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Fidel Castro alguna vez pensó en una Cuba libre e independiente

Fidel Castro en 1956 en Ciudad de México, detenido en una oficina migratoria por entrenar a tropas rebeldes. Crédito Bettmann Archive vía Getty Images
Fidel Castro en 1956 en Ciudad de México, detenido en una oficina migratoria por entrenar a tropas rebeldes. Crédito Bettmann Archive vía Getty Images

Antes de su muerte en 2016, Fidel Castro pidió que no se erigieran estatuas ni monumentos en su honor. Su tumba en el cementerio de Santa Ifigenia en Santiago de Cuba solo consta de una sencilla roca de granito marcada con una pequeña placa estampada con una palabra solitaria: FIDEL.

La generación de mi padre, que llegó a la mayoría de edad durante la Guerra Fría, pensaba que Castro era un demente autoritario como otros líderes comunistas de mediados del siglo XX. Pero ¿quién era Castro en realidad y a qué era fiel?

En la primavera de 2004, hice mi primer viaje académico a Cuba. Estuve ahí para asistir a un taller sobre el ejército cubano y esperaba encontrar contactos que fueran de ayuda mientras escribía un libro sobre la historia de la base naval de Estados Unidos en la bahía de Guantánamo. Los académicos cubanos que conocí fueron amables y me dieron la bienvenida a pesar de la hostilidad declarada entre nuestros dos gobiernos. Regresé a casa con pistas frescas y promesas de ayuda futura.

El espíritu de la buena fe se evaporó dos años después, cuando el gobierno de George W. Bush recibió con euforia la noticia de la enfermedad y el traspaso del poder de Fidel Castro y se dedicaron a hacer predicciones sobre el inminente colapso del comunismo cubano. Durante los años siguientes, Cuba se mantuvo prácticamente cerrada para los académicos estadounidenses, lo que obligó a recurrir a otras fuentes para terminar los libros que habíamos iniciado.

Toqué las puertas de los archivos de Cuba de nuevo en 2013. En esta ocasión, tenía en mente escribir una biografía del joven Castro. Había visto indicios en mis investigaciones anteriores de que Castro era un hombre complejo al que lo inspiraba la idea de una Cuba libre e independiente de gobiernos extranjeros y que estaba decidido a buscar vías para garantizar el bien común del pueblo. Quería explorar esos indicios a la luz de las fuerzas internas y externas que lo habían formado. No sabía lo que iba a encontrar, pero presentía que podría ser revelador.

Obtuve acceso a los documentos de Castro en La Habana, pude entrevistar a excolegas y familiares y logré visitar sitios históricos de su juventud en 2014, mientras la isla experimentaba con una economía del sector privado limitada, y los mismos cubanos estaban revaluando la Revolución y reimaginando en lo que podría derivar. Si había más sobre Castro de lo que se veía a simple vista, los cubanos mismos parecían ansiosos por verlo.

El Castro que descubrí no coincide con la visión de él de ninguna de las autoridades a ambos lados del estrecho de Florida. Castro comenzó su carrera política como un crítico de la corrupción política y del dominio extranjero que erosionó a Cuba desde su fundación en 1902. En las décadas de los cuarenta y cincuenta, durante las campañas políticas en contra de los gobiernos de Ramón Grau y Carlos Prío y, en última instancia, de la dictadura de Fulgencio Batista, ejerció presión y defendió las mismas libertades civiles y políticas que su gobierno revolucionario suspendería después.

En esa época, su compromiso con la libertad individual estaba equilibrado con una plataforma de libertades sociales derivadas en parte del Nuevo Acuerdo de Franklin D. Roosevelt, que incluían el acceso universal a la educación, a los servicios médicos, el derecho a un empleo seguro y un nivel de vida digno (se atribuye a su Revolución ser pionera en el logro de los primeros dos rubros de la lista). También lo impulsaba el deseo de terminar con la subordinación de Cuba a Estados Unidos y de desarrollar mercados locales, nacionales e internacionales. Todo esto conduce a lo que podría describirse como un nacionalismo liberal.

Castro distaba por mucho de ser el único que buscaba la reforma social y política en la Cuba de mediados del siglo XX, pero él no se detendría ante nada para lograrlo, lo cual lo puso en una trayectoria de colisión con los políticos de la clase dominante, con los intereses económicos y estratégicos de Estados Unidos y, a la larga, con Batista, cuyo golpe de Estado de marzo de 1952 derrocó al entonces presidente Prío Socarrás y llevó al país en una dictadura militar.

Los cubanos recibieron el golpe de Estado de Batista con una indiferencia colectiva, pero Castro llevó a Batista a los tribunales con el argumento de que el golpe violaba la constitución de 1940. Su demanda fue desestimada. El gobierno de Batista terminó por suspender de manera intermitente las garantías constitucionales en los años siguientes e impuso una estricta censura. A medida que el gobierno de Batista tomaba medidas enérgicas contra la protesta civil, la violencia aumentó. Abatido por lo que Castro veía como la indiferencia de los cubanos ante la dictadura de Batista, encabezó a un grupo de jóvenes en un ataque fallido contra un cuartel importante del ejército en julio de 1953 y fue arrestado.

