¿Fin de la alta cultura?

Algunos pedirían saber de entrada qué es lo que distingue a la llamada alta cultura de la otra o popular, a su vez con muchos grados y modalidades. Tratemos de empezar fácil: Alta cultura es la cultura que procede de unas Universidades buenas o que tiene un nivel parigual. Alta cultura es la de la persona que tiene estudios superiores y sabe que no se puede dejar de aprender, y busca aumentar sus conocimientos y su inteligencia, porque entiende asimismo que la cultura es un trabajo pero, a la par, un placer. La persona ilustrada. Hablaré de la cultura del libro, pero la cultura de la imagen (artes plásticas, cine) está, en verdad, muy estrechamente ligada. La mayoría cree, en este momento, que la alta cultura está tocada de muerte. Conste, que al hablar de libros no hablo de su soporte (papel o electrónica) sino del hecho mismo de leer, y de buscar intelecto y calidad, porque no existe otro modo de avance…

España (poseedora de una gran tradición de creación de cultura) ha sido secularmente deficitaria en el consumo de esta, bien por la pobreza del país –que conlleva incultura– bien por las prohibiciones eclesiásticas o gubernamentales hacia cuanto fuera heterodoxo o nuevo. Una larga serie de malos planes de estudio (Wert es sólo el último eslabón) hace que nuestros jóvenes –sálvense siempre las minorías pertinentes– cuenten entre los peor preparados de Europa y entre los que menos leen. Yo no era franquista en absoluto y detesté al dictador. Pero he de decir (con pena) que cuando terminé el bachillerato en 1968 sabía bastante más que muchos de los que hoy terminan una carrera universitaria. El Gobierno ayuda poco, y en una España deficitaria en cultura (entiéndase alta) el Gobierno debiera ayudar. El IVA del 21% es señal de catástrofe. Preocupadas ante todo por el dinero y no por la calidad del producto, muchas editoriales de antiguo y prestigioso nombre se han lanzado a la carrera del bestsellerismo de baratura (novelas planas en estilo de teletipo o libros de periodismo hodierno a menudo con personajes de la telebasura) haciendo que bastantes escritores notables, que buscan literatura culta, con saberes y miras altas, tengan dificultades para publicar. Hace días supe que una de las más clásicas, antiguas y meritorias editoriales del país, proclamaba que el libro que más vendió en la temporada pasada fue las Memorias de Carmen Bazán. Al preguntar yo (en serio) quién era esa señora, me contestaron que la madre del torero Jesulín de Ubrique. Literalmente se me cayó el alma a los pies. Sería mejor que esa editorial cerrase para demostrar, al menos, nuestra nada y nuestra vergüenza. Lo dijo hace un año Vargas Llosa en su ensayo La civilización del espectáculo: «la cultura, en el sentido que tradicionalmente se ha dado a este vocablo, está en nuestros días, a punto de desaparecer». Todo el mundo (en plena demagogia) se apresura a afirmar que hay que decir lo que se piensa, pero pocos saben lo que Emilio Lledó nos recuerda, hablando de Epicuro: «debemos (antes) pensar lo que decimos». Con un pueblo básicamente inculto y que ha dejado de respetar la cultura o de saber para qué sirve –para ser humano–, con un Gobierno que no ayuda y muchas editoriales y empresas comerciales que desdeñan la calidad a favor del dinero, nada puede extrañarnos. El mundo del libro culto pasa dificultades agónicas y hay autores (de alma frívola y baladí) que venderían el espíritu del que carecen, en su ludismo insano, por pegar un pelotazo de ventas con cualquier fruslería. Como dijeron Ortega y Eliot sólo las minorías cultas pueden crear y defender esa «alta cultura» que no es cerrada, sino abierta, pero a la que se llega por la reflexión y el estudio que nos hace humanistas, más hombres. Octavio Paz decía (hace 20 años) que el ya minoritario mundo de la poesía «vivía en las catacumbas», hoy hay que decir que toda cultura superior (insisto en salvar las excepciones) vive también en las catacumbas. En un país de 42.000.000 de habitantes, la mayoría de los libros que importan raramente superan la tirada de 5.000 ejemplares, que probablemente no se agota. Muchos tenemos la sensación (a veces bien constatada) de que grandes empresas culturales –no todas– están en manos de hombres o de mujeres mediocres que han de juzgar por móviles económicos a personas de mucho más nivel que ellos. Y los juzgan y muy a menudo los rechazan. Si yo tuviera que sintetizar en un viejo refrán el penoso estado de la alta cultura en la España de hoy, repetiría uno que aprendí de estudiante: «Los sandios hacen los banquetes a los sabios». Es decir, los que menos valen guían a los que valen más. Escribir mejor, pensar con altura, subir el listón de la excelencia, leer con provecho, parecen ya actos no sólo vacíos (por ignorancia) sino inútiles. Pero si un personaje verbenero de la telebasura saca un libro que se olvida semanas después, se lo corea como a un campeón olímpico y muchos de nuestros mediocres medios de comunicación se vuelcan con el producto y el personajillo. Sigue teniendo razón Lope: «y pues lo paga el vulgo/ es justo hablarle en necio/ para darle gusto». ¿Latín?, ¿griego? Boberías de pedantes. Oraciones subordinadas, lentitud del pensamiento, novelas con literaturidad o poesía (casi la que sea), bueno, cosas para cuatro raros… Boecio –un hombre forjado en la plenitud de la gran cultura antigua– a fines del siglo V tiene que servir al rey de los ostrogodos, Teodorico, a quien la Odisea o la Eneida debían importarle un comino. Termina por encarcelar al docto, que muere el año 524, ejecutado, en medio de un mundo brutal que no entiende y que no le entiende. Por eso Boecio es llamado ultimus romanorum, es decir, el último de los romanos. ¿No hay ya, entre nosotros, algunos redivivos Boecios?

