Fiestas consumistas

Tradiciones, belenes, polvorones y familias aparte, hay una cosa que todos hacemos más y mejor en Navidad que en ninguna otra época del año: gastar. La Navidad es a estas alturas la fiesta dorada del consumismo. Estos días todos pensamos cuánto vamos a invertir en regalos, banquetes, caprichos o colonia. Y nos sentimos bien cuando podemos gastar más y peor cuando podemos gastar menos. Hasta los pobres están de enhorabuena porque, puestos a comprar, en Navidad compramos más solidaridad y mucha más caridad que el resto del año. Después criticamos la obsolescencia programada, los mares de plástico y el ansia de tener en vez de ser en estos tiempos.

Nos comemos las uvas con la lentejuela puesta y a otra cosa. Estamos de acuerdo en que el consumismo está mal, pero en general tenemos muy pocas ganas de pensar seriamente en por qué está tan mal. Es lógico. Porque siempre que se aborda el tema, nos la acabamos cargando los consumidores, como si el consumismo fuera más un problema psicológico que democrático. Esa es la razón por la que mucha más gente odia la Navidad que el consumismo. Porque lo peor de la Navidad es siempre culpa de otros, pero lo peor del consumo es asunto de cada uno. Por desgracia, no es exactamente así. Hace mucho que el consumismo dejó de ser un problema estrictamente personal para convertirse en un peligro electoral.

Imaginemos por un momento que viviéramos en una sociedad con más consumidores que ciudadanos. Un país donde ir a la moda se hubiera convertido en “ir a la norma”. Donde todo el mundo estuviera deseando cumplir con las reglas no escritas del mercado y la innovación, incluso con ser los primeros en cumplir con esas reglas. Donde la gente buscara en su tiempo de ocio “la última norma” en redes sociales, plataformas de vídeo y cualquier espacio con información socialmente relevante (esté o no contrastada). Imaginemos una ciudad, qué digo, decenas de ciudades, donde la gente se esforzara decididamente en ser mejores consumidores y poco o nada en ser mejores ciudadanos.

¿A quién votaría la gente en un sitio así? Es fácil predecir que los consumidores electorales se esforzarían por cumplir con la moda (o norma) democrática en cada momento y estación con el mismo rigor ilusionado con que los niños bailan el swish swish. En un sitio así, el voto sería un asunto tan volátil como la moda otoño invierno. Y sería muy difícil ordenar o predecir la gobernabilidad porque, además, las encuestas electorales no servirían absolutamente para nada. Preguntar a los ciudadanos sobre sus opciones políticas sería como si los estilistas preguntaran a la gente qué piensa ponerse la próxima primavera en lugar de averiguarlo en la semana de la moda de Nueva York.

En un país de este tipo, lo mismo compraríamos camisetas con animal print en masa que aceptaríamos una papeleta electoral con ideas animales. La gente luciría con el mismo fervor un estampado de leopardo que cualquier otra bandera a la moda (digo, norma). Por extraño que parezca, en un país gobernado por consumidores, las mismas personas podrían votar muy a la derecha, muy al centro o muy a la izquierda en función del último must social. Y, del mismo modo, los políticos podrían cambiar de ideas como de camisa, porque las ideas se convertirían en eslóganes y ganaría el partido que mejor controlara su campaña de marketing o de adds en Facebook. Peor aún, los ciudadanos ya no reprocharían a sus líderes la volatilidad de sus convicciones, sino que la asumirían como parte del juego democrático.

Si viviéramos en una sociedad de este tipo, está claro que el mejor momento para hablar sobre el futuro de la democracia sería la Navidad. Porque la Navidad es el único momento del año en que el consumo parece un asunto verdaderamente social. Es cuando todos nos sentimos obligados a gastar, como si no dependiera de nosotros mismos porque, de hecho, no podemos hacer otra cosa. Pero es además el momento del año en que sentimos la obligación de hacer balance y pensar por qué hacemos las cosas que hacemos.

A estas alturas, todos sabemos lo que el consumismo hace a nuestro bolsillo. Igual que todos hemos sentido alguna vez lo que hace a nuestro corazón. Compramos porque estamos tristes y nos ponemos más tristes. Compramos porque estamos solos y nos sentimos más solos. Sabemos también lo que el consumismo está haciendo a nuestro planeta, que pronto estará en peligro de extinción. Ahora bien, lo que puede llegar a hacer a nuestra democracia aún está por ver. Y en España, muy probablemente, nos tocará verlo en 2019.

Lo peor de todo es que no es lo mismo comprar ideas que pantalones. Y si llegara a serlo, estaríamos definitivamente perdidos. Pero no es momento de preocupación. Ahora mismo tenemos todos muchos regalos que envolver y que abrir el próximo año. Así que cantemos con alegría una vez más. Que esta noche es Nochebuena y mañana Navidad, saca la VISA María que me voy a ir a votar.

Nuria Labari es escritora y periodista. Es autora del Cosas que brillan cuando están rotas (Círculo de Tiza).

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