Felipe VI en el laberinto español

Desde el pasado 20-D estamos asistiendo a una incapacidad de los políticos españoles para dialogar que ha abochornado hasta al más indiferente. Ha habido ruedas de prensa y entrevistas a los distintos líderes en periódicos, televisiones y radios, prácticamente todos los días y frecuentemente varias en el mismo día en diferentes medios de comunicación al mismo dirigente. Han dicho una cosa por la mañana, otra al mediodía y se han contradicho doblemente por la noche. Han posado sentados y erguidos. Se han dado la mano, han sonreído y paseado por los pasillos del Congreso o las calles aledañas. Han encontrado tiempo para reunirse con sindicatos, empresarios y con las asociaciones más diversas; lo han hecho también con discreción y en secreto, muy dudoso al ser divulgado poco después para reconocimiento de la mayoría y particular regocijo de los que ven demostrada la teoría de que en España los secretos son imposibles. Todo lleno de imágenes, palabras, sonrisas pero sin ninguna idea. La falta de límites, la exageración, la falta de empatía, la incapacidad para superar siglas y egoísmos personales nos ha mostrado un espectáculo mostrenco, sin altura de miras.

Felipe VI en el laberinto españolEn la mayoría han primado los cálculos más rácanos, la salvación personal o la consolidación, siempre jugando a la baja, de liderazgos cuestionados internamente. Ninguno de los dos primeros partidos nacionales ha realizado una reflexión sobre sus pobres resultados electorales. El primero, petrificado por la voluntad de su líder, ha esperado a que el resto fracase, en una estrategia inquietante y oscura que no promete tiempos mejores si al final le corresponde gobernar; no han contemplado nunca desde el 20-D ninguna solución que no pase por ver a su candidato en la presidencia del gobierno. El segundo, en contraste divertido, no ha parado de moverse en todas las direcciones si exceptuamos la más razonable, buscando su propio futuro, escaso cuando tengan tiempo para reflexionar sobre unos resultados electorales que han dejado hace ya un tiempo de ser adversos por una coyuntura. Uno ha tenido todo el tiempo necesario para reflexionar sobre las razones que le han llevado a ser un compañero de viaje incómodo para todos, pero no lo ha hecho; el otro, sin tiempo para pensar, ha puesto todas sus ilusiones en objetivos imposibles, sin importarle los dictados de la razón o de la conveniencia del país o de su propio partido. Nunca han sido tan maltratados los dos grandes partidos, el electorado que les apoya y la sociedad en general. Al fin y al cabo, la convocatoria de unas nuevas elecciones supone que los políticos son los que examinan a la sociedad y nos dan una nueva oportunidad para no volvernos a equivocar como lo hicimos a su juicio el 20-D; hasta ese punto ha crecido su arrogancia.

Ya aparecen voces que nos piden no exagerar si tenemos que volver a votar, se multiplicarán por doquier durante las próximas semanas y puede que la tensión de las futuras elecciones nos dulcifique el recuerdo de estos últimos cuatro meses. Pero no es bueno bajar el nivel de exigencia, no es conveniente perder la capacidad de indignarnos. Hubo un tiempo en el que los políticos fueron capaces de renunciar, de interpretar los intereses generales, de conducir a sus votantes y a sus afiliados a las posiciones moderadas y posibilistas, que son desde luego aburridas, pero son las que impulsan periodos de progreso para las sociedades que tienen la suerte de disfrutar de esas políticas pactadas y de esos políticos dispuestos a dar un paso atrás, a renunciar a sus programas máximos. Hubo un tiempo, y no hace mucho que lo vivimos, en el que un líder era capaz de dimitir cuando se consideraba un problema para el país o renunciaba a liderar su partido por no encontrar respaldo a su línea ideológica; hubo quien fue capaz de comprometer su vida política a dos legislaturas, poniendo fecha a su presencia en la vida pública. Santiago Carrillo renunció a toda la estrategia del PCE para legitimar desde la izquierda un proceso de transición en aquel momento dudoso, sin seguridades y que terminó postergando a su organización a una posición ancilar en la política española. Felipe González participó en todas las políticas de consenso con la derecha española que propiciaron el periodo más peculiar de nuestra historia reciente y Adolfo Suárez ofreció pactos y acuerdos a la izquierda sabiendo que esa política supondría que una gran parte de los que fueron sus amigos o compañeros le dieran la espalda. Eran otros tiempos, pero no son un sueño, fueron una realidad que hoy malgastan con palabrería y sectarismo sus sucesores.

