Fin de fiesta

Escribo estas líneas con el año recién estrenado (felicitaciones a todos). En Madrid, después de los ruidosos excesos de la Nochevieja, reinaba en el ambiente un silencio inhabitual, algo así como la calma chicha que en, las cercanías del cabo de Creus, suele presagiar próximas turbulencias.

Turbulencias va a haber, desde luego, a lo largo de los próximos dos meses, y me imagino que a partir de ya mismo. Se anunciaron en la despedida de la legislatura con que nos regaló el contumaz Pujalte. ¿Puede influir en nosotros el apellido que nos imponen al nacer? Creo que sí, a veces. Un tal Morte que conozco rezuma lugubridad. Entre mis conocidos, hubo hace años uno apellidado Amor, de verdad un pedazo de pan bendito. Y la designación Pujalte, donde veo con o sin razón el pujar catalán yuxtapuesto con un alte (que no arte) sugeridor de altanería y aspiración a lo encumbrado, viene a ser la exacta definición de este señor que desconoce, o así parece, toda mesura. Tenía lista la grabadora a la espera de lo que dijera el portavoz del PP en tan señalada ocasión. Y lo que dijo, rematando, fue: "Este presupuesto no es el que necesita España: es un triste epitafio de un triste Gobierno --y perdonen porque estamos en Navidad--, un triste Gobierno que negocia con terroristas...". Disco rayado, sentenció Iñaki Gabilondo. Y tanto. Había que seguir hasta el último segundo, y como fuera, con la acusación de que el Gobierno de Zapatero ha estado traicionando a los españoles.

Luego fue el turno de los obispos. La mayoría de los lectores de este benemérito diario tal vez no estén muy familiarizados con la madrileña plaza de Colón, que celebra la conquista de América por las fornidas huestes patrias, y en cuyo centro ondea --gracias, creo, al tesón de Federico ("manda huevos") Trillo, héroe de la magna hazaña de Perejil-- la bandera española más descomunal jamás vista.

Dicha plaza, en su actual configuración, no me hace mucha gracia, por la cosa excesivamente imperialista (aunque en la Biblioteca Nacional, que la flanquea por un lado, he pasado miles de horas felicísimas a lo largo de casi 50 años). El hecho, de todas maneras, es que la derecha dura y madura que hoy nos hace las delicias, con los señores obispos a la cabeza, ya siente la plaza de Colón como algo propio, y anda por ella como Pedro por su casa. Y, dados los símbolos y monumentos circundantes, tal predilección tiene su obvia lógica. Había que escuchar las lindezas proferidas durante el acto a favor de la familia cristiana. ¡A uno le daba cada sofoco! Monseñor García-Gasco estuvo en plena forma. ¡Qué gran señor en la plaza! ¡Qué duro con el Gobierno! ¡Qué valiente en la defensa de la democracia, amenazada por las hordas rojas capitaneadas por Zapatero! ¡Y qué emoción cuando el Papa, con el tono melifluo que le caracteriza, aludió otra vez --ya se lo oímos en Valencia-- a las maravillas del matrimonio in-di-so-lu-ble! ¡Vivan las caenas! ¡Abajo el divorcio exprés!

Y es que la política del apaciguamiento no funciona ni con un Hitler ni con la jerarquía española. Ya lo dijo Antonio Machado, implacable en sus críticas a Chamberlain y Blum, que volvieron la espalda a la Repú- blica asediada con la vana presunción de que el fascismo los dejara "en paz". El poeta lo tenía claro: con los matones, cuanto más se cede más se crecen. No me ha sorprendido, por ello, el mea culpa del católico Gregorio Peces-Barba, que, como uno de los siete padres de la Constitución, acaba de revelar la inquietud que le produjo en su momento la alusión a la Iglesia católica contenida en la Carta Magna de 1978. "Jordi Solé Tura, Miquel Roca y yo mismo estábamos en contra de esa mención expresa --ha manifestado--, pero no insistimos lo suficiente, porque, sencillamente, entonces no podíamos imaginar que las cosas llegasen al extremo al que han llegado". ¡Ah, no podían imaginar! Pero han llegado. Y ahora el mismo Peces-Barba propone que se modifiquen los Convenios con el Vaticano.

Tal vez el mayor problema, con todo, es que los muchísimos católicos que no están de acuerdo con la postura de los teocons no se han organizado para contrarrestar con su moderación el creciente peso de estos en la sociedad actual. Dijo bien quien dijo que, para que el mal cobre fuerza, solo hace falta que la mayoría silenciosa siga siendo... silenciosa. Y, volviendo a Machado, vale la pena recordar que llegó a creer que solo una renovación desde dentro podría conseguir que la jerarquía española entrara en la modernidad. Lo tiene muy asumido la Asociación de Teó- logos Juan XXIII, que acaba de se- ñalar que, a su juicio, los obispos "no han asumido plenamente" la no confesionalidad del Estado ni quieren entender que en una democracia plurivalente ellos "no tienen el monopolio del juicio ético".

En estos días del solsticio invernal, con su alegre promesa de vida nueva, produce rabia y tristeza el intento de amargarnos la fiesta en que se empeñan tan grises eminencias, siempre quejándose, siempre pidiendo más, y siempre, está claro, añorando el poder omnímodo de pasados tiempos.

Ian Gibson, escritor.