Felipe VI no sueña con Alcalá-Zamora

Ahora que se habla tanto del papel constitucional de Felipe VI, hay quien ve en la decisión regia una salida a este bloqueo institucional provocado por vetos y personalismos, a esta imposibilidad de los dirigentes de los partidos de encontrar una solución a un Parlamento tan dividido.

No hablan de “borbonear”, sino de la creencia de que un jefe del Estado con mayor libertad en la designación del jefe del Gobierno, sin ataduras a mayorías parlamentarias, podría desbloquear la situación. No siempre es así, como enseña la Historia, ya que la gobernabilidad y la estabilidad del régimen recaen en el comportamiento responsable de las élites y en el desempeño correcto de sus funciones institucionales, como vio el sociólogo Juan Linz cuando estudio las democracias de entreguerras. Un ejemplo es el ejercicio del poder presidencial que hizo Niceto Alcalá-Zamora durante la Segunda República.

El equilibrio institucional de 1931 estuvo mal diseñado. Se intentó un régimen parlamentario pero con características del presidencialismo, al estilo de la Constitución alemana de 1919. Los redactores del proyecto constitucional republicano, dirigidos por Jiménez de Asúa, priorizaron la figura del jefe del Estado, al que consideraban, como en la Europa de su tiempo, el eje de un necesario intervencionismo político y social.

El presidente de la República podía disolver las Cortes y nombrar libremente al jefe del gobierno, quien debía luego someterse a la confianza del Parlamento. Pero el jefe del Estado sería elegido por las Cortes, no por elección directa del pueblo; un despropósito. De esta manera, el régimen combinaba el presidencialismo subordinado al Legislativo, con el gobierno parlamentario dependiente del Ejecutivo; una “posición intermedia”, como señalaron Solé Tura y Eliseo Aja ya en 1977, que no funcionó. Eran unos errores justificados en la idea de que Alfonso XIII había usado sus prerrogativas de forma arbitraria, y de espaldas a la voluntad del pueblo.

El sistema dio gran protagonismo al jefe del Estado, es decir; cuanto más sólida era la mayoría parlamentaria, menos intervención había del presidente de la República. En consecuencia, Alcalá-Zamora intervino cuando los gobiernos eran zarandeados por las Cortes, las coaliciones fallaban, o los líderes eran cuestionados, lo que fue muy habitual desde la crisis del gobierno republicano-socialista en 1933. Pero además, Alcalá-Zamora manipuló la vida política, provocó crisis, cambió gobiernos, hundió liderazgos y partidos para cumplir su objetivo: “centrar la República”.

El debate en febrero del 33 sobre los sucesos de Casas Viejas –la represión de un alzamiento anarquista– mostró la incomodidad de los socialistas con los republicanos de izquierdas, y afectó a la coalición gubernamental presidida por Azaña. Las elecciones municipales de abril descubrieron la quiebra y el deterioro de las formaciones que apoyaban el gabinete, y Alcalá-Zamora provocó una crisis en junio. Besteiro, Indalecio Prieto y Marcelino Domingo no consiguieron reunir una mayoría parlamentaria. Alcalá-Zamora se entrevistó entonces con Martínez Barrio, del Partido Radical, la oposición, para ver si podía formar un gobierno de “pasacalle”; esto es, que aprobara los presupuestos y convocara elecciones municipales. No fue posible, y Alcalá-Zamora se lo encargó en septiembre a Lerroux, jefe de los republicanos radicales, que no tenía mayoría parlamentaria.

La oposición de Azaña y Prieto fue muy dura. Lerroux anunció entonces su intención de dimitir, pero Besteiro, presidente de las Cortes, le obligó a asistir a la votación de la moción de confianza que perdió. El propósito de Alcalá-Zamora era hundir a Lerroux, que no estaba en su mejor momento, y al Partido Radical, que se había derechizado. Así lo insinúa Martínez Barrio en sus Memorias.

El gobierno de éste último convocó elecciones y el resultado fue la victoria de la derecha, seguida por los radicales, que subían, la reducción de los socialistas a la mitad, el descalabro de los republicanos de izquierda, y la aparición de partidos minúsculos. Alcalá-Zamora tachó en sus Memorias a aquellas Cortes de “fernandinas” y las “más reaccionarias que ha habido”.

