¡Feliz 235 cumpleaños, Tío Sam!

El 4 de julio, Estados Unidos celebra su Día de la Independencia porque fue en esa fecha de 1776, hace 265 años, cuando los estadounidenses se proclamaron independientes de Gran Bretaña. Para que la independencia se hiciera realidad, fue preciso librar una guerra de ocho años contra el Imperio Británico, durante la cual los estadounidenses recibieron una ayuda decisiva de Francia, España y Holanda.

Y tuvieron que pasar 12 años más antes de que se alcanzara una unidad política y una estabilidad socioeconómica suficientes para garantizar la pervivencia de la nueva república. Así ocurrió en torno a 1796, al término de la segunda presidencia de George Washington. Los 20 años que mediaron entre 1776 y 1796, y no solo la Guerra de la Independencia, conforman la gran revolución estadounidense del siglo XVIII. Es un periodo justamente celebrado, que probablemente constituya el momento cumbre de la corta pero en general gloriosa historia de Estados Unidos. La devoción que suscita no se ha mitigado con el paso del tiempo y, en realidad, puede que durante los últimos 50 años haya aumentado. ¿A qué se debe esa veneración?

No se debe al fulgor de las armas estadounidenses durante la guerra contra Gran Bretaña. Washington no era Napoleón y la contienda habría podido terminar probablemente tres meses después de empezar, cuando su diminuto Ejército estuvo a punto de verse cercado por la flota británica en Long Island y Manhattan. Milagrosamente, los rebeldes escaparon a la amplitud de los espacios de Nueva Jersey y Pensilvania, donde lograron aguantar durante un año.

En octubre de 1777, una gran victoria rebelde contra las tropas invasoras británicas procedentes de Canadá cambió el curso de la guerra, induciendo a Francia a convertirse en aliada de Estados Unidos. Durante los cuatro años siguientes, la contienda sufrió una serie de complicados conflictos regionales, sobre todo en el sur. El proceso culminó en octubre de 1781, cuando el principal ejército británico se rindió a las fuerzas estadounidenses y francesas en Virginia. Después vendrían otros dos años de desganado combate, antes de que Gran Bretaña decidiera poner fin a sus pérdidas y reconocer la independencia de Estados Unidos.

Así terminó el principal periodo de la crisis revolucionaria, pero antes de que la independencia pudiera consolidarse, otras crisis menores la aguardaban. La primera tuvo lugar entre 1784 y 1786, cuando la revolución social, las disputas interregionales y el caos económico azotaron a la nueva nación. Con el fin de solventarlas, en 1787 se reunió en Filadelfia una nuevaasamblea para dar forma definitiva al sistema de Gobierno estadounidense, hasta entonces basado en acuerdos provisionales. La Constitución posterior y los apasionados debates políticos que suscitó, además de la propia Declaración de Independencia, constituyen el legado más importante de la época revolucionaria.

Las inmortales palabras de dicha declaración proclaman los objetivos de cualquier Gobierno democrático: "Sostenemos que las siguientes verdades son evidentes: Todos los hombres han sido creados iguales. El Creador les ha dotado de ciertos derechos inalienables. Entre ellos, la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Para garantizar esos derechos, los hombres constituyen Gobiernos que derivan sus legítimos poderes del consentimiento de los gobernados. Siempre que un Gobierno se torne destructivo para esos fines, el pueblo tendrá derecho a instaurar uno nuevo y a organizarlo del modo que le parezca más proclive a garantizar su seguridad y su felicidad".

¡Qué espléndida síntesis de principios democráticos fundamentales! Si la Declaración de Independencia determinó que la democracia era el objetivo correcto de un Gobierno, la Constitución y los debates que conllevó ayudaron a establecer los medios con los que tal fin podría lograrse.

¿Cómo lo hizo? Descentralizó el Gobierno de tres maneras. En primer lugar, separó sus funciones básicas -legislativa, ejecutiva y judicial-, permitiendo al mismo tiempo que se interrelacionaran eficazmente.

En segundo lugar, instituyó una moderna variante de federalismo al entregar de facto, y en muchos sentidos, la soberanía a los gobiernos regionales, en lugar de concentrar todo el poder en el nivel nacional.

