Filtraciones

Dejaríamos de ser humanos si no lleváramos encerrado en nuestro almario un ingente volumen de curiosidad insatisfecha. El mirón, el «voyeur», el «peeping tom», es un arquetipo literario porque fue primero, y sigue siendo, una poderosa realidad vital. Una de sus variantes, el espía, cubre brillantemente los anaqueles de bibliotecas y librerías. Mecida entre la credulidad de las teorías conspiratorias y la necesidad de encontrar fuentes para corroborarlas, la humanidad se acerca con pasión al taumaturgo que le desvela los secretos de la imaginación frustrada. Para muchos la respuesta a ese impulso cósmico está hoy encarnada en Wikileaks y en su fundador y líder, el australiano Julian Assange, a lo que parece no solo lanzado a la cruzada de revelar lo que complotan los malignos norteamericanos, sino también, entre cotilleo y cotilleo, y según la fiscalía de la muy exigente y calvinista Suecia, dedicado al sano deporte de violar a sus colaboradoras. A lo mejor eran solo cebos colocados por la perversa CIA para hacer hocicar al ángel albino de la transparencia. Y así estamos: esperando la entrega correspondiente del capítulo diario del folletón, cuya longitud exacta desconocemos, cual si de la nunca bien recordada «Ama Rosa» se tratara, para saber de quién tenemos que reírnos hoy, cuál es la última barrabasada de los diplomáticos estadounidenses o la cara que pondrán los líderes y jefecillos de turno al ver reproducidas en letras de molde sus confidencias mientras tomaban té, o whisky, con el embajador de Washington. Esto sí que es un culebrón.

Los medios que se han prestado a difundir en exclusiva las revelaciones del filtrador profesional lo hacen con desgarradores pucheros de saurio: dicen haberse prestado a la maniobra, cuyos perfiles de ilegalidad son evidentes, solo en aras de la sacrosanta transparencia informativa y siempre defendiendo la libertad de información, faltaría más, no sin antes mostrar su rostro de responsables miembros de la comunidad, al afirmar que han borrado aquellas referencias nominales que hubieran podido resultar lesivas para las personas mencionadas. Lo hacen también asegurando que los sorprendentes y novedosos contenidos que el privilegiado lector irá recibiendo a lo largo de los días, o de los meses, o de los años, porque doscientos cincuenta mil documentos adecuadamente dosificados dan para muchas ediciones de periódico, muestran en toda su desnudez los turbios manejos de la diplomacia de la gran potencia y anuncian ominosamente que Assange y sus muchachos y muchachas —no se sabe en qué grado de integridad estas últimas— han conseguido abrir un nuevo y definitivo capítulo en las relaciones internacionales. Lo cual, como fácilmente se comprenderá, es abiertamente incierto. No lo es tanto, sin embargo, la esperanza con que los guardianes del Grial filtrador aguardan el incremento en el número de ventas de sus respectivos productos. Dicen que el «Washington Post» y el «Wall Street Journal» rechazaron las ofertas del huidizo desvelador de secretos. A lo mejor les sobra tirada. O decencia. Nunca se sabe.

El caso es que por lo que vamos sabiendo no hay en realidad nada que no supiéramos ya. Claro, el factor de morbo se ve exponencialmente incrementado al comprobar que las sabidurías convencionales ampliamente compartidas sobre las intenciones, los comportamientos y los intereses de la diplomacia americana encuentran eco en las opiniones de los cualificados interlocutores, tal como han sido escuchados por los enviados de Washington, y para los interesados de las notas a pie de página no faltaran matices reveladores, pero nuevo, lo que se dice nuevo, prácticamente nada. No nos hacían falta Assange y los telegramas robados con que diariamente nos obsequian sus portavoces para saber que Washington está preocupado con la carrera nuclear iraní, con la falta de respuesta china a las peticiones para que modere las ínfulas de Corea del Norte, con el narcotráfico en Afganistán, con la financiación de los islamistas radicales o con los infinitos meandros de la política europea y de sus responsables. Cuando se trata de nuestro propio patio de vecindad, donde uno tendría la tentación de añadir detalles de color a las sobrias descripciones burocráticas de los funcionarios americanos en Madrid, tampoco encontramos nada que no sea ampliamente previsible, incluso en los inevitables despistes. Pero de ello a deducir que nos encontramos ante una nueva fase de la diplomacia mundial y sumergidos en el conocimiento de secretos poderosos e inimaginables dista un imposible abismo.

Más bien lo que tenemos entre manos es una descripción minuciosa y forzosamente monótona de lo que hace y debe hacer un diplomático, tanto más si representa a la mayor potencia mundial: conocer a gente, averiguar sus opiniones, transmitir recados, recabar apoyos, solicitar favores. En definitiva, lo que hace cualquier diplomático, sea cual sea su nacionalidad. Y no deja de causar satisfacción el comprobar que en el cumplimiento de sus instrucciones los americanos no traspasan ninguna frontera legal ni promueven causas con las que las sociedades occidentales no estuvieran de acuerdo: la lucha contra el terrorismo, contra el narcotráfico, contra la proliferación, la promoción de la estabilidad, la búsqueda realista de la paz. Si eso es todo lo que Assange ha encontrado para desacreditar a los Estados Unidos —motivo este que parece guiar obsesivamente todas sus acciones—, debe buscar claramente en otra parte. ¿Para esto tanto ruido?

En realidad el ruido está en la vulnerabilidad de un sistema reservado de comunicaciones que ha permitido la intrusión indebida de Assange, sus cómplices y compinches. Como en tantas ocasiones ha ocurrido con otros tantos temas, los enemigos de la sociedad libre utilizan sus mecanismos para intentar destruirla. Es harto improbable que el australiano pudiera dirigir con éxito sus venenosas intenciones —que seguramente tampoco alberga— contra China, Irán, Cuba o Rusia. A cualquiera de esos países le faltaría tiempo para cortar de raíz la posibilidad técnica de difusión con la que hasta ahora ha contado Wikileaks. Por no evocar escenarios truculentos: ¿no se acuerdan ustedes del espía ruso asesinado con polonio cuando intentaba traficar con secretos nucleares rusos?

Washington debe tomar inmediatamente medidas para, en la medida de lo posible, impedir estos embarazosos incidentes. Porque el problema no es tanto el comprometer la seguridad nacional propia o ajena sino la generalización de la desconfianza que la filtración genera. A lo mejor eso era lo que el australiano perseguía. Pero el daño es evidente: ni el presidente del Yemen, ni el Rey de Arabia Saudí ni la mayor parte de nuestros políticos —salvo aquellos que siempre han mostrado su disposición a mover ágilmente la cintura al ritmo del viento dominante— se mostrarán dispuestos a repetir fácilmente entrevista con el embajador de los Estados Unidos o con sus colaboradores, a riesgo de ver sus palabras repetidas en tamaño de titular a toda página. Lo de Assange no es un roto irremediable, pero si un grave descosido. Hay que remendarlo cuanto antes.

Javier Rupérez, embajador de España.