Fin de época

Aturdida, desmadejada, España se prepara con desgana, o más valdría decir que se resigna, a los grandes cambios que traerá aparejados el otoño que viene. Empleo «otoño» a bulto, para referirme a un periodo incierto, inminente, y no muy bueno. Los españoles hemos comprendido que algo se acaba, aunque seamos incapaces de precisar el qué. Sentimos sólo un desprendimiento. Una flojedad general de las cosas, una especie de languidez.

Políticamente, los fines de época adoptan la forma de crisis institucionales. En los tiempos de plenitud, las instituciones eran eficaces y por consiguiente prestigiosas, o también al revés. La vida pública, de hecho, no consiente que separemos la eficacia del prestigio: para que una ley funcione, es preciso que convenza, o al menos intimide, y lo que más intimida es el respeto. El respeto es una manera de acatamiento, tanto más fehaciente cuanto que convierte en natural, en automática, la obediencia de la ley. Pues bien, las instituciones han perdido tersura. Reparemos en el atentado etarra de Palma de Mallorca. A la tristeza por las muertes lamentables, se ha añadido otra clase de tristeza, la orteguiana del trabajo inútil. Durante la primera legislatura de Zapatero, la apuesta no declarada a favor de una negociación política con los terroristas abrió un abismo entre el PSOE y el PP, forzó al Supremo a una sentencia ininteligible, y desacreditó el Estado de Derecho. El coste de la iniciativa infeliz ha sido gigantesco, y hasta cierto punto, irreversible: no es lo mismo una Constitución puesta en entredicho desde el poder, y recauchutada a continuación para evitar males mayores, que un orden legal venerable, acatado por todos sin desfallecimientos ni soluciones de continuidad. Pero hay más. La propia existencia del Estado de las Autonomías trae su origen, al menos en parte, del deseo y la necesidad de atajar el terror. En la idea equivocada de que el autogobierno atenuaría las tensiones nacionalistas y redundaría en una vinculación más firme de los disidentes con el resto de España, se confiaron a las nacionalidades históricas primero, y luego al resto de las regiones, poderes y competencias extraordinarios. La consecuencia no prevista de estos arbitrios ha sido una prolijidad que entorpece la gobernación del país, dificulta el control del gasto público, y amenaza la cohesión de los partidos grandes. Hace cuatro, cinco años, era aún posible exaltar el Estado de las Autonomías como una fórmula superior de administración nacional. El país iba hacia arriba, y la prosperidad del conjunto camuflaba las vías de agua que se habían abierto en la parte sumergida del sistema. Ya no estamos seguros de haber acertado. De ahí el impacto en las conciencias del atentado de ETA. ETA ha reaparecido en un escenario que se montó para conjurarla, y en el que empezamos a movernos con un sentimiento creciente de incomodidad. Para ese viaje, tal vez, no necesitábamos alforjas.

Las reflexiones que acabo de desgranar ocupan sólo a una minoría. El español medio registra el deterioro ambiente a través de señales más inmediatas. Por ejemplo, las económicas. O las que envía la política en su dimensión más ostensible, más gestual. Resulta sencillo resumir cómo ha variado la composición de lugar de los españoles en lo que mira a su situación material: han pasado de vivir como nunca, a no estar seguros de cómo vivirán mañana. Los tipos de interés históricamente bajos que siguieron a la entrada en el euro desencadenaron un frenesí consumista sin precedentes por estos pagos. Se tomó prestado dinero a mansalva -España es uno de los países del mundo con mayor deuda exterior per cápita-, y muchas familias, fiadas en el valor artificial de la vivienda en que residían o que habían adquirido a crédito con fines especulativos, se creyeron, por un instante, ricas. El crecimiento sostenido del PIB, y las enormes transferencias europeas, alimentaron la ilusión. Las variables más profundas, sin embargo, invitaban a corregir la euforia irracional, casi infantil. El aumento del PIB se explicaba en parte por el de la población, impulsada por las fuertes corrientes migratorias; la productividad continuaba descendiendo con respecto a la media de las economías desarrolladas; y no se estaba haciendo nada serio por crear una mano de obra educada que permitiera sostener el pulso de la competitividad en una sociedad global. La pregunta del millón, ahora, no es hasta dónde llegará la destrucción de empleo, sino cómo se reconstruirá éste una vez que haya concluido de destruirse. Los españoles se han puesto a andar con cuidado, como si caminaran sobre un suelo deslizante. Y es que les aterroriza resbalar. Les gusta el fútbol, y saben que el tabique que separa la Primera de la Segunda División, es en extremo poroso. Se cuentan por decenas los equipos que han subido a Primera, han aguantado tres o cuatro temporadas, y han vuelto a extraviarse en el fangal de Segunda. Lo que vale para los equipos, vale para las naciones.

Una gran crisis fiscal, propiciada por la resistencia del Gobierno a levantar acta de lo que ocurre, podría acentuar la declinación del país. Esto nos lleva a la obvia, innegable, incompetencia de los equipos dirigentes. Cuando digo «obvia», y digo «innegable», digo obvia e innegable para todo el mundo, incluidos aquellos que volverán a votar a Rodríguez Zapatero. Cabe afirmar en efecto, sin apartarse mucho de la verdad, que España ha terminado por dividirse en dos mitades. La de los que piensan votar contra el Gobierno, y la de quienes votarán contra la oposición, más aún que en favor del Gobierno. En una coyuntura democrática normal, esta reserva, esta especie de melancolía o spleen ciudadanos, no son necesariamente malos. En circunstancias de emergencia, revelan una desconfianza poco propicia al empuje con que deben acometerse los retos fuera de lo común. Hace tiempo, mucho tiempo, que no las habíamos visto tan gordas. A la muerte de Franco, el terrorismo campaba por sus respetos, la inflación rozaba el cielo, y nadie sabía muy bien cómo encontrar un avenimiento entre los que habían sido compatibles con el Régimen, y los extraños a él. Conocemos como «Transición» el esfuerzo realizado por muchas personas sensatas con el fin de que la mudanza se efectuara sin derramamiento de sangre. Que esas personas, a despecho de haberse formado preponderantemente en una sazón no democrática, y con independencia de su afinidad ideológica, parecieran comprender mejor los mecanismos de la coexistencia civilizada que las clases políticas alumbradas por la propia democracia, indica que no estamos usando bien la pedagogía de la libertad. Es posible alegar, en descargo de las generaciones ahora en el poder, que España disponía hace treinta años de algo precioso. A saber, un proyecto. España quería ser moderna y europea, y dotarse de los instrumentos de gobierno que le habían sido negados durante la dictadura.

España ha obtenido lo que quería, pero sin conseguir ser excelente en eso que quería. La consecuencia es un debilitamiento del proyecto: siempre resulta más complicado mejorar lo que se tiene, que orientarse a un objetivo nuevo, y por nuevo, intacto. Ha llegado el instante de hacer otro esfuerzo. Afirma La Rochefoucauld, en una de sus máximas, que no se conoce el valor de las personas hasta que les llega la ocasión de demostrarlo. Esperemos que la moneda caiga de cara.

Álvaro Delgado-Gal