Felipe VI: un mensaje para el cambio

Al margen de las que provienen de parte interesada, no se comprenden bien las críticas al discurso navideño de Felipe VI. Administrar dosis de gravedad tan hondas con el optimismo necesario para animar a la voluntad requiere mucha inteligencia política.

En los tiempos convulsos y dicotómicos que corren, debería producirnos una cierta tranquilidad saber que alguien que, en principio, va a desempeñar durante muchos años un papel tan destacado en la vida pública española, profesa tan firmes convicciones sobre el proyecto ilustrado, que, a fuer de apostar por la ciencia y la globalización, continúe haciendo progresar a la sociedades, paliando las desigualdades que el desarrollo de la libertad genera; algo todavía tan caro a la mayoría de los ciudadanos europeos, pero en serio riesgo de recesión.

El distanciamiento del Rey con los populismos y las políticas identitarias de uno y otro signo, han quedado patentes, probablemente con una rotundidad como nunca antes. También insistió, cómo no, en el hecho de que los derechos y libertades que disfrutamos los españoles, no han caído del cielo, sino que han sido conquistados a sangre y fuego, y que tienen su fuente y garantía no solo en nuestra Constitución, sino en la nación española que la historia y el destino han forjado a lo largo de los siglos y que hoy mezquina y puerilmente cuestionan algunos.

Hay, no obstante, motivos para estar francamente consternados también. La importancia que otorga en su bien expuesto artículo mi amigo Javier Castro-Villacañas a la figura del Rey no se corresponde con la realidad. Por utilizar la terminología de Dalmacio Negro, el rey de 2020 no es el monarca de 1978.

El que fue artífice de la Transición y atesoró una autoridad incuestionable y verdadero poder, hoy no es más que un mero representante del Estado en el protocolo internacional y sancionador de leyes en el interno. La ultima ratio, como expresión schmittiana de la soberanía, ya no reside en el Palacio de la Zarzuela desde hace años. La prueba es que Juan Carlos I pudo parar el golpe de Estado del 23-F con una llamada telefónica y Felipe VI, ni poniendo todo su empeño, ha sido capaz de enderezar la situación tras el 1-O, treinta y seis años después.

La novedad, no obstante, se encuentra en un mensaje que el Rey ha querido transmitir a los ciudadanos más perspicaces. Como apunta Castro, pero precisamente por lo contrario, es decir, por su impotencia, Felipe VI advierte que las investiduras se dirimen única y exclusivamente en el Parlamento, lo cual es rigurosamente cierto. Que los parlamentarios hayan sido cooptados por las cúpulas de los partidos políticos en orden a su fidelidad, y que los medios de comunicación hayan influido en la conformación de la hegemonía política y cultural para troquelar las conciencias de los ciudadanos que los votan son también hechos incontrovertibles.

Pero no es menos cierto que una vez en el Hemiciclo, de acuerdo al art. 67 de la Constitución, cada parlamentario puede votar lo que quiera. De ahí que su deseo de que el Parlamento español sea un reflejo de lo mejor de la sociedad civil, tan gráficamente plasmado en su discurso detallando minuciosamente las virtudes cívicas premiadas en la entrega de premios y la apelación velada a la voluntad de la sociedad civil instándole a promoverlo, sea, sin ningún género de dudas, lo más importante del discurso y de casi cualquier cosa que pueda hacer hoy el rey de España.

Felipe VI apela a la sociedad civil porque es plenamente consciente de que este Parlamento soberano vale hoy muy poco moral e intelectualmente. Y de este modo discreto une su decepción respecto a la clase política a la que muestran los españoles en cada encuesta de valoraciones. Sabiendo que, mientras la sociedad civil no reaccione, todo estará perdido. Por eso puso ejemplos tan extensos de generosidad, grandeza, procura del interés general, etc., de ciudadanos anónimos individuales cuya actitud él desea, pero no espera, que sea imitada por la clase política.

El Rey ha dejado clara su visión política. Ha mostrado su pesimismo inteligente por lo que ve. Frente a ello, ha mostrado su optimismo contraponiéndole el valor de la voluntad. No la suya, porque la sabe no soberana, sino del pueblo español, único capaz de cambiar las cosas. Y apela a él, y a su energía, mostrándole el camino del cambio muy claramente: ese Parlamento no representa los valores y las virtudes de la sociedad civil.

Lo que no dice, porque no es su función, es cómo debería producirse el cambio. Pero cualquier estudioso del poder, comenzando por Schmitt, sabe que este viene determinado por el modo en que se elige a la clase dirigente. Luego es la ley electoral el factor fundamental.

El Rey ha comenzado a atesorar más confianza en la sociedad civil, en “nosotros “, “en España”, y en el “carácter de sus ciudadanos” y la “fortaleza de su sociedad” que en las instituciones representativas actuales, de las que los ciudadanos también desconfían. Pero su desconfianza no tiene naturaleza populista que implique sustituirlas por procedimientos autoritarios y plebiscitarios, sino para exigir que puedan ser ocupadas por personas que representen fielmente los valores de la sociedad civil del siglo XXI.

El Rey comienza a entender que exigir grandeza a la clase política de un Estado de partidos resulta harto difícil. Las oligarquías jamás se han caracterizado por su magnanimidad, por su capacidad de esfuerzo y por su visión del interés general, pues dejarían de ser oligarquías.

Este ímpetu ha de venir desde fuera, pero no en la forma de un proceso constituyente como pedía García-Trevijano, de quien tanto Javier Castro como yo aprendimos tanta ciencia política; esa forma revolucionaria (pacífica pero revolucionaria) no es hoy la mejor vía hoy para realizar un cambio, por los riesgos que conlleva.

La vía son las reformas puntuales y la más importante, como decía Constant, es la de la libertad política. En concreto, un sistema electoral que posibilite la entrada en el Congreso de los valores cívicos que forman parte del ADN de la sociedad española, sistema que debería encontrarse a través de un gran consenso. Pero antes, se hace necesario demostrar esa auténtica voluntad de cambio, la cual, si no se mide en millones, no hará reaccionar a la clase política.

Lorenzo Abadía es empresario y analista político.

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