Feminismo de falsa bandera

Han pasado seis años desde que se publicó mi libro 'Afrodita Desenmascarada. Una defensa del feminismo liberal' (Deusto, 2017) y cinco años desde que Berta González de Vega lanzara, con la firma de muchas mujeres, el manifiesto 'No nacemos víctimas', que hoy se encuentra en la plataforma Substack. Me gustaría decir que, desde entonces, la situación de las mujeres españolas ha mejorado. Pero los datos hablan por sí solos. De acuerdo con las cifras del INE, la violencia no ha disminuido, sino aumentado. Los escándalos referentes a niñas tuteladas por el Estado que son objeto de tráfico sexual no se han saldado con las condenas que cabría esperar. Las leyes promulgadas con más prisa que previsión han resultado en la rebaja de condenas y, en algunos casos, puesta en libertad, de delincuentes sexuales.

Con todo y con eso, creo que la peor noticia es que Afrodita sigue sin desenmascararse.

Feminismo de falsa banderaEn la presentación del libro, en 2017, señalaba tres velos que cubrían el rostro de Afrodita, quien representaba a las mujeres: la corrección política, la poca asertividad y la cesión de la responsabilidad. Me temo que ninguno de ellos ha caído realmente. Afrodita, la poderosa, sigue maniatada por sí misma.

Es una afirmación dura y reconozco que me ha producido cierta sacudida interior ser consciente de que lo que nos falta a las mujeres españolas es soltar lastre y caminar. Lo digo desde la convicción de que nadie es libre si no es responsable de sí mismo, si no es capaz de asumir las consecuencias de sus actos, pero también de su pasividad.

Por eso me entristece comprobar que seguimos sometidas a las mismas limitaciones. En primer lugar, la mujer española sigue pendiente de las marcas en el camino que le deja el partido de turno, de derechas o de izquierdas. Por un lado, está el camino que debe seguir si no quiere que la confundan con una progre, y así renuncia a aceptar la libertad sexual de otras mujeres, o niega que la violencia hacia las mujeres sea un problema, o acepta un modo de vida trasnochado, todo envuelto en la ideología más rancia. Por otro lado, está el camino que debe seguir si no quiere ser calificada de facha o retrógrada, y para ello, acepta términos artificiales, como heteropatriarcado, un constructo contra el que lanzar todas las acusaciones. Porque el heteropatriarcado son personas, hombres y mujeres, comportándose de una determinada manera, demasiado añeja, que las generaciones más jóvenes ya no toleran. Además, ha de creerse a pie juntillas los eslóganes de quienes dicen representarnos y salvarnos: «Nos están matando», «Todo hombre es un potencial violador» y cosas así. Ambas elecciones son legítimas pero la politización fuerza que se radicalice la mirada al otro y la conversación se convierta en «conmigo o contra mí». La realidad es que el feminismo real, y no el de falsa bandera, no tiene color político.

En segundo lugar, las españolas seguimos teniendo miedo a fallar. No levantamos la mano por prudencia o nos volvemos fanáticas de los tecnicismos, no sea que nos censuren no haber sido muy rigurosas. En general, excepto si estás en política, y más aún si eres miembro del Gobierno, donde todo vale, las mujeres sentimos ese temor a equivocarnos. Sobre todo, a la hora de competir con un hombre en su terreno. Pasamos por alto que todo el mundo lo hace, por la propia naturaleza humana. Y, en muchas ocasiones, mujeres triunfadoras en su día a día, se sienten fatal consigo mismas por el conocido 'síndrome del impostor'. En parte, el problema es que las mujeres somos las peores juezas de nosotras mismas. Cuando nos sentimos en territorio ajeno, con el afán de 'estar a la altura' terminamos por imponernos una perfección imposible, nos juzgamos a nosotras mismas y miramos con excesivo recelo a las demás. La imposición de cuotas paritarias refuerza este problema.

En tercer lugar, seguimos ocultas tras la máscara de la cesión de nuestra responsabilidad. No solamente las mujeres, las minorías que han sufrido discriminación, los pobres, los niños, tenemos unos 'representantes' autodesignados, que explican públicamente qué debemos elegir. Cómo hemos de sentirnos madres, parejas, amigas o ciudadanas. Deciden qué necesitamos y cómo, la educación de nuestros hijos, la sexual y la no sexual, a qué deben aspirar profesionalmente las niñas, si queremos volver a casa borrachas y solas o preferimos ser prudentes. Y, sobre todo, últimamente, ellas dictan qué es ser mujer, si es una definición biológica o subjetiva.

Si un hombre te incomoda con una mirada o una palabra, debes acudir al Gobierno para que le castigue, como si cada una de nosotras no pudiera aprender a sobrellevar la incomodidad. Esa sobreprotección esconde un desprecio absoluto por la capacidad de la mujer de defenderse, de elegir la estrategia que mejor le convenga, de aceptarse más asertiva o menos, de mejorar y dejar a ese hombre como lo que es: un idiota. Nos impiden respetarnos a nosotras mismas tratándonos como incapaces.

Por otro lado, poco se habla de las agresiones psicológicas de las mujeres a otras mujeres, a los hijos, a los hombres, y sus consecuencias. Siendo físicamente más débiles, es normal que hayamos desarrollado otros recursos para salir adelante cuando el entorno es hostil. Y eso no nos hace peores ni mejores respecto a nadie, pero sí pone de manifiesto que no somos el sexo débil y desvalido.

Esas tres máscaras que aún nos cubren el rostro explican que sigamos siendo el instrumento perfecto para que unos y otros logren más poder político. Unos defienden a la mujer tradicional y subliman los roles propios de ese ideal, y los otros defienden una mujer permanentemente victimizada que ahora emprende una suerte de venganza histórica. Ningún partido resuelve los problemas de la mujer. Porque, aunque vivamos en entornos similares, o compartamos ideales y afinidades culturales, cada una vive cada problema de un modo distinto. La solución que vale para mí no le sirve a mi hermana. Mi forma de entender el sexo, de vivir la maternidad, de contemplar el futuro, es distinto. Y eso aplica a las mujeres heterosexuales, lesbianas, a quienes se definen como sexo no binario, a las mujeres trans y a todo ser humano. Todo lo demás es feminismo de falsa bandera, colectivización y, por tanto, denigra a la mujer como ser humano.

Mi propuesta es defender esa casa común que es el Estado de derecho, asegurar que todos somos iguales ante la ley, hacer cumplir las leyes, limpiar las instituciones y aprender a convivir los unos con los otros y no contra los otros.

María Blanco es profesora de Economía de la Universidad San Pablo-CEU

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