Felipe VI y el futuro de la Corona

Con la proclamación de Felipe VI como Rey de España el 19 de junio de 2014 comenzaba, según sus propias palabras, “el reinado de un Rey constitucional” dispuesto a “velar por la dignidad de la institución, preservar su prestigio y observar una conducta íntegra, honesta y transparente como corresponde a su función institucional y a su responsabilidad social”. El deterioro de la Monarquía en el momento previo a la abdicación del Rey Juan Carlos permitió tomar clara conciencia de que la impostura y la falta de una conducta virtuosa difícilmente se aceptarían ya en una sociedad sin pactos de silencio, ni instituciones protegidas por la impunidad. Desde este nivel de exigencia, parece obvio que el reinado de Felipe VI no sólo debe contemplar un impecable desempeño de las responsabilidades asumidas; también la dimensión personal está condicionada por la servidumbre que impone ser el titular de una institución de corte familiar sostenida con el presupuesto público.

Felipe VI y el futuro de la CoronaEl nuevo Rey también se comprometió en su discurso ante las Cortes Generales a encarnar “una Monarquía renovada para un tiempo nuevo”, convencido de que la actual forma de gobierno “puede y debe seguir prestando un servicio fundamental a España”. Parece razonable que el Rey siga creyendo en la utilidad de la Monarquía, sin embargo, lo verdaderamente relevante es poder contrastar, con quienes no votaron la Constitución, si también participan de esta misma convicción. Para afrontar este desafío con garantías ha sido imprescindible un ejercicio previo de renovación y regeneración, como el impulsado por la Casa Real, que contribuirá a construir la narrativa del nuevo monarca. Los elementos sobre los que dicho relato se asienta afectan, a nuestro juicio, a la dimensión personal e institucional de la Corona y, de forma particular, están condicionados por el llamado “efecto Letizia”.

Así, por lo que a la dimensión personal de la pareja real se refiere, el entonces príncipe Felipe esbozó el patrón que definiría su reinado en el momento en que declaró estar enamorado y convencido de que Letizia era la mujer con la que quería compartir su vida y formar una familia. La ruptura en España de una lógica matrimonial obsoleta introdujo una clara disrupción en el sistema que —más allá de las críticas que cosechó entre la tradición más rancia— requería ser testada. Superados algunos desencuentros en la pareja que generaron cierta tensión, la relación desprende la autenticidad suficiente para que la Familia Real recupere parte de su simbolismo.

La dimensión institucional del trabajo de los nuevos monarcas ha incorporado también cambios significativos en la forma de comportarse como reyes. Felipe VI ha respondido a lo que de él se esperaba en el ámbito del gobierno de su Casa y también en la función que constitucionalmente tiene asignada. De hecho, el nuevo Rey renovó los equipos de Zarzuela, limitó a lo imprescindible la configuración de la Familia Real, definió un código de conducta y profesionalizó su forma de trabajar. Además ha alineado sus discursos y las formas de proceder de la Corona a los intereses y preocupaciones de una ciudadanía castigada por la crisis y profundamente crítica. Más significativa, si cabe, ha sido la firmeza con la que ha revocado la atribución a su hermana del título de duquesa de Palma de Mallorca. Ahora, le corresponde al Rey evidenciar su poder consiguiendo la renuncia de los derechos dinásticos de quien no reúne las exigencias de honorabilidad que le permitiría conservarlos. Todos estos cambios, unido a la ausencia de errores significativos, han permitido recuperar para la Corona gran parte del respeto perdido en los últimos años.

El relato que da sentido a la actual Jefatura del Estado no se puede valorar en su justa dimensión sin prestar atención al armazón con el que Letizia está construyendo su papel de reina. De hecho, aunque los recelos y las críticas como princesa de Asturias nunca faltaron, como Reina el cambio ha sido notable y el reconocimiento a su labor no ha tardado en llegar. Letizia afronta con seriedad su trabajo de representación, evidencia criterio y actúa con determinación. Reivindica una agenda propia con contenido sustantivo que le permita fijar la atención sobre problemas concretos o visualizar logros como país. El reciente viaje a Honduras y El Salvador ha sido un buen ejemplo de lo que su presencia implica dado el interés mediático que despierta. Como reina consorte no disimula tener poder para influir en el Rey porque forma parte de su vida y porque el trabajo en equipo parece ser un estilo de afrontar la responsabilidad compartida. Algunos entienden que este posicionamiento de la reina constituye, en realidad, una mala praxis que desborda la propia arquitectura con la que la Constitución ha regulado la Jefatura del Estado. Quizás no les falte algo de razón a quienes así se expresan, pero realmente creemos que, de existir un problema, éste no está en la reina que representa un evidente valor añadido con el que la Monarquía parece dar respuesta a las exigencias de renovación impuestas por una sociedad profundamente descreída, sino más bien en la obsolescencia de la regulación constitucional de la Corona.

Un año después de la abdicación del Rey Juan Carlos podemos concluir que la Monarquía parlamentaria ha superado con éxito el relevo de su titular. Los nuevos reyes inauguraron una nueva etapa marcada por la necesidad de recuperar la legitimidad de ejercicio imprescindible en una institución de carácter hereditario que sufrió un proceso de profundo deterioro. Asumen esta misión unos Reyes distintos, que reinan para una sociedad diferente, en un contexto de plena estabilidad democrática pero sometidos al mismo marco jurídico desde 1978: una Constitución necesitada de actualización también en lo relativo al Título II. La aceptación de la actual Monarquía pasa por que sus titulares mantengan el buen desempeño de las funciones que les han sido atribuidas. Sin embargo, creo que el futuro de la Corona exige un esfuerzo añadido en una doble dirección: por una parte, urge actualizar el estatuto jurídico de la Corona para acomodarlo mejor al funcionamiento real de la institución y, por otra, parece ineludible garantizar a los ciudadanos la posibilidad de refrendar la que consideren mejor forma de gobierno para España. Soy plenamente consciente de que la iniciativa puede generar inquietud ante un mapa político en transformación que, aparentemente, dificulta el proceso de consecuención de consensos. No obstante, es precisamente este nuevo paradigma el que nos anticipa la amenaza de acomodarse al statu quo y aplazar la oportunidad de legitimar la monarquía parlamentaria a través de una reforma constitucional que resulta imprescindible. Los reyes han cumplido con su parte. Corresponde ahora al poder político afrontar la que es de su exclusiva competencia.

Mariola Urrea Corres es profesora titular de Derecho Internacional Público de la Universidad de La Rioja.

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