En tercer lugar, obligó a los Gobiernos a respetar unos procedimientos descritos detalladamente en una Constitución escrita.

Evidentemente, las palabras no bastan para construir la realidad. Igual importancia que la Declaración y la Constitución tuvo la forma que utilizaron los Gobiernos de la nueva nación para aplicar esos preceptos. Y aquí es donde reside realmente la importancia de Washington, que dominó el periodo de posguerra aun antes de ser elegido por primera vez presidente en 1788. Ni antes ni después de esa fecha un caudillo militar ha demostrado tanta responsabilidad ni tanta brillantez como gobernante civil. Situándose muy por encima de cualquier otro al final de la guerra, consiguió evitar que las disputas entre dirigentes menores pusieran en peligro la estabilidad de la incipiente república. También impidió la creación de una nueva aristocracia entre los vencedores y guió con firmeza el país, haciendo que sobreviviera a las tormentas ideológicas desatadas por la Revolución Francesa de 1789-1793. Igualmente, evitó que Estados Unidos se viera arrastrado a las grandes guerras europeas iniciadas ese mismo año y al siguiente sofocó, con moderación, una rebelión interna. De hecho, la moderación caracterizó todas sus acciones, alcanzando su punto culminante en 1796, cuando se negó a prolongar su permanencia en el poder, optando por retirarse y permitir la elección de otro presidente. Washington creó la tradición de ceñirse siempre a los límites constitucionales, algo a lo que en general se atuvieron sus sucesores.

Estados Unidos tuvo una gran suerte con sus primeros dirigentes, sobre todo con Washington, pero también con otros "padres fundadores": con Adams y Madison, por la profundidad de sus raíces en el pensamiento político; con Jefferson, por su elocuencia; con Hamilton, por la fina inteligencia con la que abordaba los problemas económicos, y con Franklin, por su irónica sabiduría. Pocas veces se ha dado el caso de que seis líderes de tal categoría hayan podido trabajar juntos.

Con todo, la veneración sin límites que suscita el periodo revolucionario tiene una consecuencia negativa. Su prominencia ha eclipsado normalmente el hecho de que los Estados Unidos de hoy en día también son fruto de otras dos grandes revoluciones: la decimonónica, desatada por la guerra civil y por Abraham Lincoln, y la del siglo XX, relacionada con Franklin D. Roosevelt, la II Guerra Mundial y Harry Truman. De no haber tenido lugar alguna de esas tres revoluciones, los Estados Unidos actuales serían un lugar radicalmente diferente, casi irreconocible.

Con todas sus virtudes, la nueva república creada por la Declaración de Independencia y la Constitución de los Estados Unidos también tenía defectos considerables. Uno de ellos era el "pecado original" de vulnerar sus propios ideales de libertad y democracia al mantener en la esclavitud a gran parte de sus habitantes negros. Otro defecto, en parte fruto de la esclavitud, era el excesivo poder político de los estados sureños, algo que estuvo a punto de arrastrar a toda la república hacia su órbita, cada vez más retrógrada. Esos defectos fueron erradicados durante la guerra civil, que, en palabras de Lincoln, supuso que Estados Unidos "naciera de nuevo a la libertad".

El tercer defecto fue la tendencia de la nueva nación a insistir más en la libertad que en la igualdad y la fraternidad, abandonando a los desventurados a una suerte con frecuencia cruel. La gran revolución iniciada por Roosevelt en 1932, que se prolongó durante tres décadas, hasta mediados de los sesenta, modificó en gran medida esa tendencia. Esa revolución también puso fin a una política exterior aislacionista: al llegar el siglo XX, una de las virtudes iniciales de la República se había convertido en un grave defecto.

Es preciso conmemorar estas tres grandes revoluciones. Pero quizá la primordial sea la del siglo XVIII, ya que sin ella no habrían sido posibles ni la del XIX ni la del XX. Así que el 4 de julio es un día realmente importante. Merece la conmemoración no solo de Estados Unidos, sino de los demócratas de todo el mundo.

Edward Malefakis, historiador. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.

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