Figuras morales frente a ídolos

¿Cuáles son las necesidades primordiales de una sociedad, cuándo ha entrado por los desfiladeros de la perplejidad o de la decadencia? Lo que nos es más esencial es lo más tímido y discreto, se deja sentir sin exigir, aparece siempre en silencio y nunca con voces estentóreas. Por ello sólo quien pone el oído sobre el tambor del alma percibe esas llamadas profundas que nacen de la conciencia individual y social.
Hay necesidades físicas como el pan, el vestido y el cobijo; necesidades sociales como el acogimiento y reconocimiento por los demás; necesidades morales como la defensa de nuestra dignidad y nuestros derechos; necesidades espirituales como el conocimiento del mundo real, la cultura en cuanto forja del propio proyecto personal; necesidades religiosas como la ordenación a Dios realidad sagrada que nos funda y cobija, que puede alumbrarnos un último sentido y ofrecernos definitiva salvación. Estas necesidades no se viven en pura sucesión cronológica sino que están imbricadas entre sí y cada una repercute sobre las otras.

Al final de la Segunda Guerra Mundial en Alemania una de las primeras obras llevadas a cabo fue la restauración de los teatros con la puesta en escena de las grandes tragedias, dramas y comedias de la literatura universal. Partían del convencimiento de que el hombre es capaz de asumir grandes esfuerzos cuando tiene un horizonte de sentido por delante. Asistir a una representación de Sófocles o de Aristófanes, de Shakespeare, de Calderón o de Goethe es verse confrontado con las posibilidades y límites radicales de la existencia, ser invitado a un empeño dignificador, percatarse de los límites que la insolencia humana encuentra y de la venganza objetiva que la naturaleza devuelve a quienes violan sus leyes.

En momentos de incertidumbre por un lado y de saturación por otro, de países en opulencia y de continentes en hambre, de pérdida de sentido y actitud religiosa en Europa a la vez que difuminación de los últimos fines de la vida humana, lo más necesario son las figuras morales que quiebran ciertas evidencias sobre las que está asentada la sociedad y la confrontan con los imperativos primordiales de la vida humana: la verdad, el prójimo, la esperanza, Dios, la imposibilidad de dormir plácidamente mientras la injusticia, el hambre o la desesperanza reinan en derredor.

Al igual que necesitamos unas pocas palabras verdaderas y esenciales, así necesitamos unas pocas figuras verdaderas y ejemplares, a la luz de las cuales reconozcamos lo que nos hace realmente humanos, dignos de estar en el mundo, capaces de oír al prójimo y no sólo de anegarnos en las propias dudas, apetencias o temores. Esas figuras morales dan que pensar y que esperar, que corregir y que servir. Y a la vez nos abren a las pocas cosas que nos son realmente necesarias, nos descubren los reversos de nuestra indignidad y de aquellas servidumbres que nos degradan y despersonalizan: los ídolos.

Gran error de los mortales es pensar que la libertad se logra por la mera independencia, por una autonomía equivalente a la distancia respecto a los demás. El hombre es humano en la medida en que convive y en la medida en que sirve a algo que le puede liberar y consumar. Todos tenemos un absoluto al que subyugamos el resto de realidades. En la vida establecemos primacías y ella es auténtica cuando cada valor ocupa el sitio que le corresponde. El hombre sirve a ídolos cuando se somete a realidades que son inferiores a su persona o cuando les entrega su libertad. Los profetas de Israel fustigaron la servidumbre a poderes, riquezas y soberanías que, convertidas en absoluto, reclamaban una adoración debida sólo a Dios. En la era moderna F. Bacon tipificó los ídolos en cuatro clases: ídolos de la tribu, ídolos de la caverna, ídolos del foro e ídolos del teatro. En estos cuatro campos englobaba todos los prejuicios que recibimos sin verificar su verdad; todos los influjos a los que nos sometemos por cobardía o espera de meras recompensas; las servidumbres a vanas promesas y las embarcaciones en aventuras creadas por el poder, ansias de riqueza o de prestigio.
El siglo XX ha conocido los grandes mitos y como consecuencia los grandes genocidios: la raza, la nación, la sociedad sin clases, el imperio europeo. A la fase de las dictaduras ha sucedido el tiempo de la democracia, como forma de participación de cada individuo en el destino colectivo. Es un gran logro respecto de situaciones anteriores, pero sólo perdura fecunda cuando está arraigada en verdades y cultiva valores; cuando no es reducida a mero marco formal para expresar opinión y para ejercer el poder. Hoy desde lugares muy diversos se habla de «el malestar de la democracia». ¿No será que también a ella la habíamos convertido en un ídolo? Las masas pueden ser divinizadas o demonizadas lo mismo en las democracias que en las dictaduras. Esto ocurre cuando se las utiliza para fines perversos, se les encubre la verdad, se las azuza o encanalla, se apela a sus instintos más bajos y se les echa carne humana para saciar sus pasiones; cuando se recompensa a quienes medran por el azar, el trabajo inicuo, el juego peligroso o las formas menos fecundas para toda la sociedad; cuando se absolutiza la perduración en el poder; cuando se cambia la Constitución por rodeos jurídicos y no por los métodos de reforma que ella misma prevé; cuando se le ofrecen ambiguas recompensas en lugar de cultura, aligeramientos fiscales y no propuestas morales, objetivos egoístas a corto plazo en lugar de fines solidarios; cuando los partidos se preocupan, sobre todo, unos de no perder el poder y otros de cómo llegar al poder. Todo esto genera una profunda insatisfacción en las conciencias, al percatarse de cómo son utilizadas cada cuatro años para fines partidistas, sin que haya un proyecto de nación, cultura y dignidad nacionales, con largo respiro y horizonte, más allá de la gestión política de cada día.

En tales tiempos son especialmente necesarias esas figuras morales que ponen en juego su entera existencia al servicio de la verdad y del futuro colectivo. Figuras de cultura, de gobierno, de creación literaria, de servicio social, que proponen fines últimos y próximos, claramente diferenciados de los ídolos; que, por tanto, no confunden a Dios con los hombres ni a los hombres con Dios. Esos hombres que reviven como voz alertadora lo que Sócrates confesaba citando a un poeta: «Me entró cierta preocupación, no fuera que al decir de Ibico «pecando ante los dioses honor de los hombres a cambio recibiera»» (Fedro 242). Figuras que se planten frente a la masa, la opinión, el poder de la costumbre o de la política y que con su aparente fragilidad todo lo iluminan y todo lo desenmascaran. Kierkegaard describe así su actuación: «Basta que aparezca un hombre que lleve en sí algo prístino, que por tanto no diga «hay que tomar el mundo como es», sino que diga «no importa como sea el mundo; yo me atengo a una originalidad, que no pienso someter al visto bueno del mundo»; basta que se escuchen estas palabras, para que al mismo tiempo ocurra una transformación en toda la Existencia».

El hombre, por ser imagen de Dios, lleva ínsita en sus entrañas la pasión por la justicia, la necesidad de sentido, la ordenación a la Verdad, al Bien y a la Belleza; nunca es destructible del todo. Por eso cuando aparecen tales figuras luminosas se siente encendido por dentro, y responde siempre. Frente a los poderes anónimos sólo salvan los rostros personales, frente a la opinión instaurada por la masa sólo acredita la dignidad pasada por el crisol de la prueba. La medida y grandeza de un país es proporcional al número de hombres y mujeres que se afirman desde la voluntad de verdad frente a la voluntad de poder.

Olegario González de Cardedal