Femenino singular

“Feminista es cualquiera que reconozca la igualdad y plena humanidad entre mujeres y hombres”. (Gloria Steinem).

El día de Santa Eulalia de Barcelona, virgen y mártir, del año 2000, invitado por un grupo de mujeres juristas, ofrecí una conferencia que tenía un título parecido al que llevo a la cabecera de esta tribuna. Al igual que hice en aquella ocasión, comienzo con un turno de preguntas, todas bienintencionadas. ¿Cuáles pueden ser las motivaciones de las movilizaciones programadas para hoy, 8-M, incluida la “huelga general de mujeres”? ¿De verdad que se trata de una súplica por la igualdad total entre el hombre y la mujer? ¿El lema de “si las mujeres paramos, se para el mundo” que presidirá las manifestaciones es el más adecuado? ¿La jornada es una reivindicación o un resentimiento?

Como primera providencia, creo que la historia manda y, hoy por hoy, todas las diferencias en función del sexo, lo mismo que de la religión, del nacimiento, del aspecto físico, de la raza o de cualquier otra particularidad semejante, son contrarias a la Constitución y en consecuencia inadmisibles, al igual que lo merecen aquellos distingos que se intenten arbitrar para compensar desequilibrios históricos. El artículo 14 de nuestra Constitución –lo mismo que el lema de Libertad, Igualdad y Fraternidad, triple grito de la Revolución Francesa–, por tópico que parezca, proclama un derecho inequívoco y generalizado en todas las democracias capaces de airear ese nombre con orgullo.

Es un hecho probado que hace años que a la mujer le llegó su turno y que las conquistas de derechos y libertades por las mujeres españolas son citadas fuera de nuestras fronteras como ejemplos a seguir. Lo mismo que ocurriera con la Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género y la posterior adopción de la ley de matrimonio entre personas del mismo sexo, ambas pioneras en el entorno europeo, nuestra sociedad ha mostrado ir incluso por delante de aquellos vecinos en los que tantas veces nos miramos no sin cierto complejo de inferioridad. España se sitúa por delante del Reino Unido, Alemania, Francia y Suecia en la lucha contra la violencia en el ámbito familiar o en la desaparición de las diferencias salariales entre el hombre y la mujer trabajadora. Y respecto a la denominada brecha salarial, quizá no esté de más recordar que, según los expertos, la nuestra es inferior a la británica o alemana.

Así las cosas, es evidente que el feminismo no puede ser una represalia sino una reconquista y si la inteligencia de la mujer ha sobrevivido a tanta hostilidad, a tanto abandono y a tanta contradicción es porque ellas son más necesarias que el hombre para la vida. Es más. Tengo para mí que tal vez aquí se encuentre la razón de la oleada de violencia contra la mujer protagonizada por hombres, sean maridos o no, todos castrados porque no soportan las bofetadas que en su orgullo de macho diariamente reciben de un ser a quien consideran muy superior a ellos. En la violencia contra la mujer siempre hay una inmensa represión masculina.

Recuerdo a Umbral decir que se pega a una mujer porque no se puede pegar al jefe, al amigo, al enemigo. La gente ha perdido el respeto a la convivencia y a la justicia, esas dos nociones que deben funcionar acordes y ensambladas. Digo yo si acaso la violencia endógena del ser humano no tiene otro remedio que la cultura, lo cual quiere decir que la violencia ha aumentado entre nosotros al tiempo que la cultura ha disminuido, lo que no me impide sostener que la tutela penal reforzada de la mujer –que algunos llaman de “acción positiva”– a base de tipos delictivos que la protegen de modo más intenso frente a ciertos actos de violencia de sus parejas, descansa en situar a la mujer en posición subordinada respecto de su pareja masculina y nos retorna a un autoritario “Derecho penal de autor”, frente a un democrático “Derecho Penal de hecho”.

La inteligencia, lo mismo que la capacidad, se reparte al margen de los sexos. Ahora que la mujer está correctamente valorada, es lamentable que se cometan no pocas necedades como esa iniciativa de reservar porcentajes en listas electorales, reclamar las mismas plazas en la Administración pública, la sanidad o los tribunales o idénticos sueldos que los hombres, simplemente por que sí y al margen de méritos. Estos son terrenos pantanosos y pedir, por pedir, igualdad de trato, como si la mujer fuese una especie a proteger, es retroceder parte del territorio ganado a base de tiempo, trabajo y sacrificio. Si la mujer está preparada para la política o para ocupar un puesto de elevada responsabilidad, debe ser elegida o contratada porque vale y no porque forme parte de una cuota. Hacer lo opuesto es volver a la humillante incultura del sexo.

