Felipe, el gran jugador de billar

Cuando se murió José Avello, a mediados de febrero, me conjuré para dedicarle un artículo. Había escrito en el 2000 una novela larga y desencantada, que imagino ya estará fuera de los anaqueles. Era asturiano de Cangas del Narcea, pero ni hablé ni me carteé con él jamás. Aseguran que la gente de Cangas del Narcea es muy especial, baste decir que su fiesta por excelencia se denomina la Descarga: un ejercicio de pólvora que explota en breves minutos y que consume toneladas de explosivos, mientras la gente llora de emoción.

José Avello, apenas una necrológica en algún diario señalando su condición de profesor en Madrid y cuyo hecho más notorio en la vida había sido construir una novela, insólita, con los personajes y los ambientes del Oviedo de la transición en decadencia, que se dedicaban a liquidar las exiguas fortunas familiares, comer bien, por supuesto, e iniciar unas partidas de billar interminables, aderezadas con una tortilla de patata a la que no le faltaran unos boquerones para adornar. Lean a Rosa Montero, Javier Marías, y tutti quanti, pero es difícil que encuentren un libro como Jugadores de billar de José Avello. Su novela empieza donde termina el Leopoldo Alas Clarín, y su La Regenta. Con ese beso al sapo, que aún hoy llena de estupor a cualquier lector sensible.

¡Qué sarcasmo! Jamás hubiera podido hacer esta explícita dedicatoria a un individuo al que no conocí y que como asturiano de pro, fue parco en literatura. ¡Qué sarcasmo! De no ser por Felipe González jamás hubiera logrado meter a José Avello y sus Jugadores de billar en un artículo.

Aseguran que la palabra carambola, que es la base del billar, nació en Asia, como casi todo, y fue variando de karamanga” a carambola gracias a esos discretos cinceladores de la lengua que son los portugueses. Pero fíjense en el detalle, igual que el ajedrez es un juego de señores con talento, el billar siempre fue considerado algo más vulgar, para clases subalternas. Soy un detestable jugador de billar desde mi nada tierna adolescencia; de esos que un señor con bigote que controlaba los billares y los futbolines, que iban parejos, decía con la voz de trueno de antiguo guardia civil: “Chaval, cada rajadura en el tapete la pagarás cubriéndola con monedas de a duro”. Es decir, que no tengo evocación alguna al billar como veterano del taco, la banda y la cabaña, terminología veterana de uno de los juegos más hermosos y brillantes que he conocido en mi vida. Porque si el ajedrez es el cálculo y la estrategia, y la base matemática, en el billar está la física unida a la intuición de saber encontrar el punto del eje de una bola que la haga capaz de avanzar, golpear, retroceder, girar, dar en la banda y quedarse quieta como un hielo. Esa bola que la gente cree que es de marfil y que dejó de serlo hacia 1940. ¿Qué importa, si se trata de un instrumento en manos de un artista? ¿Acaso no fue el canario Millares quien descubrió la brutal fuerza estética de una arpillera?

Así sucedió, como si se tratara de una revelación para un hombre como yo absolutamente incompetente para la sensibilidad de un jugador de billar –debo añadir que me refiero “al de bandas” y no al “americano”, tan popularizado por el cine–. Y entonces pensé en él. Llevaba tiempo dándole vueltas. Felipe González había pasado de líder político de un partido muy significado a gurú de todas aquellas cosas que jamás se le habían ocurrido en otra época, pero que ahora las asumía con esa franqueza y tranquilidad de quien se acerca a la mesa de billar, y sabe que concita todas las miradas y las ansiedades, mientras agarra el taco, va a la esquina a recoger la tiza, ese azul que se difumina y que se concibe en todo gran jugador de billar como una especie de diálogo entre el destino y él, entre la seguridad en sí mismo y el riesgo a fallar aunque sea una vez. Sin prisa, para que quede bien impregnada la punta del taco y sea perceptible hasta el golpe virginal que romperá el encanto entre el talento y la responsabilidad. La última oportunidad de demostrar lo que somos. Un gran jugador de billar. Una fortuna.

