Feminismo liberal

Las restricciones nos impiden salir a celebrar el 8-M como deberíamos, esto es, protegidos por impermeables y paraguas de la orina que lanza la gente de progreso a quienes no son bienvenidos en sus concentraciones. Como en su día demostró Marlaska, señalando, y los manifestantes homologados, excretando, ser bienvenido en una tenida feminista es muy difícil. Primero debes haber demostrado sobradamente que comulgas con todas sus premisas, de la cultura de la violación a la inflación de pronombres personales, y de la presunción de culpabilidad al ‘solo no es no’.

Verificada la protestación de la fe feminista por la entidad consignada en su pancarta, podrá usted, hombre o mujer, desfilar sin miedo a ser meado y hasta cagado. Pero sin bromas, porque en esa fe, como corresponde a los momentos de exultante ortodoxia, no caben los grises, los matices ni las ambigüedades. Eres feminista según el patrón oficial -que es el del Ministerio de Igualdad y el de Marlaska- o eres antifeminista. Punto. Severa dicotomía que contrasta con los numerosos matices de la identidad de género y con la autodeterminación del mismo. Yo ahora puedo afirmar que me siento mujer negra y tendrán que respetarlo, pero en modo alguno admitirá la oficialidad que sentirme feminista me convierta en ello. Cuando es a todas luces evidente que no soy lo primero y, dado mi total acuerdo con la histórica feminista Camille Paglia, sí soy lo segundo.

Para ser un poquito constructivos, propongo a cuantos se ven expulsados del paraíso feminista, y condenados a ganarse penosamente el crédito de personas respetables con el sudor de su frente, que coincidamos todos en Camille Paglia. Tienen el fin de semana para hacerse con una obrita suya de noventa páginas que despacharán en un par de horas con provecho asegurado: ‘Feminismo pasado y presente’ (Turner, 2018). Tal es el título de la breve y enjundiosa publicación de cinco conferencias y artículos escogidos de la autora y profesora estadounidense de raíces italianas.

El reciente enfrentamiento en España entre Lidia Falcón, presidenta del Partido Feminista desde su fundación en 1979, y el actual feminismo oficial ha mostrado hasta qué punto es falsa la dicotomía antes citada. Salvo que alguien se atreva a negarle a Falcón el marchamo feminista. Es el caso que bajo esa etiqueta ideológica, y fuera de la vista del gran público, salvo excepciones, se libra una guerra encarnizada. Quienes no hemos pasado por los estudios de género carecemos de las referencias eruditas y los códigos de lenguaje necesarios para participar en esa contienda, que algunos cachondos y cachondas llaman debate. Pero sí nos es dado hacernos una idea de su tenor acudiendo a Paglia, centrada en defender a las mujeres desde 1969:

«Esta malinterpretación radical de la realidad es psicótica», afirma refiriéndose a las reflexiones de Diana Fuss, teórica feminista de la Universidad de Princeton, que interpreta sistemáticamente los anuncios de moda con mujeres en términos de decapitación, mutilación, ceguera (si llevan gafas de sol), estrangulamiento y ataduras (si llevan jerséis de cuello alto), etc. Paglia se hace una pregunta pertinente: «¿Por qué a las feministas les cuesta tanto apreciar la belleza y el placer, dos campos en los que los hombres homosexuales han hecho unas contribuciones culturales tan sobresalientes?».

A Naomi Wolf, por considerar la belleza ‘una conspiración heterosexista’ la bautiza como ‘doña Pravda’ y, abundando en la hipótesis patológica, afirma que «tiene la cabeza llena de fantasías paranoicas». En cuanto a los premios para mujeres, cada vez más abundantes, considera que «si haces eso nadie se toma en serio el trabajo de ninguna mujer». Así despacha la obra de la respetadísima académica y autora feminista Carolyn Heilburn: «¿Eso es feminismo? ¿Feminismo? Es una basura de tercera clase, de calidad pésima».

En la obrita cuya lectura recomiendo para celebrar el 8-M no hay ni una frase que toque la cuestión trans. Lo que hay -he ahí el punto que debería reclamar nuestra atención- es la constatación de que existen profundísimas discrepancias dentro del movimiento feminista. Al punto que resulta difícil seguir considerándolo un movimiento. La nueva España oficial atribuye a la etiqueta ‘feminista’ un estable e indiscutido conjunto de premisas cuya aceptación resultaría prácticamente una exigencia moral. Y cuya discusión o puesta en duda por alguien de algún renombre acarrea su señalamiento, más eventuales represalias académicas y profesionales. Por no mencionar los linchamientos de rigor en las redes sociales. No compren la patraña. El feminismo, en realidad, se lo está replanteando todo; lo forman corrientes, ideas, autores con muy diferentes visiones del mundo.

Tengo para mí que la causa última de las pugnas entre lo que se ha dado en llamar ‘olas’ feministas radica en la idea de libertad. Por eso un liberal no puede ni debe oponerse, sin traicionar el principio activo de su ideario, a cuantas medidas contribuyan a la igualdad de oportunidades. Pero sí puede y debe cuestionar las medidas que, so capa de beneficiar a un grupo ‘oprimido’ que abarca media humanidad, cercenen derechos y libertades ya conquistados: la presunción de inocencia, la justa atribución de la carga de la prueba, la igualdad de acceso a cualesquiera puestos y cargos sin discriminación (aunque se presente como positiva), la no culpabilización axiomática de un colectivo ni la correlativa victimización axiomática de otro. Hay que celebrar el feminismo que respeta las libertades consagradas. No es una mala idea llamarlo feminismo liberal.

Juan Carlos Girauta

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