Fernández Campo, Grande de España

El pasado 17 de marzo se cumplieron en silencio cien años del nacimiento de Sabino Fernández Campo, que falleció a los noventa y uno, cuando era presidente de nuestra Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Teniente general, vistió, como se sabe, durante toda su vida el uniforme militar y siempre estuvo orgulloso de esa su medular condición, que me parece indispensable para entender las muchas otras dimensiones de su descollante personalidad, es decir, su patriotismo, su lealtad, su serenidad y su prudencia. Conoció muy bien España y especialmente bien a sus militares, pues no en vano ocupó la secretaría de seis ministros del Ejército, pero siempre prestó la mayor atención a los problemas de la convivencia entre los españoles, que no eran pequeños cuando, un mes después del fallecimiento del Generalísimo Franco, Alfonso Osorio le nombró subsecretario del Ministerio de la Presidencia.

Sé que mi opinión puede considerarse artificiosa, pero yo tengo la íntima convicción de que en los acontecimientos del año 1976 tuvo algo que ver la revolución de Asturias de 1934. Como conocí muy profundamente a los tres personajes, estoy en condiciones de sostener que en Sabino Fernández Campo, en Torcuato Fernández-Miranda y en Valentín Silva Melero produjo una impresión imborrable la desmesura revolucionaria y, muy especialmente, el incendio de la Universidad y de sus magníficas bibliotecas.

Silva Melero, que era el mayor, enseñaba ya en aquel claustro, aunque obtuvo la cátedra algunos años después. Tuve la fortuna de mantener con él largas conversaciones durante los dos años que ocupé, bajo su Rectorado, la Jefatura del Sindicato Español Universitario de Oviedo y me consta de primera mano la angustia con que vivió aquellas horas y el dramatismo con que las describía. Como él mismo dijo, recordando el incendio de la Universidad, de la Real Audiencia y de la Cámara Santa, «las tres fundamentales instituciones de la civilización –religión, justicia y cultura– corrieron la misma suerte». De ahí su inquietud por evitar cualquier posible repetición.

Torcuato Fernández-Miranda que no había cumplido aún los diecinueve años evocó muchas veces la destrucción de una Universidad que había sido ejemplar en la «extensión universitaria» y en el reformismo con que abordó la «cuestión social» y que fue incendiada por destinatarios de sus inquietudes. Como he dicho ya en otra ocasión, fue él quien me hizo el comentario, entonces infrecuente, de que aquella tragedia no podía ser fruto exclusivo de la irracionalidad y del desvarío y que algo tendrían que ver en ella la injusticia, la incultura y el hambre. A Fernández-Miranda le obsesionaba conseguir que todos los españoles, mediante la educación y la promoción social, pudieran sentirse socios efectivos de una sociedad abierta, cuyo progreso fuera progreso para todos.

Manuel Soriano, biógrafo de Fernández Campo que tenía dieciséis años cuando iba a empezar en Oviedo la carrera de Derecho, ha escrito que aquellos acontecimientos históricos quedaron grabados en el subconsciente más profundo durante los años que se forja la personalidad de un individuo y yo mismo recuerdo su nunca olvidado disgusto por la ejecución del rector Leopoldo Alas en 1937, tras el consejo de guerra a que fue sometido.

Esa compartida experiencia juvenil imprimió indeleblemente en los tres personajes a que me refiero la firmísima idea del «nunca más» y el objetivo de lograr definitivamente la concordia nacional y el deseable entendimiento entre todos los españoles. Por eso pienso que en 1976, cuando había que andar con mucho tiento para superar los enfrentamientos históricos y evitar cualquier desgarramiento civil y para hacer compatible la plena libertad democrática y la convivencia de todos que tan decididamente impulsaba el Rey D. Juan Carlos, fue una verdadera fortuna la coincidencia de Torcuato-Fernández Miranda en la Presidencia de las Cortes, con su capacidad de proyectar la reforma de la ley a la ley, la de Silva Melero en la Comisión de Competencia Legislativa de las Cortes, en el Consejo del Reino y en la Presidencia del Tribunal Supremo que hubo de enfrentarse a la arriesgada ilegalización del Partido Comunista de España y la de Sabino Fernández Campo, primero junto a otro de los grandes protagonistas de la transición, el ministro Osorio, y después en la Subsecretaría de Información, puestos ambos desde donde pudo ejercer su reconocida autoridad y su capacidad de influencia en los sectores militares. No quiero ni pensar en lo que hubiera ocurrido si cualquiera de ellos hubiera mantenido los esquemas intelectuales que durante muchos años fueron propios de los vencedores de la guerra civil.