¿Ninguno de los actores políticos ha estado a la altura de las expectativas que impone su representación institucional? Creo que han sido tres las figuras que no han defraudado a los que representan. Pablo Iglesias 'jr'. ha sido coherente con sus objetivos desde que le conocemos: consiguió un magnífico resultado en las primeras elecciones a las que se presentó y desde esa carta de presentación ha desembarcado con todas las artes del entrismo comunista en IU, dejando a esta organización con un pie en el cementerio y con otro en la duda existencial; desde las elecciones generales procura obtener la primogenitura de la izquierda española, con la ayuda inestimable de un Partido Socialista infantilizado y con un complejo de inferioridad que se nota en cada una de sus posiciones políticas. Sus votantes no deberían pedirle más en tan poco tiempo. Rivera ha desembarcado en Madrid desde Barcelona y nadie puede dudar, sin caer en un análisis parcial, de su esfuerzo por impedir unas nuevas elecciones y por conseguir un gobierno apañado, presentable. Tampoco se le puede pedir más a Ciudadanos, con un número de diputados innecesario matemáticamente pero que lo han convertido en imprescindible para conseguir en estas circunstancias un gobierno digno de tal nombre.

Pero por encima de todos creo que el Rey Felipe VI ha sido la figura más destacada de estas calamitosas semanas. Su padre tuvo un 23-F para enraizar en la sociedad española. En un acto valiente y digno, con la lectura de aquel famoso comunicado nocturno, fue capaz de convocar a todos los españoles en la defensa de la democracia, y sobre aquella acción fue construyendo su figura pública. Siendo un acto valiente y digno, fue también fácil e instintivo; al fin y al cabo se trataba de elegir entre los tanques o la libertad, entre Europa y el mundo o el enclaustramiento, entre el pasado o el futuro... no era muy complicado saber qué hacer. Otra cosa distinta era tener el valor de hacer lo que se tenía que hacer y Juan Carlos lo hizo. Además el acto de reafirmación democrática tuvo su dosis de valor y como bien sabemos, los españoles siempre hemos preferido el valor a la inteligencia, los reyes que iban a la batalla han sido distinguidos con nuestra simpatía sobre los reyes prudentes o que se recluían en su despacho. Siendo la tierra de la Fiesta de los Toros no había ni hay otra elección, siempre nos ha atraído lo extremo, lo corajudo, los desplantes; postergando la moderación, la discreción, y la prudencia -sería para otro artículo analizar cómo entran en este canon peninsular los nuevos dirigentes de Podemos-.

A Felipe VI ¡gracias a Dios!, no se le han presentado los problemas de una manera tan extrema, tan clara; no se le ha exigido un acto de valor, tan admirado por los españoles. Ha sido todo más complicado y el elogio viene provocado por su contención, por su decisión de mantenerse alejado de las pretensiones de los partidos, que en algún momento lo han querido condicionar para servir a sus intereses; y todo ello sin dejar de llevar a cabo su papel constitucional. Rajoy renunció por sorpresa a una investidura a la que pudo presentarse con los diputados de Ciudadanos si hubiera salido de su madriguera, Sánchez se presentó a la investidura con los apoyos de Ciudadanos y la voluntad de salir del Congreso de los Diputados siendo el líder del PSOE, y el Rey mientras tanto estuvo en su sitio, soportando algunas invectivas que le situaban en posiciones partidarias. Cuando pocos de los que influyen se han desenvuelto adecuadamente en su papel, el jefe del Estado lo ha hecho durante estos últimos meses sin alharaca ni exageraciones institucionales, con discreción y prudencia. Los que son monárquicos pueden estar satisfechos con la gestión del Rey, los que eran juancarlistas pueden dejar de serlo y los republicanos tienen la suerte de tener un Rey que ha entendido su papel institucional. Tal vez su labor haya sido lo único elogiable de todo lo sucedido estos últimos meses.

Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación Libertad y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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