Filgueira, servidor de Galicia

A Luis Rosales, la mancha que lo señaló como co-responsable de la muerte de García Lorca lo acompañó durante cincuenta años. La amargura infligida por la difamación que pretendía echar sobre su conciencia la carga de que la detención y posterior «paseo» de Federico habían sido posibles porque no había movido un dedo de su influyente mano falangista para evitarlo, condicionó toda su vida. Solo muy al final, cuando ya había pasado medio siglo desde aquella trágica noche de agosto del 36 en Víznar, un poeta nada sospechoso de veleidades derechistas, Félix Grande, en un libro significativamente titulado La calumnia, tuvo la gallardía de salir en defensa de la verdad y se atrevió a restablecer la autenticidad de unos hechos, hasta entonces gravemente desfigurados por la mendacidad y el sectarismo. Pero las consecuencias de aquella leyenda, tan ignominiosa como todas las de su especie, no quedaron borradas inmediatamente, porque la difamación es un veneno que deja secuelas para mucho tiempo y contamina incluso la certidumbre de los hechos probados. Luis Rosales falleció, apenas cinco años después de que fuese editado el esclarecedor trabajo de Félix Grande, con la amargura que produce saberse víctima inocente de la obstinación de la propaganda sobre la verdad.

Cuando conviene, los españoles, que seguimos haciendo del goyesco Duelo a garrotazos un reconocible emblema de nuestra categorización colectiva, dificilmente aceptamos el veredicto de lo auténtico en perjuicio de lo falso. Incapaces de dar por buena cualquier verificación (o testimonio o documento) que refute una falacia entorchada de indefectible o una idea revestida de dogmatismo, estamos convencidos de que la rectificación o la enmienda son síntomas inequívocos de debilidad. Y ese encastillamiento en el error es tanto más inquebrantable cuanto mayor es la ofuscación con que se profesa la doctrina del fanatismo. Por estos pagos, la planta del embuste arraiga fácilmente y halla terreno abonado para su crecimiento y propagación. Porque, pese a lo que suele decirse, el pueblo español no satisface sus pulsiones identitarias en los estadios de fútbol ni en las plazas de toros, sino con la práctica, enfermiza y dispéptica, de comulgar con ruedas de molino.

Al igual que el de Lorca y Rosales en Granada, Galicia tiene su propio capítulo guerracivilista de víctima y victimario, o lo que es lo mismo, de héroe y de villano. Y para que la similitud sea completa, también el episodio gallego está recorrido por el infundio y la calumnia, uno y otra reiterados con machaconería intencionada por quienes deciden instalarse en el indecente axioma goebbelsiano de que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad.

Pese a su relativa distancia física del frente bélico, Galicia no fue una excepción en la ferocidad cainita de la Guerra Civil. Algunos estudiosos cifran en más de 2.000 las personas fusiladas o paseadas durante los seis primeros meses de la contienda. Cada una de las provincias gallegas, cada ciudad, cada pueblo, tienen su propio martirologio y su particular encarnación de aquella iniquidad. Y hubo también inmolaciones que adquirieron –y mantienen desde entonces– consideración de símbolos. Entre estos, quizá ninguno tan incontestable como el representado por Alexandre Bóveda, personalidad destacadísima del Partido Galeguista (su auténtico «motor de explosión», según Castelao), orientador decisivo en la actitud que había de adoptar esa organización llegado el momento de los pactos constitutivos del Frente Popular, y redactor de aspectos fundamentales del Estatuto de Autonomía. En cumplimiento de sentencia de consejo sumarísimo, Bóveda fue fusilado el 17 de agosto de 1936, en el monte de A Caeira, en el municipio pontevedrés de Poio.

Desde aquella ejecución execrable hasta el mismo día de hoy, no ha dejado de circular por Galicia la especie que trata de involucrar en el fusilamiento de Bóveda a su amigo y correligionario Xosé Filgueira Valverde, un polígrafo cuya obra abarca todos los géneros, desde la creación literaria a la pura erudición, sin perder en ningún caso la perspectiva de la cultura y la realidad gallegas.

Sin otra base que la de un contumaz sectarismo se construyó el infundio que salpicaba a Filgueira en la muerte de Bóveda: el entonces catedrático en Lugo, propuesto por la defensa como testigo de descargo, no habría comparecido ante el tribunal militar. Pero la evidencia, que es fácil de atropellar, no se deja destruir fácilmente: en efecto, Filgueira no acudió a testificar en el juicio a Bóveda... por la sencilla razón de que su testimonio no fue requerido desde ninguna de las partes. La insidia, sin embargo, rodó desde entonces incontenible, adobada y ajustada al gusto de los insidiosos y a pesar del autorizado desmentido de familiares y amigos del propio Bóveda. Restablecer la verdad importaba poco ante la oportunidad de aprovechar políticamente una mentira afrentosa, aunque ello comportase enlodar a alguien que tuvo la osadía de demostrar, con su obra ingente, que Galicia no es monopolio de la izquierda ni de los nacionalistas.

A Filgueira Valverde, fallecido en 1996 tras una larga vida de inconmensurables frutos intelectuales, está dedicado el Día das Letras Galegas, una convocatoria que el calendario asigna al 17 de mayo pero que en realidad se extiende a lo largo de todo el año.

Desde el mismo momento en que la Real Academia Galega optó por asignar a Filgueira esa fecha de marcada connotación no solo cultural, algunos colectivos expresaron su disconformidad a través de una campaña basada en la trayectoria política del autor, un recorrido que le condujo desde un precoz compromiso galleguista hasta el colaboracionismo institucional con el régimen franquista. Desde luego, el salto desde el Seminario de Estudios Gallegos y el Partido Galeguista a la alcaldía de Pontevedra y el escaño de procurador en Cortes revela una notable capacidad de adaptación al medio o bien un aguzado instinto de supervivencia. Pero tan cierto es eso como que desde cualquiera de los cargos públicos desempeñados por Filgueira a lo largo de su biografía Galicia halló en él un servidor eficaz, competente e indeclinable. No estamos ante un bribón, sino ante alguien capaz de convertir cualquier resquicio de la legalidad franquista en un instrumento primero de tolerancia y luego de penetración de la realidad sociológica y cultural de Galicia en las berroqueñas instituciones del centralismo. Cuando en 1970 el procurador Filgueira defendió en las Cortes la introducción del gallego en el sistema escolar no hizo sino confirmar su larga trayectoria intelectual y política al servicio de Galicia. Una trayectoria que permaneció inalterable hasta su fallecimiento en 1996.

«Hizo todo el bien que pudo a la cultura gallega». No sería mal epitafio para el sabio pontevedrés. Quien así lo caracterizó fue el profesor Alonso Montero, presidente la Real Academia Galega y comunista inexpugnable. El recuerdo de Félix Grande y Luis Rosales es inevitable.

Juan Soto, periodista y escritor.

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