Todos recordamos que entre 1977 y 1993 prestó quince años y medio de ininterrumpidos servicios a la Corona, primero como secretario y después como Jefe de la Casa, durante los trascendentales acontecimientos que tuvieron lugar en España desde las primeras elecciones democráticas hasta el comienzo del declive de Felipe González.

Muchos de los que hablan de Sabino Fernández Campo se detienen para recrearse en el episodio del 23 de febrero de 1981 y en su decisiva e histórica frase «ni está ni se le espera». Permítaseme huir de lo que resulta ya tópico y que subraye que, además de esa lamentable fecha, ese período conoce la toma de posesión de Tarradellas como presidente de la Generalitat de Cataluña, la aprobación de la Constitución, la entrada de la izquierda en los Ayuntamientos, los incalificables sucesos de Guernica con el desacato manifiesto a S.M. el Rey, la dimisión de Adolfo Suárez, el Gobierno Calvo-Sotelo, la llegada al poder del PSOE con mayoría absoluta, o la expropiación de Rumasa. Son los años de los atentados de Lemóniz, de la Scala y el Hipercor de Barcelona, del Corona de Aragón, del Monte Oiz, de los cuarteles de la Guardia Civil de Zaragoza y Vich, de California 47 o de los tres del barrio de Aluche en Madrid y de los asesinatos del General Ortin Gil, del magistrado Miguel Cruz Cuenca, del ingeniero Ryan, del teniente general Quintana Lacaci, de Santiago Brouard, del almirante Colón de Carvajal, del comandante Sáenz de Inestrillas, de «Yoyes» y de la fiscal Carmen Tagle. Se producen los secuestros de Javier Rupérez, de Luis Suñer, de Prado y Colón de Carvajal, de Adolfo Villoslada, de Segundo Marey –con los procesamientos de Amedo y Domínguez por su pertenencia al Gal– de José Lipperheide, de Iglesias Puga, de Quini, y de Emiliano Revilla, y el afortunadamente frustrado de Gabriel Cisneros, gravemente herido en el intento.

Son también los años del ingreso en la OTAN, de la gigantesca manifestación pidiendo la salida y del referendum que solventó el problema, del ingreso de España en la entonces Comunidad Económica Europea y de la primera visita oficial a España de un monarca británico.

Todas estas situaciones de altísima tensión afectan, por supuesto, a los españoles y a sus gobiernos, pero no pueden dejar indiferente al Jefe del Estado y el impecable papel de la Corona a lo largo de los años marcados por esos acontecimientos, muchos de ellos bien dolorosos, se debe no sólo al exquisito tacto del Monarca, sino también a la prudencia, al buen sentido y a la lealtad inconmovible de Fernández Campo, que acompañó a los Reyes en cerca de noventa viajes oficiales al extranjero, tan decisivos para el prestigio de España y de la Corona en el mundo.

No en vano, el Rey D. Juan Carlos dejó escrito en el Decreto de concesión del Condado de Latores: «Me ha asistido en todo momento con agudo talento, prudente criterio, leal consejo y generosidad ilimitada en las tareas que me ha correspondido realizar a lo largo de una etapa trascendental en la historia de España». Por eso, cuanto podamos decir en recuerdo y homenaje del teniente general Sabino Fernández Campo se resume en una sola frase: La vida de Fernández Campo explica por sí sola el pleno y radical sentido que tiene la Grandeza de España, tan justamente alcanzada por él.

Fernando Suárez González, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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