En esta gran España que estamos construyendo con el esfuerzo y buena voluntad de muchos y no obstante el afán de destrucción de algunos, lo deseable sería más naturalidad y menos reivindicaciones innecesarias. A nadie, sea hombre o mujer, blanco o negro, católico o protestante, debe gustar que le embauquen, sean políticos, feministas o trovadores, aunque, por desgracia, no todas las feministas ni todos los colectivos femeninos piensan lo mismo. Hablo de quienes acostumbran a moverse por el émbolo del oportunismo y el sectarismo, según los supuestos o, lo que es igual, conforme convenga. Antes, las mujeres progres peleaban por su liberación y las carcas se apoyaban en la familia y la maternidad. Actualmente, lo que hay son bandos que han descubierto los cupos y están empeñados en repartirlo todo, cosa frente a la que estoy en contra, como lo estoy de que las mujeres tengan que ser, por decreto, exactamente igual que los hombres y lo mismo pienso si fuera al revés.

Nunca creí en las cuotas y conozco a muchas mujeres que no están dispuestas a dejarse engañar por esos políticos que las piropean sin otro interés que el de su voto. Las cuotas, como las paridades son trucos de feria y significan bien poco. En el terreno que mejor conozco, o sea el de la administración de justicia, a la hora de valorar el trabajo de la mujer, excepción hecha de muy contados casos, los ejemplos de espléndidas jueces –aquí sí es correcto lo de “juezas”– avalan, con absoluta garantía, sus dotes para asumir, con dignidad y eficiencia, la responsabilidad de juzgar al prójimo. He leído muchas resoluciones dictadas por magistradas y la mayoría están impregnadas de sentido jurídico, intuición, moderación, paciencia y sensibilidad. El año pasado tal día como hoy, Ana Ferrer, magistrada de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo decía que “la cuota en un órgano como éste, no es de recibo, pues parece que la que entra no tiene méritos”, para, a renglón seguido, añadir que “lo importante es que se valoren esos currículos con la misma perspectiva que los de los hombres”.

Es indudable que la igualdad del hombre y la mujer es una de las más altas empresas capaces de definir el nuevo mundo que amanece. Hoy las sobresalientes figuras del liderazgo femenino de principios de siglo pasado se emocionarían al ver lo que se ha logrado en ese campo, pese a la presencia de algunas feministas dispuestas a hacer pagar a los demás el alto precio de sus propios infortunios.

Por tanto, no al feminismo singular autoritario, convencido de ser el auténtico movimiento que lucha por la libertad y la emancipación de la mujer y que patrocina la guerra de sexos propia de un fundamentalismo feminista tan insoportable como arcaico. En el sentido opuesto, sí al feminismo singular que demanda la igualdad ante la ley sin privilegios de género y defiende la capacidad y el mérito en un sistema que ofrece oportunidades de promoción social y profesional. O sea, lo que Vicente Ferrer escribía ayer en este mismo periódico –La patente del 8-M– con cita de Federica Montseny, sindicalista, anarquista y ministra de Sanidad y Asistencia Social en la Segunda República: “¿Feminismo? ¡Jamás! ¡Humanismo, siempre! Propagar un feminismo es fomentar un masculinismo, es crear una lucha moral y absurda entre los dos sexos que ninguna ley natural toleraría”.

Cuidado, pues, con las tesis feministas radicales, como aquella que patrocinaba la exaltada Valerie Solanas en el Manifiesto por el exterminio del hombre o, por ser más actual, con algunos eslóganes o voces de “Hijos sí, maridos, no”. O “la talla 38 nos aprieta el chocho”, con perdón. En la fascinante situación en que España se encuentra, desterremos las pretensiones de algunas feministas singulares empeñadas en abrir los ojos a las mujeres cuando ellas solas descubren y nos descubren el mundo cada mañana.

Javier Gómez de Liaño es abogado y consejero de EL ESPAÑOL.

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