Quizá los populares dediquen el domingo a celebrar la victoria en las gallegas, pero el lunes traerá consigo una invitación a meditar —entre otras cosas— la necesidad de estas semanas de agonía. De Artur Mas a Fernández Mañueco, en los últimos años hemos visto demasiados derrapes como para no sospechar que los adelantos electorales los carga el diablo. Con el adelanto en Galicia, Feijóo buscaba más bien repetir la jugada de Ayuso: demostrar no ya que hay liderazgo, sino que el PP está en la remontada y Sánchez en la cuenta atrás. Ahí, las gallegas eran el mejor modo de cicatrizar el trauma de julio. Eran, también, la manera más simbólica de dejarlo atrás: a La Moncloa se llega desde el Obradoiro. Y, por supuesto, eran la vía más segura: algunos dan por hecho que el PP gobierna Galicia como si fuera una tradición o un endemismo. La victoria, de paso, debía hacer valer un mensaje ante esos barones que a veces ensombrecen a su primus inter pares: gobernará Rueda, pero quien vence es Feijóo. Como Moreno Bonilla o como Ayuso.
El ilusionismo en política suele revestirse de una racionalidad geométrica. Galicia, en efecto, era lo único que tenía el PP cuando ni siquiera era PP. El mal recuerdo de la legislatura entre PSOE y BNG no ha hecho más que fortalecer ese amarre. En el propio Feijóo no extraña la querencia. En Galicia, año 2009, se convirtió de gestor incoloro en caballo ganador y, de paso, picó el billete de Mariano Rajoy a La Moncloa. En la misma Galicia, en 2019, Feijóo supo hacerse el deseado. Cuando, en 2022, emprende la peregrinación inversa hacia Madrid, llega revestido de una autoridad suprema: un rosario de mayorías absolutas y la clave para bloquear a Vox y Ciudadanos.
Si Madrid iba a fallarle en sus primeras elecciones, Galicia, en cambio, nunca le ha fallado. Las encuestas —hasta hace poco— respondían. Uno puede pensar que, tras el sabor a ceniza del 23-J, los populares se hubieran reconducido, en materia de sondeos, a una prudencia ignaciana: “Haz las cosas como si todo dependiera de ti”. No ha sido el caso. Seguramente se gobierne en Galicia, pero se gobernará con números peores y tras unas semanas de erosión y espanto. Adelantar las gallegas ha implicado, desde siempre, un éxito menos dulce de lo catastrófico que sería el fracaso: se gana seguir igual o peor, pero lo que se puede perder es insondable. Ante todo, porque no es lo mismo perder que, como en el caso de Feijóo, perder en casa. E incluso si se gobierna hay motivos para la perplejidad: echar un órdago para quedarse uno, en el mejor caso, como está.
El día a día de la campaña, además, no ha avanzado por la vía geométrica esperada. Las encuestas se estrechan. El soberanismo gallego, antaño ineficiente por bronco, está ampliando base con una candidata sobre la que cuesta proyectar miedos: será soberanista, pero se vende como un nacionalismo con suavizante. Y con atractivo para un electorado que nunca ha probado esa carta nacionalista que, en otros lugares, tan buenos resultados da frente a Madrid. Con la licuefacción del PSOE ya se cuenta: una renuncia creciente a sus posiciones específicas para contentarse con ser facilitador necesario de mayorías antifas.
Tener una presidenta soberanista en Galicia sería una novedad en la España autonómica y una melancolía para quienes se definen constitucionalistas. Para el PP sería una conmoción. Galicia le ha aportado siempre un extra de legitimidad: una nacionalidad histórica, con identidad fuerte, con bilingüismo, sin problemas con la derecha nacional. Tanto en el Estado autonómico como entre los populares, Galicia es una historia de éxito: la transformación del viejo lamento rosaliniano en esa sabia mezcla de tradición, futuro y bienestar que ciframos en el Galicia calidade. La posibilidad de perder el Gobierno es real: el PP debe ganar con unos números dignos de Obiang, y aun así solo gobernará por la fragmentación de una izquierda adicta a comer izquierda.
Sería ideal limitar la lectura de las autonómicas a cada autonomía, pero son los propios partidos quienes quieren un voto en clave nacional cuando tal vez los ciudadanos están más atentos a las listas de espera. Es llamativa, en todo caso, la nueva hornada de errores en campaña: el PP vive un buen momento contra Vox, podía esperar a un rejonazo en las europeas; se ha castigado vanamente con semanas de angustia. Esto se suma a movimientos complicados de explicar: el sí pero no de la disolución de partidos, el mediador europeo, la contradanza con Junts. Casado se debe de sentir reivindicado.
El centroderecha tiene muchas moradas: el PP gallego, sin perder la comunión con Génova, siempre funcionó independiente. Es, por tanto, una excepción justificada por unas victorias capaces de acallar a quienes lo han visto a la vez demasiado nacionalista y demasiado tecnocrático. Pase lo que pase el domingo, Feijóo siempre ha obrado para el largo plazo: no hay un Gobierno en la sombra, pero está más concurrido que nunca su comité de dirección. Aun cuando se gane en Galicia, pasar de una mayoría apoteósica a un estado de ansiedad va raspando el enorme crédito que trajo. De momento, más vale rezar para que el único líder conservador sepultado en Santiago sea el apóstol.
Ignacio Peyró es autor del diccionario de cultura inglesa 'Pompa y circunstancia', 'Comimos y bebimos' y los diarios 'Ya sentarás cabeza'. Se ha dedicado al periodismo político, cultural y de opinión. Director del Instituto Cervantes en Londres hasta 2022, ahora dirige el centro de Roma. Su último libro es 'Un aire inglés'.