Felipe VI

Son una serie de coincidencias curiosas: de todos nuestros reyes, solo Carlos I había abdicado en la persona de su hijo, como ha hecho Don Juan Carlos. Las abdicaciones de Carlos IV y Fernando VII fueron forzadas; Felipe V volvió a reinar; a Isabel II la destronaron; Alfonso XIII se marchó. Carlos I había nacido fuera de España, Gante. Don Juan Carlos, en Roma. El emperador era un hombre jovial, extrovertido, amante de las armas, como Don Juan Carlos: desde una silla articulada en Yuste, se divertía viendo esgrimir a sus caballeros. Y, miren por donde, Don Juan Carlos tiene también problemas de moción. En cuanto a sus sucesores, Felipe II era persona reservada, comedida, el «rey prudente» le llamaban. Algo que, al menos a primera vista, transmite Felipe VI.

Felipe VIPero todo ello pueden ser albures, eventualidades, especulaciones incluso, que se llevarán realidades de mucho más peso, por lo que quiero fijarme en la herencia que reciben ambos Príncipes: la de Felipe II no podía ser más esplendorosa. No era solo un reino lo que heredaba. Era un imperio. Dos, mejor dicho, pues al del Nuevo Continente se unían amplias posesiones en Europa. Hay, sin embargo, un hecho que ningún historiador ha destacado pese a ser fundamental: el imperio es el mayor enemigo de la nación. Y la nación española, que los bisabuelos del aquel Rey habían soldado con determinación, se difuminó pronto en ese imperio «donde no se ponía el sol». Conviene advertir que Felipe II intentó subsanarlo en lo que pudo. Fijó la capital en Madrid, montó una burocracia, una administración, una justicia; Ortega lo resumió al decir «creó el primer Estado moderno». Pero no la primera nación moderna. España era solo una pieza de aquel Estado, como las Filipinas, Nueva Granada (hoy Colombia) o Flandes. La más importante sin duda. Pero una pieza y, además, antigua. Algo que va a pesar sobre ella como el plomo en la edad moderna que nace, pues cuando se pierde el imperio, se nota la endeblez de la nación. Por no hablar de la deuda. La España de Felipe II se declaró cinco veces en bancarrota.

Por fortuna, la España de Felipe VI no tiene ningún imperio, aunque tiene muchas deudas. Y sigue sin cementar su estructura nacional, lo que la ha llevado a situaciones límite, como fueron intentos de secesión y tremendas guerras civiles –las carlistas en el siglo XIX, la del 36 en el XX–, sin que repúblicas ni monarquías lo resolvieran. La Transición lo intentó convirtiendo un adjetivo, «nacionalidad», en sustantivo y haciendo a las regiones «comunidades autónomas», con dos categorías, históricas y no históricas, lo que, aparte de inexacto –en España todo el mundo tiene historia para dar y tomar– era desafiar al destino, pues pocas cosas aguantamos menos los españoles que vernos relegados a los demás.

Es lo que requerirá más atención y dedicación del nuevo Rey, ya que se le ha puesto fecha de caducidad y condiciones insalvables de momento. Porque la crisis económica, sin estar ni mucho menos resuelta, parece estar encauzada y, a poca suerte que haya, las cifras positivas no harán más que crecer. Como dicen los norteamericanos «no hay nada que tenga más éxito que el éxito». Claro que también podría decirse que nada trae más desgracia que la desgracia (en español tenemos el refrán «las desgracias nunca vienen solas») y desde ese frente no llegan más que malas noticias. Si tuviéramos la flema de los ingleses, diríamos como ellos que, cuando una cosa va rematadamente mal, lo mejor es dejar que se estropee del todo. Pero no tenemos esa flema ni podemos hacer política de Estado con refranes.

Si la llegada de un nuevo Rey ofrece una ventana de oportunidad para tan espinoso problema, hay algo, sin embargo, que el nuevo Rey no puede hacer: empezar su reinado vulnerando la soberanía española. Pues cuando se le pide que autorice una consulta de los catalanes sobre su futuro, lo que se le está pidiendo es que decidan sobre el futuro de España. Y sobre el futuro de España solo pueden decidir todos los españoles. Lo máximo que puede conceder es que tal consulta podrá celebrarse cuando la Constitución lo autorice. Un rey constitucional no está por encima de la Constitución. Es el garante de ella. O, usando una referencia histórica: Felipe VI no puede decir, como su remotísimo antepasado, Luis XIV, «el Estado soy yo». Él es el primer servidor del Estado.

Sobre el resto de las cuestiones puede hablarse y negociarse todo lo que quieran y esa incipiente recuperación económica de la que hablábamos viene en nuestra ayuda, ya que si España empieza de nuevo a ser un buen negocio para los extranjeros, más lo será para los catalanes, como lo ha venido siendo hasta ahora. Siempre que detrás de ese nacionalismo separatista no se esconda el ansia de unas élites catalanas de acaparar todo el poder en su territorio para llevarse al dinero a mantas –como han hecho con poderes solo locales– y de eludir a la justicia en los casos que tienen pendientes con ella. Sin olvidar que Cataluña se iba a separar no solo de España, sino también de Europa. Algo que para los catalanes, que siempre se han considerado –con buenas razones– los más europeos de todos los españoles tiene que resultar intolerable. Tan intolerable que cierran los ojos ante ello y se niegan a admitirlo, pese a decírselo todo el mundo desde España, desde Europa, desde Washington y desde el Vaticano.

En cualquier caso, las dos crisis, la territorial y la económica, van a requerir la inmediata atención de Felipe VI. La prudencia de su antecesor en el trono y en el nombre no le bastará, pues tendrá que ser, al mismo tiempo, decidido. E Imaginativo. Y un montón de cosas más, como lo fue su padre, manejando al mismo tiempo la mano derecha y la izquierda, la paciencia y la firmeza, el guante de seda y el puñetazo en la mesa. Los catalanes son, como están demostrando, como todos los españoles, apasionados, orgullosos, visionarios, y sin ser tan inteligentes como se creen ni tan peseteros como tienen fama, tienen una tendencia al pacto mayor que la del resto de nosotros. En cuanto a los vascos, ¿qué voy a decirles de ellos? Los vascos son el alcaloide de lo español, según Baroja. Tal vez sea la mayor dificultad al tratar con ellos.

Ese es el problema que viene arrastrando España desde hace siglos. Un problema de familia, los más intrincados de todos. Sería demasiado pedir al nuevo Rey, por más que haya estudiado dentro y fuera del país, que nos lo resuelva, que es lo que pedimos los españoles a nuestros gobernantes, para poder dedicarnos a lo que nos gusta o, sencillamente, para criticarlos luego. Pero así no se resuelven los problemas en el siglo XXI. Todos tenemos que poner algo de nuestra parte, todos tenemos que ceder algo porque, a la postre, todos saldremos ganando.

Siempre, eso sí, que no lo quieran todo. Eso no sería un choque de trenes. Sería un descarrilamiento.

José María Carrascal, periodista.

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