Estos resultados electorales animaron a Azaña, Marcelino Domingo, Casares Quiroga, y Negrín a presionar a Martínez Barrio, jefe del gobierno, para que suspendiera la reunión de las Cortes, constituyera un Ministerio de izquierdas, y repitiera las elecciones. Alcalá-Zamora supo de estos manejos, y no hizo nada. En su obsesión por controlar a las derechas, se opuso a la ley de amnistía para los golpistas de 1932, por lo que presionó para que se devolviera el texto a las Cortes. Firmó la ley, pero envió una larga nota a la Cámara con sus opiniones contrarias. Gil-Robles, jefe de la CEDA, ofreció entonces a Lerroux sus votos para destituir a Alcalá-Zamora, pero éste no aceptó. Gil-Robles escribió al respecto en sus memorias que se perdió ahí la posibilidad de “eliminar a uno de los elementos más perturbadores de la política española”.

El radical Samper, sin grandes apoyos, formó gobierno en abril de 1934. Las izquierdas estaban preparando ya un levantamiento para forzar a Alcalá-Zamora a que lo cesara, y nombrara uno de republicanos y socialistas. Era “rectificar la República”, decían. Así se produjo la revolución de octubre del 34. La decisión presidencial de incluir a la CEDA para que hubiera mayoría parlamentaria sólida fue la excusa. Alcalá-Zamora fue muy permisivo con la actitud golpista de las izquierdas, y demasiado sensible hacia los casos de corrupción de los radicales.

En su idea de “centrar la República”, que se traducía en dar el poder a las izquierdas, sacar a la CEDA y hundir a Lerroux, provocó una crisis de gobierno en diciembre de 1935 con la excusa de la corrupción –el caso del Straperlo-. Dio entonces el poder a Portela Valladares, que no era diputado ni reunía mayoría parlamentaria. Alcalá-Zamora pensaba que podía crear un nuevo partido de centro con sus intromisiones.

La violencia generada en plenas elecciones del 36, que llevó a la huida del gobierno de Portela Valladares, la resolvió Alcalá-Zamora nombrando a Azaña presidente del gobierno, el 19 de febrero, antes de saber los resultados oficiales, de que tuviera lugar la segunda vuelta, y en medio de un debate terrible sobre la limpieza del proceso electoral. Este gobierno minoritario le devolvió “el favor” destituyéndolo en abril del 36, en un procedimiento de dudosa constitucionalidad. Alcalá-Zamora rehusó la oferta de algunos militares para conservarlo en el poder y evitar la guerra civil.

En conclusión, Alcalá-Zamora no entendió el desprecio de la izquierda a la democracia parlamentaria y a las elecciones. No se comportó como un poder moderador ni inclusivo. Creyó que la República, como Salmerón en 1873, era propiedad del centro y de la izquierda. La CEDA aceptó las reglas de juego republicanas, aunque estuviera a disgusto, un comportamiento opuesto al de Azaña y el PSOE. Alcalá-Zamora, así pues, no respetó a partir de 1933 el espíritu ni la letra de la Constitución, ni el papel que debía representar como presidente ni el parlamentarismo.

Se aprovechó de la “doble responsabilidad” gubernamental –ante las Cortes y ante él como presidente-, como ha escrito Stanley G. Payne, para manipular la política y liquidar líderes. Es más; intrigó entre los jefes de los partidos para dividirlos, debilitar a los radicales y a la derecha, y aumentar su propia influencia. Su injerencia fue mucho mayor que la de Alfonso XIII antes de 1923.

El mal comportamiento de Alcalá-Zamora en el ejercicio de sus funciones como Presidente de la República, referente institucional básico como poder moderador y pacificador, coadyuvaron al fin del régimen. Algo muy distinto del papel desempeñado hasta la actualidad por Felipe VI. Luego, la responsabilidad en el equilibrio institucional y la gobernabilidad, como en la Segunda República, están en manos de las élites políticas.

Jorge Vilches es profesor de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.

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