Filosofar sin Facultades

¿Quieres, Cebes, que te haga una exposición de mi segunda singladura?», interpela Sócrates al interlocutor que se pregunta sobre cuál sea esa disciplina a la que el maestro viene llamando «filosofía». La propuesta de Sócrates es, como siempre, irónica. «Segunda singladura» habla la jerga de los marineros. Dice el trance más difícil para un navegante. Ése en el cual el viento cesa y cede a una plúmbea calma chicha. Las velas se le truecan en estorbo. Y, al cabo de una espera muerta, no queda otra salvación que el remo: esto es, la recia confrontación de cada hombre con un entorno del cual ya nada espera. La amistad engañosa del viento se extinguió. Y sólo de la fuerza propia puede el navegante aguardar el arribo a puerto.

Es la más testaruda de las metáforas platónicas que dan nombre y leyenda a eso que hasta hoy seguimos llamando filosofía: la doble vuelta de tuerca que, de la red de respuestas con que el primer trayecto del saber, el de las ciencias, querría dar sosiego a los hombres, revierte a una huidiza telaraña de nuevas preguntas que arruinan cualquier certeza. Así, sin límite ni desenlace, la filosofía no es, claro está, disciplina científica. Nunca. Las ciencias operan conclusiones: enunciados que pueden –deben– abrir camino en el acumulativo curso de sus hallazgos. La filosofía está en el momento de la interrogación. Sólo. Como puesta en cuestión de cada resultado. Y, así, a diferencia del continuum que las ciencias van construyendo en el tiempo, no hay en filosofía ni construcción ni avance. Ni historia propia, en rigor. Sólo la voladura de las convenidas certezas, que su mirada obliga a saber ilusorias. «¿No vuelan acaso por los aires todos los encantos ante la glacial mirada de la filosofía?», se pregunta la hechicera Lamia en el poema de John Keats.

Filosofar sin FacultadesPura negatividad, o más bien pura suspensión del juicio, no posee la filosofía lugar en el calmo territorio de las instituciones. Su actitud es perversa, improductiva. Lo que es lo mismo, libre. Aristóteles: «El que se plantea un problema o se admira, reconoce su ignorancia... Es, pues, evidente que no buscamos la filosofía por ninguna otra utilidad, sino que la consideramos como el único saber libre. Por eso también su posesión podría con justicia ser considerada impropia del hombre. Pues la naturaleza humana es esclava en muchos aspectos». Y se remite el estagirita a la autoridad del legendario Simónides: «Sólo un dios puede tener tal privilegio». No somos dioses. Y, así, filosofía es paradoja.

La desaparición de las Facultades de Filosofía en nuestras Universidades está siendo presentada como una tragedia. No lo entiendo. Si hay un espacio bajo el cual la filosofía necesariamente se asfixia, es el del cobijo institucional, que la trueca en servidumbre. Servidumbre a la institución, a la sociedad, a la corrección respetable de lo político. Mientras que el filósofo es –es sólo– el artesano fiel de lo irrespetuoso, de lo incorrecto, de lo políticamente imperdonable. En las movedizas líneas fronterizas donde asienta sus interrogaciones, cualquier tentación edificante hace de él un payaso.

La filosofía destruye. Sólo. La seriedad, ante todo. De los presuntuosos. Platón: «Los jardines de las letras, los sembrará y escribirá el filósofo por pura diversión». Es el «hermosísimo entretenimiento del hombre capaz de jugar con los discursos». Nada más triste, advierte su Sócrates, que la solemnidad de quienes se toman a sí mismos en serio. «En cambio, quien considera que en los discursos escritos sobre cualquier materia hay necesariamente gran parte de juego, y que jamás discurso alguno valió mucho la pena de ser escrito o de ser pronunciado…, ese hombre es muy probable que sea tal como tú y yo, en nuestras plegarias, pediríamos llegar a ser»: filósofo.

Un profesor es un profesor. Un filósofo es un filósofo. En los contadísimos casos en los que ambas funciones coexistan sobre el soporte de un mismo sujeto, éste debe distinguirlos en sí escrupulosamente. Un profesor enseña; y, si lo es de filosofía, dota del instrumental técnico para que sus aprendices sepan leer. Un filósofo no enseña. Nada. Es, como Sócrates dice de sí, estéril. «Desenseña», en todo caso, lo mal aprendido. Ningún Estado aceptará pagar un sueldo de funcionario por eso.

El más bello de los debates intelectuales españoles del último medio siglo lo desplegaron dos filósofos que eran también dos eminencias académicas: Manuel Sacristán y Gustavo Bueno. El primero, proponía suprimir la «mercancía licenciado en filosofía» –ese «especialista de la no especialización», ironizaba él–, en favor de un Instituto al cual accediesen sólo quienes ya poseyeran un saber académico homologable. Sus palabras de entonces siguen resultando hoy igual de lúcidas y escépticas: «Los sistemas filosóficos son pseudoteorías, construcciones al servicio de motivaciones no-teoréticas, insusceptibles de contrastación científica». Con argumentos no menos sabios, proponía Bueno dar a esas Facultades la tarea de una epistemología materialista. Algo para lo cual poco dotaba la anorexia científica de sus profesionales. Da igual por cuál de ambos envites apostara uno. Era altísima academia y yo la añoro.

¿Es necesaria una «Facultad de Filosofía» para que la filosofía no se pierda? Lo dudo. No había «Facultad de Filosofía» cuando Ortega, Zambrano, Morente o Gaos. La había de «Filosofía y Letras». Funcionó. Y puede que el proyecto de unir ahora, en una misma Facultad, Filosofía con Filología sea lo único sensato: sin el artesanado filológico de sus procedimientos, del filósofo queda poco más que una prolija charlatanería.

En el año 1825, F. W. J. Schelling interpelaba a sus alumnos en Erlangen: «La inscripción que vio Dante en la puerta del infierno debería figurar a la entrada de la filosofía: Abandonad toda esperanza los que aquí entréis. Quien quiera filosofar ha de renunciar a toda esperanza, a todo deseo, a toda lamentación, no debe querer nada, ni saber nada, ha de sentirse solo y pobre, darlo todo para ganarlo todo. No es cosa fácil: es penoso separarse, por así decir, de la última orilla». Abandonad toda esperanza. Y sed, sólo entonces, libres. Es la inútil segunda singladura, a la cual Platón llamó filosofía. Sin Facultades.

Gabriel Albiac, filósofo.

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