Feliz 4 de julio

Cualquier europeo que ame la libertad tiene al menos dos motivos para celebrar el Día de la Independencia de los EE.UU: el agradecimiento y la admiración. Ambos se entrelazan: fue la primera democracia liberal del mundo y salvó dos veces a Europa de sus peores fantasmas. Es cierto que nuestro país permaneció neutral en las dos contiendas mundiales. También está el Desastre del 98, cuyas consecuencias intelectuales todavía se arrastran, que ya son ganas. Está la operación de falsa bandera del Maine.

Pero sucede que de eso hace ciento veintidós años, que las dos guerras mundiales han conformado la Europa a la que pertenecemos y cuyo destino compartimos. Y, sobre todo: cuando un aliado celebra su fiesta nacional no es adecuado centrarse en los pasados agravios sino en las coincidencias y en los intereses comunes.

El 4 de julio de 1776, el Congreso que representaba a las Trece Colonias aprobó y publicó la Declaración de Independencia, debida a la pluma de Thomas Jefferson. Por primera vez una nación nacía libre en el sentido moderno. Por primera vez una nación era libre en el sentido moderno. «Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales, que son dotados por su Creador de ciertos Derechos inalienables, que entre ellos están la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad». Luego estableció que los gobiernos derivan su legitimidad del consentimiento de los gobernados, y que el pueblo tiene el derecho y el deber de derrocar al gobierno que pretenda someterlo a un despotismo absoluto.

Es un acto jurídico político de carácter fundacional que informará, once años más tarde, la Constitución de «Nosotros el pueblo». Documentos inequívocos en cuanto a los valores subyacentes, que siguen siendo los nuestros y que constituyen el núcleo de los que la ONU elevó a Derechos Humanos a mediados del pasado siglo. Previa recepción en muchos otros documentos y en muchos otros países, todos beneficiarios de una luz primera que es la de la Ilustración inglesa, a cuya cultura pertenecían los padres fundadores y, lógicamente, todo el ambiente cultivado de las colonias.

Me parece innegable otra fuente previa, de cuya presencia da fe la propia literalidad del documento en sus alusiones al Creador: el humanismo cristiano. Una huella que se aplicaría en borrar la Revolución Francesa con su nuevo teísmo alternativo de la diosa Razón. Pero, aun circunscritos al puro pensamiento y acción políticos, asombra comprobar que, a estas alturas, el conocimiento convencional siga situando en la Toma de la Bastilla la chispa primera de lo que hoy entendemos por democracia.

Los EE.UU. nacieron democráticos trece años antes de la Revolución Francesa, que como proceso democrático duró un ratito. No parece que el dato sea tan difícil de retener para el estudiante, y sin embargo... Sucede que los franceses, Montesquieu a la cabeza, habían teorizado lo que los británicos habían hecho. Puede radicar ahí la primacía cultural de la Ilustración francesa sobre la inglesa -de nuevo- en el conocimiento convencional. Pero ni en la teoría ni en la práctica hay modo de eludir que la división de poderes se debe originalmente a John Locke, no a Montesquieu, y que la decapitación revolucionaria del rey la practicó Oliver Cromwell con Carlos I ciento cuarenta y cuatro años antes que la Convención Nacional con Luis XVI.

Por lo que hace a su desarrollo en el siglo XIX, creo que la esencia de la gran nación que hoy está de fiesta no hay que buscarla en el ensayo ni en los avatares políticos, sino en la poesía de Walt Whitman, centro del canon norteamericano según el hacedor de cánones literarios Harold Bloom. Whitman obsesionó a Neruda y enamoró a Lorca. Sin Whitman no se accede a ninguna épica del progreso que sea vital, que no suene falsa, que merezca la pena: «Floreced, ciudades: traed vuestras mercancías, traed vuestros espectáculos, ríos anchos...» Aunque reconoce que los logros artísticos estadounidenses no son los más destacados de la tradición occidental, Harold Bloom establece la crucial excepción de la literatura: «Ningún poeta occidental, desde mitad del XVIII, ni siquiera Browning, Leopardi o Baudelaire, es capaz de hacerles sombra a Walt Whitman o a Emily Dickinson (...) Nuestros grandes novelistas -Hawthorne, Melville, James, Faulkner- son capaces, del mismo modo, de resistir la comparación con sus colegas occidentales». Puntualizaciones que, de nuevo, contribuyen a sacar del error y del topicazo a la mayoría de europeos.

A pesar de haber roto su inclinación aislacionista para salvar a Europa en las dos grandes guerras del siglo XX, una irritante condescendencia, cuando no un inexplicable desprecio, tiñe el discurso europeo -el popular y el culto- al juzgar cualquier faceta de los EE.UU. Alguien dijo que el antiamericanismo era el socialismo de los idiotas. En todo caso, es un rasgo de la izquierda, salvo quizá en Francia, donde el prejuicio no hace distingos ideológicos. Quizá porque nadie perdona un gran favor, y menos dos. Jean-François Revel observó en «La obsesión antiamericana» (2002) que a los EE.UU. se les acusa de una cosa y su contraria. Por ejemplo, de unilateralismo y de aislacionismo. Revel denuncia y refuta los recurrentes tópicos infamantes: en los EE.UU. solo interesa el dinero, la violencia reina por doquier, suelen elegir a estúpidos como presidentes, solo son una democracia en apariencia... ¡Lean, jóvenes, a Revel! Él creía que «semejantes barbaridades reflejan más los problemas sociológicos de quienes las profieren que los defectos de la sociedad a la que creen procesar».

Juan Carlos Girauta

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