Ficción y realidad para justificar a Putin

Tal vez ha sido así siempre, pero hoy en día el fenómeno resalta con más claridad que nunca. Una guerra son en realidad dos guerras: la que se pelea en la realidad, cruzando fronteras con tanques blindados, y la que se pelea en las conciencias de la gente, en ese espacio incierto y a veces etéreo que llamamos opinión pública. Esta segunda guerra, claro, no se gana con bombas ni misiles; se gana esgrimiendo argumentos morales, razones geopolíticas o simples argucias o mentiras que justifiquen la invasión de un territorio y la muerte de miles de civiles. Si en la primera de estas guerras las palabras se silencian bajo el estruendo de la artillería y del metal, en la segunda proliferan. La destrucción y la muerte no soportan muchas interpretaciones. Son lo que son e invitan al silencio más que a la verborrea. La disputa de las conciencias, en cambio, es un campo abierto que se llena de razones y de explicaciones, de eslóganes y de fábulas construidos a la medida del interesado, todos con un mismo fin: culpar al otro del desastre para pasar a la historia como el abanderado de una causa justa.

Ficción y realidad para justificar a PutinY es en este campo, el del relato que ha justificado la movilización de tropas rusas para invadir Ucrania, donde se han reunido voces variopintas e improbables. Unas apelan al más crudo realismo y otras se deslizan por meandros oscuros y ficticios, pero ambas coinciden en el mismo punto: la culpa de la invasión no la tuvo Vladímir Putin. La tuvo Occidente debido al irresponsable apetito anexionista de la OTAN. O la tuvo Ucrania, controlada desde sus centros de poder por grupos neonazis. O la tienen los sospechosos habituales, las grandes corporaciones armamentistas y petroleras que amplifican sus fortunas con cada cataclismo bélico.

Estas teorías que describen a Rusia y a la población de Donbás como víctimas de nazis drogadictos o de una OTAN belicista han sido promovidas por la izquierda radical. Voz, por ejemplo, un semanario colombiano históricamente ligado al Partido Comunista, afirmaba en su edición del 2 al 8 de marzo que la reacción de Rusia se entendía por el asedio de las “bandas fascistas de Kiev” y por “las amenazas nucleares de la OTAN”. Tomaban elementos reales, como la existencia del batallón Azov, un grupo de ultraderecha que ha estado luchando contra los separatistas rusos de Donetsk y Lugansk, para moldear la más inverosímil ficción: dar a entender que no era el presidente Volodímir Zelenski, sino aquel comando, quien gobernaba Ucrania. Esa ficción, sin embargo, se deshacía en hilachas con cada civil ucranio que espontáneamente se sumaba a la resistencia en las ciudades.

El problema no radica en el fascismo ucranio, sino en el nacionalpopulismo de Putin y en su sistemático intento de engrandecer el mito de la madre patria desestabilizando a Occidente. La mentira, que en manos de un novelista produce arte, en manos de un político como Putin produce confusión y muerte. A eso ha estado jugando desde hace años, sabiendo que sus falsedades serán replicadas por todos los nacionalpopulismos antidemocráticos que quieren ver en Rusia al nuevo poder fáctico capaz de desafiar a Estados Unidos y a la Unión Europea. En América Latina se ha producido la muy predecible complicidad de los gobiernos más autoritarios y populistas con Putin, y en España Podemos se ha desmarcado de los grupos parlamentarios que quieren enviar armas a Ucrania llamándolos “partidos de la guerra”. Cuba, Nicaragua, Venezuela, Bolivia y El Salvador respaldan al autócrata ruso, quizás porque entienden que Putin no está en contra del fascismo ni de la guerra, sino de la democracia liberal, un sistema que también ellos detestan, y Podemos, con sus reacciones instintivas en contra de la OTAN, delata su vínculo originario con estas corrientes nacionalpopulistas latinoamericanas.

Lo curioso —y preocupante— es que no sólo la izquierda populista y autoritaria ha justificado a Putin. También lo ha hecho John Mearsheimer, un académico estadounidense muy alejado del antiyanquismo latinoamericano que, sin embargo, coincide con el diagnóstico de la izquierda radical: la culpa de la guerra en Ucrania la tienen Estados Unidos y la OTAN. Su veredicto nada tiene que ver con los cuentos que embelesan a la izquierda, y jamás aceptaría la tonta hipótesis de que Ucrania está bajo el control nazi. Lo que defiende el politólogo no es la ficción, sino su contrario, el realismo político. Más aún, un realismo ofensivo que entiende el mundo como un tablero de ajedrez en el que las grandes potencias, por la propia inercia de su dominio económico, están llamadas a blindar sus zonas de influencia y a priorizar su seguridad ante cualquier consideración jurídica o moral. El discurso democrático, con su defensa de los derechos humanos y del cosmopolitismo liberal, suena muy bien, pero no es más que un frágil espejismo detrás del cual aflora una realidad concreta: el nacionalismo y su poderío militar. Así son las cosas, viene a decir Mearsheimer, y es en función de este hecho, y no de quijotismos, que se debe pensar la acción internacional de los países, en especial de Estados Unidos. Eso, en pocas palabras, significa una sola cosa: no molestar a Putin.

Lo dijo hace solo unos días en una entrevista para The New Yorker. La guerra en Ucrania es el resultado de la imprudencia de Occidente y de la OTAN, que en su reunión de 2008 habló de la próxima incorporación de Georgia y de Ucrania. Bajo la lógica realista de Mearsheimer, eso equivalía a jugar con la comida de un tigre. ¿Qué esperábamos que hiciera Putin? Pues lo que hizo, reaccionar de forma violenta. Como si lo único real fuera la identidad, la seguridad y el poder, no habría más remedio que resignarse a un mundo repartido entre potencias nacionales, sean estas democráticas o autoritarias.

El problema con el realismo que profesa Mearsheimer es que no lo es. O lo es solo a posteriori, como una profecía que se autocumple. Si se piensa que no hay manera de resistirse a la potencia de la identidad y a sus inclinaciones tribales, el resultado será evidente: el triunfo del nacionalpopulismo. Asumir que esos dos elementos, y no el derecho internacional, los valores liberales o el cosmopolitismo, son lo único real, más que un diagnóstico es una concesión. Convierten cualquier intento de enfrentarse al discurso nacionalista en un esfuerzo inútil. Y no solamente: ¿cómo habrían de combatirse otras taras, como el machismo, el autoritarismo o el despotismo, si asumimos que el poderoso está autorizado a defenderse cuando sienta amenazadas su identidad o su seguridad? El realismo ofensivo quizá no sea más que una justificación del discurso patriotero: munición para quienes quieren ver a Putin convertido en un líder sensato, que reacciona de forma racional ante la amenaza de Occidente.

Eso es lo que parece estar en juego en esta guerra por el relato y por la opinión pública: la legitimación del modelo nacionalpopulista en el mundo entero o el repunte de las democracias y del cosmopolitismo liberal. Y aquí no hay ficciones descabelladas o realismos ofensivos que valgan. La guerra, ese mal casi olvidado del siglo XX, lo ha vuelto a recordar: el nacionalismo es el peligro real, y sus ficciones, lo que debemos enfrentar.

Carlos Granés es ensayista.

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