Feijóo no es Sánchez, pero necesitará algo más para ganar las elecciones

Alberto Núñez Feijóo, en un congreso del Partido Popular. Europa Press
Alberto Núñez Feijóo, en un congreso del Partido Popular. Europa Press

A veces se tiene la sensación de que, en la política española, que en esto puede no ser muy distinta de la de otros países, sólo caben dos situaciones: la rutina o el disparate.

O se asaltan los Congresos o se aburre hasta a las moscas.

Es algo que no debería ser así. Sobre todo porque buena parte de la vida común de las sociedades contemporáneas es bastante poco rutinaria. Las cosas cambian mucho de un año a otro, no digamos en décadas. Pero la política española no acaba de encontrar una senda de crecimiento similar y de futuro atractivo.

La rutina y el disparate son alternativas que van por barrios, y que no siempre se sincronizan en los predios de la izquierda y la derecha. En general, nuestros partidos fingen una imperturbabilidad que no tienen, actúan como si nunca pasase nada o como si su historia particular estuviese repleta de aciertos.

Y cuando cometen un disparate, enseguida lo convierten en rutina, como si el artista de circo que se rompe los huesos en una caída quisiera hacernos creer que en eso consistía la gracia de su actuación.

El PSOE viene siendo presa del disparate desde que Sánchez decidió que, en su plan de resistencia, había que volar los cimientos de Ferraz y convertir su actuación en una negación continua de lo que se acababa de prometer al respetable.

Los electores se acostumbran al disparate como el oído se conforma con el rock duro o la música dodecafónica, de la que decía Baroja que era como serrar madera. Tal vez exageraba. Pero el PSOE tiene una gran habilidad para convertir sus debilidades en virtudes honorables y, cuando tiene que depender de quien le rebanaría el cuello si pudiera, sabe disfrazarlo de altruismo y afán de concordia.

El PP carece de esa destreza y ha hecho de la rutina una virtud casi legendaria. Su comportamiento más común es como el de un príncipe heredero. Alguien seguro de que le llegará la hora y de que, aunque le duela la tardanza, ha aprendido a hacer de la espera una fórmula invencible con cuyo concurso lo único que cree necesitar es no cometer errores en exceso memorables.

Es decir, lo que recomendaba Rajoy: "No meterse en líos".

A diferencia de la época de Aznar, ya muy lejana, en la que su líder se empeñó en tener un proyecto, el PP de ahora parece convencido de que le basta con sentarse a la puerta a ver pasar el cadáver de Sánchez. Un entierro que es seguro que no figura en los planes del resiliente residente de la Moncloa.

El PP no se limita a esperar. Sería injusto suponerlo. Es muy hábil subrayando los enormes errores de Sánchez, es implacable con su uso del Falcon y ha prometido ser mucho más exigente con los nepotismos y las amistades a nada que le dejen tocar el BOE. Esto es, no deja de dar signos de que su Gobierno será un gran bien para España.

Pero la verdad es que no invierte demasiadas energías en explicar qué es lo que pretende, tal vez por temor a que un Sánchez sin escrúpulos le copie el programa, como ha hecho con la reciente bajada del IVA de los alimentos básicos.

¿De qué deriva la tendencia a la rutina en los partidos, su escasa propensión a imaginar proyectos atractivos y explicarlos, y su caída en la monotonía?

Los partidos piensan que comprometerse es mal negocio porque, una vez en la Moncloa, no les va a resultar fácil mover el timón con agilidad ni atreverse a modificar un rumbo distinto al que lleva la nave del Estado, como solía decirse.

Eso los obliga a fiar su fortuna en el desprestigio del rival. Pero, al actuar de tal modo, no suelen caer en la cuenta de que sólo son capaces de acompañar en el cabreo a los muy convencidos, con el riesgo inherente de que estos no siempre son suficientes para lograr el ansiado propósito.