En su juicio, Castro hizo una defensa vehemente del orden constitucional y de los derechos individuales. Las leyes cubanas prohíben la dictadura militar, argumentó. Ante una dictadura, la constitución provee a los ciudadanos de un bote salvavidas: el derecho a resistir la tiranía. Estuvo en prisión los siguientes veinte meses, en los que se ponía al día sobre la guerra de guerrillas y afinaba su plataforma política.

Cuando Castro fue liberado en mayo de 1955, se exilió en México y a finales del año siguiente se embarcó de regreso a Cuba junto con 82 rebeldes cubanos. Granma, su embarcación, encalló en la costa suroeste de Cuba, pero el grupo fue emboscado por el ejército de Batista. Castro fue uno de los doce que lograron sobrevivir al desembarco.

En otro giro improbable, Castro combatió al ejército cubano, que estaba respaldado por Estados Unidos, hasta paralizarlo —utilizó la crueldad y la incompetencia de los comandantes de Batista para erosionar la lealtad de sus soldados—. Para diciembre de 1958, los guerrilleros de Castro estaban tocando la puerta de Santiago de Cuba, con los segundos cuarteles militares más grandes de la nación a punto de caer en manos rebeldes.

Para evitar un mayor derramamiento de sangre, Castro y su contraparte en el ejército de Batista, el general Eulogio Cantillo, acordaron dejar de pelear, unir fuerzas y ocupar las provincias orientales. Cantillo se apresuró a La Habana a arrestar a Batista y a sus aliados. Al llegar a la capital, incumplió el acuerdo: se confabuló con la embajada de Estados Unidos para dejar que Batista y su círculo cercano huyeran del país con cientos de millones de pesos en su posesión.

“Esto nos va a costar caro”, predijo Castro, pues los fugitivos “lanzarán propaganda en contra de la Revolución y se profundizarán los problemas en el futuro cercano”. El sabotaje y el terrorismo contra la Revolución comenzaron esa misma semana, justo cuando el nuevo ejército cubano, con Raúl Castro al mando, comenzaba la ejecución sumaria de los presuntos criminales de guerra.

Analizando en retrospectiva estos eventos, unos cuantos días antes de la invasión de playa Girón en abril de 1961, un informe del gobierno estadounidense afirmó que la gestión de Dwight D. Eisenhower había apoyado la guerra contra Batista y aceptado la plataforma de reforma social y económica de la Revolución. Sin embargo, mucho antes de que Castro llevara a sus guerrilleros a La Habana en enero de 1959, Estados Unidos concluyó que había que detener la Revolución.

Reescribir esta historia les permitió a los funcionarios estadounidenses afirmar que Castro traicionó al pueblo cubano y que siempre tuvo la intención de aliarse con los soviéticos. Sin embargo, Castro no se comprometió ni comprometió a Cuba con el comunismo sino hasta después del triunfo de la Revolución, cuando, a falta de una base política a la par de su ejército guerrillero, recurrió al Partido Comunista (y después a la Unión Soviética) para proteger a la Revolución de la oposición interna y externa.

Una vez hecha, la acusación de traición cobró vida propia: logró transformar a un nacionalista liberal acorralado por la lógica maniquea de la Guerra Fría en el dictador diabólico que nuestros padres describían. La idea de la traición vive hasta hoy; el gobierno de Donald Trump y sus aliados en Miami lo ha mantenido vigente al aprovechar la evidencia del apoyo de la isla al presidente venezolano Nicolás Maduro con el objetivo de que Cuba pague por el pecado original de Fidel Castro. Sin embargo, esta historia, que nos permite ver los orígenes del enfrentamiento como algo menos unilateral —e incluso trágico—, puede darnos una vía para que los cubanos a ambos lados del estrecho de Florida zanjen esta división y tal vez sienten las bases de la reconciliación.

Mientras tanto, Cuba sigue adelante, descorazonada pero no derrotada por el reciente endurecimiento del embargo en Estados Unidos. Hasta ahora, las políticas del gobierno de Trump no parecen haber erosionado el espíritu de compañerismo y colaboración que se infundió en los archivos cubanos durante el acercamiento diplomático del expresidente estadounidense Barack Obama. Pero la política tan severa de Trump amenaza con socavar algo todavía más importante: el experimento de los cubanos con las empresas privadas, el avance más significativo en la isla en una generación.

Una percepción sin prejuicios del joven Fidel Castro y sus aspiraciones socialdemócratas para Cuba les darían un nuevo impulso tanto a la privatización parcial de la economía de la isla como al proceso de estudiar la Revolución mientras que relegan una caricatura de la Guerra Fría al cajón del olvido donde pertenece.

Jonathan M. Hansen es historiador y autor de Young Castro: The Making of a Revolutionary, que saldrá este mes con el sello editorial de Simon & Schuster.

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