Al saber que Felipe González se iba a Venezuela para apoyar a los opositores a ese hombre por mal nombre Maduro. Un espectáculo, el de un líder español, “el joven socialista Felipillo”, que se partía los calzones con Carlos Andrés Pérez (CAP, así conocido en sociedad, como si fuera una empresa; uno de los saqueadores más importantes que tuvo Venezuela, con larga tradición en ese ámbito como demostró el dictador Pérez Jiménez, al que logró sacar buenos millones hombre tan hábil en este campo como Camilo José Cela). La exhibición de un profesional del billar veterano con el taco y la carambola. La derecha venezolana, no digamos la hispana, se conmovía, contemplándole en ese papel de Mandela sevillano, apoyando a una oposición hacia la que él, si no fuera por sus recientes conexiones económicas, no tendría nada que hacer ni que decir.

González fue muy bueno manejando el taco y la bola. Tuve el privilegio de verle en directo prácticamente desde que empezaba su racha de éxitos, en aquel congreso de truhanes que jugaban a clandestinos en el 76... Allí estaba todos para apoyar a la gran promesa del billar a bandas: Willy Brandt, Mitterrand, Mario Soares, Olof Palme… Tengo un recuerdo muy vivo de Carlos Altamirano, del socialismo chileno, uno de los políticos más incompetentes que he conocido, con permiso de Joan Raventós. Altamirano era a la sazón un defensor de la lucha armada, lo que sonaba como una trompeta de Händel en un concierto de Boccherini.

Me he puesto a repasar la historia de Felipe González a partir de este insólito y muy premeditado viaje venezolano. Siento por el manguta de Madero un desprecio absoluto pero conozco algo, por historias del pasado, a los opositores que el gran jugador de billar va a defender, y la verdad es que no sé a qué carta quedarme. Nadie tiene derecho a encarcelar a la oposición, ni siquiera nuestro Fernández Díaz, que de seguir así nos acabará sancionando, expulsando y deteniendo a todos, a menos que su propio miedo le haga contenerse. Un ministro del Interior cobarde es una ventaja ciudadana.

¿Qué fue la jugada de la OTAN, antes y después de las elecciones, sino una carambola a varias bandas? ¿Y la selección de partenaires –el gran jugador nunca tuvo colaboradores, porque el taco no se presta nunca a nadie– Guerra, Boyer, Solchaga, Damborenea, Belloch y aquel modesto paleto, el juez Garzón, haciendo el ridículo, y liquidado en un sencillo golpe seco de taco? Creó unas mesas de ministros donde nadie tenía ni idea de lo que eran las carambolas. Convocó a los intelectuales más selectos del momento que estaban tan descoloridos como la tiza azulete. Les hizo hombres, reconozcámoslo, les hablaba de grandes temas y ellos, que se sienten humillados por la escena, estaban encandilados ante aquel prodigio sevillano que no le interesaba la ubicación del estrecho de Ormuz, cosa que repetía Suárez a cada visitante, pero que tenía ese sentido del jugador de muchas horas y de acercar las bolas a la cabaña para al final poder quedarse con el ganado. Felipe González fue el gran jugador del billar político de la segunda mitad del siglo XX hispano y acabará por convertirse en buda, legendario consultor, y hasta académico, que ya andan por ahí proponiéndole los que tanto le deben.

Los jugadores de ajedrez, los buenos, disfrutan de un alto concepto de sí mismos. Y es lógico, porque tienen un cerebro que discurre de otra manera que el nuestro y por eso los consideramos paranoicos, pero el gran jugador de billar es aparentemente muy modesto, ni siquiera se comporta como un croupier de gran casino. Ellos se dedican con cierto aire de desgana a medir las esquinas de la mesa, observar al biés al adversario, se vuelven ricos, algunos, y la bola feliz del billar que hace cabriolas sobre el tapete, lo achacan a la casualidad. No hay nada menos casual que el billar, ni siquiera la banca.

Gregorio Morán

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