'Festina lente': apresúrate despacio

El 23 de mayo de 2006, el Govern de la Generalitat de Catalunya promulgó el decreto 226/2006 por el que Barcelona y su entorno se declaró zona de protección especial del ambiente atmosférico. La finalidad era luchar contra la contaminación producida por el dióxido de nitrógeno y las micropartículas en suspensión, motas de polvo inferiores a 10 milésimas de milímetro. Una demasiado discreta reacción mediática y popular acogió la medida, y eso que tenía un notable interés para la salud pública.

Catorce meses después, el Govern ha aprobado (decreto 152/2007, de 12 de julio) el plan de acción que desarrolla aquella disposición, dotado con 279 millones directos, más 1.140 indirectos. Es un plan pormenorizado, una sola de cuyas disposiciones ha polarizado toda la atención, con arreglo al principio de la épica ante el chocolate del loro que tanto nos fascina últimamente.

Así, se ha instalado el generalizado convencimiento de que el Govern, sin más, ha limitado a 80 kilómetros por hora la velocidad en las carreteras de los alrededores de Barcelona. Las demás 72 medidas del plan y su sentido global parecieran irrelevantes. A la tremolina mediática se han sumado personas e instituciones que, me temo, no han leído el decreto. Y mira que es fácil: basta con entrar en la web del DMAH y clicar.

Sufrimos una severa falta de rigor tecnocientífico. Tras construir y gozar por décadas los más de 80 kilómetros de túneles y las 123 estaciones de metro de Barcelona (amén de los trazados también subterráneos de FGC y Renfe), ahora se asimila la próxima construcción de los nuevos 5 kilómetros de túnel del AVE a una temeridad sin precedentes. La línea 5 pasa bajo el Hospital Clínic y cerca de la Sagrada Família, a 15 metros de profundidad, pero el túnel del AVE, bien proyectado y dos veces más hondo, por lo visto derribará el Eixample... Los hechos y los datos interesan menos que los rumores y las suposiciones. Hay una vuelta a la astrología civil, un acrítico respeto reverencial por adivinos y oráculos de mal agüero, frívolamente invocados por prescriptores de opinión y personas públicas que debieran apuntar más alto.

El poder contribuye a ello. Suele explicarse tarde y mal (véase accidente del Carmel), o decir medias verdades, como pidiendo perdón por mandar. Lo que más me incomoda de este plan es que haya tardado 14 meses en salir. Me inquieta que un decreto importante esté más de un año sin plan de acción, y me decepciona que, cuando sale, la opinión pública acuse al Gobierno de gobernar. Debería reprocharle no hacerlo bastante.

Es adecuado y oportuno reducir las emisiones de dióxido de nitrógeno y micropartículas. Los estudios epidemiológicos demuestran que tienen una incidencia negativa sobre la salud de las personas, incluídas las que protestan. El plan propone 73 acciones para lograr esa reducción, empezando por la substitución, antes de 2010, de la motorización diésel que emite partículas, pero poco NO2, dicho sea de paso, por gas, hidrógeno u otros combustibles limpios en todos los vehículos públicos pesados (autobuses, camiones de basura y bomberos, etcétera). Prescribe planes de movilidad para las empresas con más de 500 trabajadores o visitantes diarios regulares (200, si son públicas), regula las emisiones de determinadas industrias (plantas de hormigón o asfálticas, centrales térmicas...), así como las del puerto y aeropuerto, controla las actividades extractivas y varias cosas más. Ni he redactado el plan, ni digo que me parezca maravilloso: simplemente lo he leído.

La limitación de la velocidad a 80 kilómetros por hora no es ningún disparate, porque los motores muy revolucionados emiten más gases y partículas. Una mala conducción puede minorar la bondad de la medida, cierto es. Eso solo significa que una buena conducción puede aumentar sus efectos saludables. Así que hay que moderar la velocidad y, además, conducir bien. Reprochar al plan que hubiera podido decir más es distinto de quejarse por decir lo que dice. Practicar una conducción correcta --el RACC ofrece cursos excelentes-- contribuye a minimizar las emisiones, desde luego, pero si el Govern también limitase el máximo de revoluciones por minuto en las aceleraciones o marchas cortas, no faltarían voces discrepantes.

¿En qué quedamos? Gobernar es fijar objetivos y poner límites. Cruzar en rojo está prohibido, sin que ello limite libertad alguna. Mejor dicho: limita una para garantizar otras muchas en beneficio de todos. Al invento se le llama Estado de Derecho.

El plan también hace una referencia, circunstancial, a la emisión de dióxido de carbono. No es su objetivo principal, porque el CO2 no es tóxico. Pero todo el mundo sabe que, en exceso, es ambientalmente nocivo (exaltación del efecto invernadero). A partir de 90 kilómetros por hora --que, por cierto, es la velocidad máxima en todas las carreteras de los EEUU-- el consumo de combustible se dispara. A 120, un coche medio tarda 13 minutos de Barcelona a Terrassa y consume 2,1 litros de gasolina; a 90, tarda 17 minutos y consume 1,6 litros. Para ganar 4 minutos se consume un 25% más de combustible. Ir a 90 kilómetros por hora es más económico, ahorra energía, contamina menos y permite una conducción más segura. La medida sanitaria de los 80 kilómetros por hora, por tanto, tiene un efecto colateral bien positivo en época de creciente escasez energética y de exceso de CO2 atmosférico. ¿A qué viene, pues, tanto remilgo?

Ramón Folch, socioecólogo, director general de ERF, presidente del Consejo Social de la UPC.