y no afectan a las líneas maestras del sujeto político transformado, pues le permiten adaptar su geometría para capear mejor las distintas coyunturas nacionales e internacionales. Son cambios mediante los cuales el sistema federal se perpetúa en el tiempo; movimientos pendulares de un mecanismo bien regulado, donde el péndulo no sobrepasa un arco determinado y sirve para que el reloj funcione y no para que se descomponga. Por supuesto, los procesos que se han descrito generan discrepancias entre centro y periferia, pero son conflictos cuya resolución no altera el equilibrio del sistema. Es propósito del este artículo proyectar este esquema histórico y conceptual sobre nuestro Estado de las autonomías y analizar las reveladoras diferencias que resultan.

¿Cabría decir, en este sentido, que la crisis planteada por el proyecto de nuevo Estatuto para Cataluña, y que tendrá su continuación con el surgimiento de algún isótopo del plan Ibarretxe, no es sino una oscilación que puede reconducirse al ancho cauce de la Constitución sin ruptura del sistema? Tres obstáculos fundamentales hay que impiden una respuesta positiva a la pregunta. Los tres tienen que ver con posiciones muy arraigadas de los nacionalismos vasco y catalán; y los tres nos alejan, desgraciadamente, de todo lo bueno que el modelo federal ofrece en esta materia.

El primero consiste en la negación de la hipótesis misma de la oscilación pendular. Los nacionalistas no conciben más variación en las competencias autonómicas que la que consiste en su acrecentamiento. Cualquier reforma centralizadora, por parcial y justificada que fuera, se vería desde el nacionalismo como una auténtica herejía política. Desde este punto de vista, y a diferencia de lo que ocurre en el federalismo, nuestras vías de reasignación de competencias tienen una sola dirección, con lo que, de entrada, el mecanismo está descompensado.

El segundo obstáculo deriva de una concepción que parece haberse instalado en la cultura política de muchas Comunidades, y según la cual la consecución de una transferencia de competencias estatales es en sí misma un éxito. Con arreglo a esta noción de la «transferencia-trofeo», un balance político autonómico es positivo cuando puede mostrar una abultada cuenta de parcelas de poder obtenidas a costa del Estado. Paradójicamente, lo que la gestión regional consiga luego hacer con esas competencias importa mucho menos. Las Comunidades compiten para obtener mayores atribuciones, pero en cambio hay pocos datos de una auténtica rivalidad interautonómica en la prestación de mejores servicios al ciudadano. También aquí nos alejamos de las categorías federales, y muy en particular del llamado «federalismo competitivo». En EE.UU., los estados se enorgullecen de actuar como laboratorios en los que se hacen experimentos económicos y sociales que, cuando tienen éxito, se copian en los demás, se difunden por toda la unión y llegan incluso a incorporarse al derecho federal.

Aquí no son muchos los síntomas de tan saludable competición. Decir esto no significa desconocer lo mucho y bien que las Comunidades han legislado y administrado en los últimos veinticinco años. Se trata de subrayar que el análisis crítico y comparado de los resultados de las políticas públicas de los distintos gobiernos autonómicos no ha sido el centro de gravedad del debate territorial en España. El foco de atención se ha concentrado en las galerías de trofeos competenciales, obtenidos tras excursiones venatorias a Madrid, con lo que la lógica del sistema impone el aumento indefinido de las transferencias. Nada más alejado del modelo federal, cuyo seguimiento en este punto exigiría que la medida del éxito político pasara a ser la buena gestión; y exigiría también que algunos dirigentes autonómicos abandonaran la conducta del cazador-recolector para adoptar la del agricultor, de modo que pudieran dedicarse sobre todo a cultivar su jardín.

El tercer obstáculo es el peor, y en su descripción entra la terminología del mus que ayuda a titular este artículo. Sabido es que una partida de mus se puede ganar bien echando un órdago, es decir, envidando las cuarenta piedras de una vez (o treinta, en caso de regir el hecho diferencial vasco); bien consiguiendo llegar a esa cifra mediante envites parciales. Cuando este último fenómeno ocurre se habla de la «muerte dulce» de la pareja perdedora, aunque, como escribe Mingote, suele ser todo menos dulce. Pues bien, se diría que los nacionalismos soberanistas han llegado al convencimiento de que esta segunda estrategia es la que mejor conviene a sus fines. De ahí la relativa prudencia con la que ERC se comporta durante la tramitación del proyecto de Estatuto: se trata de un objetivo parcial, pero de esencial consecución, porque trae consigo un buen número de piedras y aun de amarracos. Es obvio que este planteamiento resultaría contrario a la lealtad federal menos exigente.

Recapitulando: transferencias de una sola dirección, transferencias indefinidamente crecientes que constituyen el objetivo primordial de la acción política autonómica, transferencias como pasos intermedios para la consecución de fines inconstitucionales. Este es el preocupante contexto del proyecto de Estatuto catalán. Quien quiera defender el proyecto, que no busque argumentos en el campo federal porque, como hemos visto, no encontrará ninguno.