¿Fin de la socialdemocracia?

El socialismo real, disfraz del comunismo, acabó con el desplome del Muro de Berlín, que dejó al descubierto la tiranía y la miseria en aquel «paraíso del proletariado», otro de sus disfraces. Lo que no impide que resurja bajo las máscaras más diversas en los lugares más remotos, arruinando países ricos (véase Venezuela), e incluso se vende en España. Y se compra. Pero ésa es otra historia. La que hoy quiero contarles es la del socialismo democrático, la socialdemocracia, feliz conjunción de libertad, justicia y prosperidad, que desde hace medio siglo ha prevalecido en Occidente hasta el punto de que los conservadores adoptaron buena parte de sus fórmulas para poder gobernar. De un tiempo a esta parte, sin embargo, la socialdemocracia ha iniciado un declive acelerado que no sólo le aparta del poder, sino que amenaza su existencia. ¿A qué se debe? Pues a lo mismo: a que no le salen las cuentas, a que el paraíso que prometía el «Estado de bienestar» se está convirtiendo en «Estado de malestar», a que no es posible trabajar cada vez menos, ganar cada vez más, cobertura social desde la cuna a la sepultura, educación gratis y pensiones más altas por la sencilla razón de que hay unos gigantes asiáticos -no sólo China, sino también India, Corea del Sur, Taiwán y otros tigres- que fabrican tan bien como nosotros mucho más barato. La gran crisis de 2008, que expuso la bancarrota en que vivían la mayoría de los países europeos, significó el fin del sueño socialdemócrata y la necesidad de hacer dolorosos reajustes si queríamos por lo menos vivir decorosamente, pero no al tren de antes. Lo malo es que a lo bueno se acostumbra uno rápido, pero a lo malo cuesta, si es que se acostumbra. La clase media se ha vuelto proletariado. O ido a Asia. Les paso la situación de la socialdemócrata en los países de nuestro entorno:

Francia: estuvo a punto de desaparecer en las últimas elecciones, donde obtuvo alrededor del 6% de los votos, tras haber ejercido la presidencia con Hollande, y hoy es un «pequeño partido», sin mayores ambiciones. Consciente de ello, Macron fundó otro completamente nuevo, con bastante de populismo, aunque los «chalecos amarillos» le han recordado que no se les engaña fácilmente, mientras las grandes figuras han desaparecido o emigrado, como Valls.

Alemania: tras un largo periodo de cohabitación en el poder con la CDU, en el que fue debilitándose poco a poco, la SPD inició un rápido deterioro que le ha hecho perder la mitad de los votos y obligado a dimitir a su líder, Andrea Nahles. Los Verdes le han sobrepasado en las últimas elecciones generales notándose que se desangra no sólo entre los jóvenes sino también entre los mayores y jubilados, mientras Alternativa por Alemania (AfD) avanza entre todos los segmentos de la población, especialmente en lo que era Alemania Oriental (DDR). La situación es tan grave que ha sido necesario que se unieran todas las demás fuerzas políticas para evitar que Görlitz, una de sus ciudades más significativas, cayera en poder de AfD el pasado fin de semana.

Italia: al caos político que reina en aquel país se une al económico, con una cacofonía de voces y de siglas que parece buscada para engañarse entre sí y a los demás, aunque el avance de la Liga, que une populismo con xenofobia, es tan patente como la caída en picado de la izquierda, hasta el punto de que muchos de sus feudos han pasado a serlo de Salvini y sus ministros no son ya antirrefugiados, sino antieuropeos.

Portugal es el único país donde la izquierda avanza con paso firme, ofreciendo una seguridad no sólo a sus habitantes, sino también a bastantes extranjeros, como Madonna, que buscan tranquilidad para ellos y para su dinero. Pero es que la izquierda portuguesa es una izquierda un poco rara, que ofrece a todo el que tenga una vivienda en el país y viva en él más de seis meses al año un 10% de impuestos sobre sus ganancias, una verdadera ganga. Conozco algún americano que vivía en España y ahora vive allí.

En los países escandinavos, paradigma de la socialdemocracia, también ha sufrido retrocesos, hasta el punto de perder el gobierno en algunos de ellos, como Noruega o Islandia, o mantenerse en él por los pelos, como en Finlandia, donde sólo consiguió un 0,2% de ventaja sobre la extrema derecha en las últimas elecciones. En Dinamarca, sin embargo, Mette Frederikson acaba de lograr un claro triunfo sobre los conservadores con un programa que define como socialdemócrata, asentado en la «defensa del Estado de bienestar y la justicia social», como ella ha sido toda su vida. Pero si nos ponemos a examinar de cerca su socialdemocracia, nos encontramos con algunos hechos chocantes. Tras haber criticado a los que enviaban a sus hijos a escuelas privadas y defendido ardientemente la escuela pública, se descubrió años después que ella había enviado a sus retoños a un colegio privado. El escándalo que se armó fue gordo y Mette tuvo que admitir los hechos, justificándolos en que «había cambiado de opinión sobre el asunto». Quienes piensan que en los países escandinavos estas cosas se penalizan con la exclusión de la política para siempre se equivocan, porque no sólo la señora Frederikson sigue en ella, sino que se le ha descubierto algún otro pecadillo o pecadazo de ese estilo. Como persona de izquierdas se la supone a favor de admitir a los inmigrantes que llegan a Dinamarca tras la odisea del Mediterráneo y cruzar Europa. Pero fíjense ustedes la solución que les ofrece: «El sistema de asilo actual se ha derrumbado. Para controlar la afluencia y asegurar que se ahogue menos gente en el Mediterráneo, Dinamarca debe establecer un centro de recepción fuera de Europa». No han leído ustedes mal: «Fuera de Europa», o sea en Turquía, como ya se ha intentado, en Libia, en Túnez, en Marruecos, en cualquier lugar menos en Europa, siempre que esta socialdemócrata danesa no restrinja Europa a su mitad norte y sugiera que esos «centros de recepción» estén en Grecia, Italia o España. Y no sólo lo dice sino que está dispuesta a seguir practicándolo, pues sólo la tercera parte de los inmigrantes que llegaban a Dinamarca en 2015 consiguieron la admisión y dos años más tarde eran la mitad de ellos. Es más, la nueva primera ministra no oculta su rechazo del burka en los espacios públicos de las mujeres mahometanas que llegan y, más polémico todavía: apoya la normativa de su policía de fronteras de decomisar las joyas y otros objetos de valor que traigan los inmigrantes para sufragar los gastos que causen al país.

¡Así es socialdemócrata cualquiera! Es lo primero que se le ocurre a uno cuando lee estas cosas. Si ocurriera en España, los gritos se oirían no voy a decir en Copenhague, pero sí en París, con una firme repulsa de Macron. Pero no crean ustedes que ocurre sólo en Dinamarca. Los expertos en política escandinava advierten que los partidos socialdemócratas «están girando hacia el centro para defenderse de la extrema derecha que avanza». ¿Hacia el centro? Diría más bien hacia Salvini. Mientras en España, Iglesias pide un giro a la izquierda. Y es que aquí, en vez de ir hacia delante, vamos hacia atrás.

José María Carrascal, periodista.

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