En el caso del PP, es bastante llamativa su incapacidad para explicarse lo que les ha llevado a perder millones de votos y que ha dividido su espacio electoral, como mínimo, en tres sectores. Hasta tal punto que, cuando hablan de "recuperar la unidad del centroderecha", dan la impresión de que esperan que tal fenómeno acontezca con la mecanicidad con la que se suceden las estaciones del año. Sólo que este supuesto evento está resultando más esquivo de lo conveniente.

Ahora, por ejemplo, el PP dice que sus puertas están abiertas a los dirigentes del casi extinto Ciudadanos. Es decir, van a incorporar a sus filas a los líderes que han hundido un partido que, en su momento, parecía una gran promesa.

El método es un poco paradójico. Es como si un equipo de fútbol deseoso de emular los éxitos de un rival, en lugar de fichar a sus jugadores, se dedicase a fichar a sus espectadores, a ver si metían algún gol desde la grada.

La rutina exige huir de los sobresaltos y, a su vez, requiere ambigüedad. La última explicación que se le ha oído a Feijóo sobre cuál va a ser su relación con Vox ha pretendido ser un ejemplo de ambigüedad bien calculada, pero me temo que se le haya podido ir la mano.

Feijóo aseguró que él no haría coalición con Vox, si se puede evitar. Pero hasta a un gallego se le entiende que sí lo haría si no es capaz de evitarla. Por ejemplo, si esa fuera la condición esencial para llegar a Moncloa, con el argumento de la necesidad de desalojar a Sánchez.

Aparte de comunicar lo que no querría decir, la declaración del líder del PP tiene dos efectos inmediatos.

Primero, el cabreo de Vox, y hay que suponer que de algunos de sus votantes, al verse presentados como algo indeseable. Segundo, por confirmar la idea de que hasta Feijóo da por hecho que tendrá que contar con ellos.

Suponer que se va a conquistar el voto de cientos de miles de electores, si no millones, del centroizquierda (exvotantes de Ciudadanos y de Sánchez) al tiempo que se va de cabeza a un pacto con Vox equivale a afirmar que se van a atar dos moscas por el rabo. Es muy verosímil que esa no sea la fórmula ideal para ganar unas elecciones, y puede que eso sea lo que Feijóo insinúa al decir que él hará lo que pueda por evitar a Vox.

El fondo del asunto está en que la apuesta por avanzar al trantrán para llegar a Moncloa exige no decir nada sobre lo que se piensa de Vox. De momento, el PP no está preparado para decir que no dormiría por la noche si tuviese que gobernar con Vox. Pero como no duerme es pensando si esa tabla de salvación que insinúan ciertas lecturas de algunas encuestas no será, en realidad, una trampa para monas.

El actual presidente tardó el tiempo de un suspiro en abrazar al teórico objeto de sus pesadillas cuando vio que era la única manera de alcanzar la investidura. Pero lo hizo porque, al margen de su extrema capacidad para decir digo donde había dicho Diego, enseguida fue capaz de pergeñar un plan de Gobierno, de convertir el fantasma de Frankenstein en la dulce figura de Blancanieves, y en eso estamos.

Sánchez pudo engañar a unos cuantos durante la campaña, pero es evidente que sabía lo que iba a hacer si no obtenía los escaños necesarios para gobernar en solitario.

¿Sabe el PP lo que quiere para nosotros, qué planes tiene para España? Según parece, va a ser intransigente con la violencia de género y va a defender un bilingüismo cordial. Son propósitos admirables, pero tan oportunistas como irrelevantes para lo que debiera ser una alternativa nítida y atractiva.

¿Será suficiente? No lo parece.

En España, hay varios proyectos en marcha, como el del PSOE y el de los nacionalistas. Una entente que tiene mayoría en las Cámaras y que, pese a los infinitos disparates que ha podido hacer en estos últimos cuatro años, está casi a la par con el PP en las encuestas.

¿Lo sabe Feijóo? ¿Va a presentar un proyecto que sea algo más que una lista de los horrores cometidos por Sánchez?

El PP debería reparar en que hay rutinas temerarias.

José Luis González Quirós es filósofo y analista político. Su último libro es La virtud de la política.

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