Fieles a nuestro origen

«En tiempos de decadencia, los nuevos apedrean a los originales». A través de su personaje el profesor Juan de Mairena, Antonio Machado escribía una advertencia pensada al principio para la literatura, pero que en su misma obra se tradujo al espacio de la reflexión política. Vivía el poeta en tiempos en que todo podía justificarse mientras apareciera con la violencia del rupturismo, con la brutalidad de la liquidación. A fin de cuentas, se trataba de una época en la que el culto a la vanguardia desprendía los peligrosos efluvios de las emociones belicistas de 1914, cuando la catástrofe fue sacralizada en una deformación estética que olvidó la miseria atroz de las trincheras. Contra lo que se pensó con tanta frecuencia y tan fatales efectos en los años de posguerra, el hombre nuevo no podía surgir de una moral forjada en la barbarie, sino solo de esa negación de un presente injusto, con la que las personas decentes siempre dan paso a una afirmación moral.

Los nuestros son tiempos de decadencia. O tal vez sean los peores años, aquellos en los que una crisis deja de ser un acontecimiento para convertirse en una toma de conciencia, en un modo de vivir. Lo más espantoso de esta época es comprender que lo que nos está ocurriendo tiene mucho más de estuario que de manantial, más de lastimosa deformación que de principio esperanzado. Es ahora cuando recogemos la cosecha de un fin de siglo en que algunos consideraron superado el concepto mismo de la historia, y en el que casi todos se sumergieron en la procacidad de un presente eterno, una hora interminable de recreo, una inagotable amplitud de la despreocupación, la simpleza y el sarcasmo. Nuestros años de opulencia material fueron también el tiempo en que nada era problema, reflexión o desafío intelectual.

Desde la caída del Muro hasta la llegada de la crisis, Occidente decidió arrojar por la borda de su travesía jactanciosa todos aquellos factores que habían dado vigor y significado a la sociedad europea. Se desprestigiaron los principios, se consideró sobrante el pensamiento, se prefirió la instantánea velocidad de la comunicación al denso reposo en que se elaboran las ideas. Hemos visto a las nuevas generaciones exasperarse ante lo que consideran la lentitud de una película, la extensión de una novela o la complejidad de una sinfonía. Hemos visto a los más jóvenes perder ese instinto de civilización que nos salvó de las mitologías crueles, que preservó nuestra sociedad en ese espléndido periodo de madurez que siguió al horror de la segunda contienda mundial. Las fases de reflexión y de prudencia no tienen el prestigio que merecen porque un estúpido romanticismo las considera etapas de moral blanda, de carencia de heroísmo, de precariedad de las convicciones. Sin embargo, siempre son periodos de reconstrucción, en los que Occidente ha tenido que volver a levantar, con una modesta firmeza y una ausencia de gestualidad, los recursos físicos y los valores espirituales aniquilados en los tiempos de vanidosas aventuras y de insensatos experimentos. Las épocas en las que ha primado la racionalidad y la tolerancia carecen de esa memoria de excitación aparatosa que seduce a quienes, desde la seguridad garantizada por un orden político realista, sueñan con utopías cuyo alto precio tenemos que pagar más tarde incluso quienes nunca creímos en ellas.

Pero los tiempos heroicos de verdad han sido los de silenciosa laboriosidad, de callado coraje cívico, de profunda afirmación de las ideas, en que los hombres han descubierto de nuevo el extraordinario valor de lo que para nosotros es normal. No son los jóvenes los responsables de haber olvidado estas cosas en los últimos años, sino aquellos que, con mayor edad y más certera perspectiva, deberían haber custodiado con esmero una herencia que se ha ocultado a los ojos de todos, temiendo que el culto a las verdades esenciales de nuestra tradición pudiera amargarle la fiesta a una generación que tenía derecho a ser educada y a forjarse un carácter.

Los años finales del siglo XX transcurrieron en esa tendencia al abandono, al desarraigo, a la orfandad cultural. Años en que el esfuerzo por construir una sociedad que había logrado recuperar la sensatez, se combinó con esa absurda pérdida de referentes, ese desprecio a lo que somos como producto de un largo trayecto histórico, esa entusiasta necesidad de liberarse de cuanto nos había dado un perfil de civilización. Se creyó que el hombre –por lo menos el hombre con una carga cultural como la europea– puede basar su felicidad e incluso su bienestar material en la ingenua sensación de inventarlo todo a cada instante. Lo que empezó siendo un periodo de reconstrucción cultural acabó en el tiempo del vacío, el tiempo del silencio, el tiempo de un estrépito sin sentido.

Ahora, cuando la crisis ha mostrado la regocijada venganza de la realidad, parece que no tenemos una idea a la que agarrarnos, parece que no disponemos de aire social en el que respirar. La alegre carencia de ligaduras se ha convertido en una insoportable sensación de soledad , de no pertenecer a nada y carecer de propiedad alguna. La destrucción de un orden económico ha permitido constatar que habíamos extraviado nuestro espíritu. Cuando hemos querido encontrar consuelo en algo, hemos hallado secas las fuentes de aquella inspiración que permitió a los hombres de Occidente levantarse de las más horrendas crisis de la historia. Y es que ellos poseían el rigor de unos valores con los que amasaron la salida de la crisis. Ellos habían custodiado unos principios en los que podían reconocerse incluso en los momentos más difíciles.

En su desesperación, quienes descubren ahora la podredumbre de aquel exterminio cultural, vuelve a fascinarles el discurso de lo nuevo, la propaganda de lo inédito, la idolatría de la juventud, el fervor por lo que nada debe al pasado, lo que quiere presentarse como el único hijo legítimo de los tiempos de cólera. Nuestra obligación es denunciar a quienes han sido responsables de este letal abandono: las elites políticas, los líderes culturales, los que tuvieron a su cargo la formación de los más jóvenes y quienes debieron conservar un patrimonio que se ha demostrado como irrevocable.

Y, más aún, debemos oponer a quienes nos apedrean desde lo nuevo, la virtud insigne de nuestra originalidad. Porque a esa zona hay que volver, a los orígenes de nuestra cultura, a los valores que continúan disponiendo de las mejores soluciones al abrumador desorden de nuestra época. Valores permanentes, pero no inmóviles. Valores constantes, pero no rancios. Valores históricos, pero no pasajeros. Aquellos sobre los que la sociedad se organiza, adaptada a las circunstancias cambiantes de los tiempos, pero resistiendo como los fundamentos de este edificio irrenunciable que ha sido, durante más de dos mil años, Occidente. En nuestro principio está nuestro fin. En nuestro origen está nuestra novedad de cada día. En los fundamentos de nuestra civilización se encuentra la respuesta a los problemas que pueden hacer que una generación entera vuelva a malograrse, maldiciendo su suerte tras haberse entusiasmado por su soberbia. Proporcionemos esa verdad íntima que contienen los filones de nuestra cultura a esos jóvenes, antes de que sean convocados, como lo temía Juan de Mairena, a «retroceder a la barbarie, cargados de razón».

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Vocento.

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