Ficción y realidad de Europa

Por enésima vez, el proyecto europeo se recupera de las heridas recibidas con el humillante rechazo del Tratado de Lisboa por parte de los irlandeses. La Unión Europea (UE), al dar a Dublín al menos tres meses para proponer alternativas, retorna a la confusión y elude un compromiso precipitado porque los remedios que se barajan --nuevo referendo, nuevo tratado, exenciones para Irlanda-- plantean espinosos problemas y tienen destacados detractores. La ratificación del tratado por parte de Londres ofrece al- gún motivo para el optimismo, matizado por las dudas de Praga.

Cada vez que las reformas de la UE son sometidas al veredicto popular, los electores se mofan clamorosamente de las presunciones y cábalas de sus líderes. Irlanda rechazó el Tratado de Niza en el 2001, aunque un año más tarde lo aprobó tras algunas concesiones, y cuando los electores franceses y holandeses se pronunciaron contra la Constitución Europea (2005), se declaró la caducidad ipso facto del pomposo documento y el proceso quedó bloqueado. Ahora se pretende dar otro trato al no irlandés, aunque algunos propugnan enterrar el tratado para que Europa renazca de sus cenizas.

Los eurófilos arguyen que ha llegado la hora de analizar prioritariamente las causas de la desafección popular, el foso visible entre los contribuyentes y las amables, costosas, pero a menudo inoperantes instituciones comunes. El déficit democrático es motivo de especulación, pero no se intenta corregirlo, por más que las víctimas de las crisis paseen sus pancartas por Bruselas. Tras el fiasco de la ambiciosa Constitución, la modestia del Tratado de Lisboa mide la distancia que separa los sueños federales de la realidad de los egoísmos patrióticos.

Quizá los problemas comenzaron en 1973 con la entrada de Gran Bretaña, Irlanda y Dinamarca para formar la Europa de los Nueve. De Gaulle denunció en sus momentos estelares el caballo de Troya británico que abriría la puerta a los norteamericanos y haría perder a la Comunidad Europea su alma y su amigable reparto de papeles entre Francia y Alemania. Luego vinieron las adhesiones de Grecia, España y Portugal, como premio por la liberación de las dictaduras, pero que añadieron eventuales aliados a las pretensiones de Londres.

Entonces se dijo que cualquier nueva incorporación exigiría la reforma previa de las instituciones y una mayor cohesión. Pero se persistió en el error, se puso la carreta delante de los bueyes y llegó la ampliación del 2004, con la entrada de golpe de 10 países, sin haber logrado ni tan siquiera un retoque institucional para prevenir la parálisis. Los periódicos se llenaron de júbilo con el espacio comunitario entre Tallin y Lisboa, pero la heterogeneidad del grupo superó los límites de lo razonable, volvieron los recelos nacionales y el funcionamiento institucional devino inviable.

Gran Bretaña siguió su camino, logró varias exenciones y quedó fuera del espacio Schengen y de la unión monetaria (euro), arrastrando a Dinamarca y Suecia, pese a que esta había aceptado en principio la divisa única. La geometría variable es un hecho incontrovertible, del que se evita hablar, y los periódicos populares británicos prosiguen su particular cruzada contra el ogro burocrático de Bruselas o trasladan a Irlanda su diatriba antieuropea. Las ilusiones federalistas codificadas por Vaclav Havel en una frase célebre --"la unificación de Europa y la reunificación de Alemania son las dos caras de la misma moneda"-- resultaron efímeras.

La globalización, en vez de levantar los ánimos comunitarios, parece haber consumado el repliegue nacionalista. El Estado nacional ha resistido mejor de lo esperado, hasta el punto de que, como subraya un analista de Le Monde, "los ciudadanos ven la UE como un escalón no pertinente entre la nación y la aldea global". El retroceso abrumador de la democracia cristiana y la quiebra de la socialdemocracia --las dos fuerzas que comparten la gloria del éxito europeo-- ahondan las discrepancias en temas que afectan a la esencia del proyecto, socavado por el populismo, la codicia o el nacionalismo estridente.

Europa no puede fortalecerse en la ambigüedad o la ficción de una visión unánime y armónica de sus objetivos y los medios para alcanzarlos. Hay desacuerdos profundos sobre temas capitales como la supranacionalidad, la armonización fiscal, la política exterior y de defensa, los criterios del Banco Central Europeo e incluso los paradigmas culturales o las raíces cristianas, todos ellos explotados sin ambages por la heteróclita cohorte de los detractores irlandeses. Gran Bretaña y sus afines rechazan nuevas transferencias de poder a Bruselas y se atienen al principio de la subsidiariedad, mientras un Sarkozy irritado pone precio a las ampliaciones.

El nudo gordiano radica en las relaciones de la UE con Gran Bretaña, siempre reticente ante el alcance del proyecto. Pero la gran mayoría de los socios, encabezados por Alemania, recusan la idea de las dos velocidades o núcleo duro: un grupo de países que se comprometen a una cooperación avanzada, heraldos de la utópica unión federal. Prefieren la Europa realmente existente, con los británicos a bordo, confiados en su evolución, en vez de dejarlos en tierra esperando que el proyecto encalle. Porque la integración debe avanzar desde un acervo común que está por delimitar y por vender a la opinión pública.

Mateo Madridejos, periodista e historiador.