Aunque no es la primera vez que la cito, lamento no recordar al autor de esta expresión leída y no mía: «Estamos entrando en una Edad Media tecnológica». Diría, mejor, que hemos entrado ya. Todo el mundo usa internet (usamos), se afana en la última generación de móviles con acceso a la red y se deleita en la play station y en sus juegos habitualmente violentos, al tiempo que luce tabletas e Ipods con fotos estupendas de brillo que muestran y hacen a la ocasión más tonta. Dice mucho de este mundo: se intenta apresar la banalidad porque (inconscientemente) la mayoría de esa gente –incluso los que se creen preocupados por la injusticia y las desigualdades– viven en la banalidad felizmente instalados. Pero, atención, todos estos usuarios de informática de vanguardia, nada o casi nada saben de ella ni tampoco de otras disciplinas. Una inmensa ignorancia (camuflada por noticias de última hora) es el verdadero panorama de un pueblo más dócil que nunca a las tropelías de los gobiernos porque tiene miedo y poca cabeza. Alguien ha definido al hombre actual (lejos del faber y del ludens) como homo timens, esto es, el hombre atemorizado, con miedo. La cultura de verdad ayudaría a superar el miedo y la tibieza, pero como vemos –y son sólo pinceladas– la gran cultura, la que toca la fibra íntima y hace crecer, no sólo está de capa caída sino en trance de muerte. ¿Seremos los nuevos últimos romanos? ¿Somos ya el final de la generación de los libros y de la lectura como instrumentos de placer pero también de pensamiento, de hondura? Filósofos notables como fue el querido Eugenio Trías, son ahora mismo incomprensibles para la inmensa mayoría, y tiene que ser un talento, como es Fernando Savater, el que deba rebajarse para hacer divulgación, pura y buena divulgación, que algunos juzgarán Ser y tiempo. Me quedo corto. Sólo sé decir que naufragamos. Empieza la Edad Media.

Luis Antonio de Villena es escritor.

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