Fin de siesta en Pernambuco

Natural es todo lo que existe y todo lo que ocurre en la naturaleza. Esta sencilla definición incluye también lo artificial. Nada más natural que una bombilla eléctrica, pues, aunque concebida por una mente humana, nada impide que la bombilla exista luego por sí misma. No ocurre lo mismo con un caballo alado, que solo puede volar en el interior de la mente que lo ha imaginado. O sea: en la naturaleza pueden ocurrir muchas cosas, pero no todas las que una mente puede llegar a imaginar. La naturaleza tiene sus leyes y todo lo que aspire a ser natural ha de ser compatible con ellas. Por ejemplo, si ponemos dos cuerpos en contacto térmico, el que está más caliente cederá calor al que está más frío hasta que ambas temperaturas se igualen (proceso natural), pero el cuerpo caliente nunca robará calor del frío para calentarse aún más (proceso imposible). En síntesis: todo lo real es imaginable (hipótesis cero del método científico), pero no todo lo imaginable tiene por qué ser real (hipótesis de la ficción literaria). De aquí se deriva una bella conclusión: la imaginación es más grande que la realidad entera.

Creyentes, agnósticos y no creyentes asumen que la naturaleza se rige por unas leyes inmutables. Para los creyentes, tales leyes son preceptos divinos; para el resto, son la esencia misma de la naturaleza. Incluso se puede pensar, como Baruj Spinoza, que ambas opciones son indistinguibles, que Dios y naturaleza son una misma cosa. El Dios spinoziano es la estructura subyacente de la realidad, el orden compuesto por leyes inflexibles universales que determinan la forma de todo. Hasta aquí todo bien: razón y fe pueden ir de la mano. Pero el camino se bifurca dramáticamente con la idea de milagro entendido como la señal de una explícita intervención divina. Un milagro es una manifestación de la naturaleza donde esta viola sus propias leyes. En el capítulo sexto de su Tratado teológico-político (1670), Spinoza hace la siguiente refrescante reflexión: «Si, pues, en el universo se produjera un fenómeno contrario a las leyes generales de la naturaleza, sería igualmente contrario al decreto divino, a la inteligencia y a la naturaleza divinas, y lo mismo si Dios procediera contra las leyes naturales obraría contra su propia esencia, lo cual es el colmo del absurdo».

Es como si Dios intentara superarse a sí mismo. Según el racionalista holandés, el concepto milagro no puede usarse, como hacen todas las religiones, como una firma que autentifica la presencia divina para coaccionar así al prójimo de la Tierra en nombre del señor de los cielos. Incluso para un creyente convencido parece mejor idea acercarse a Dios a través de las leyes de la naturaleza (su obra) que a través de sus presuntas excepciones (la negación de su obra). Una vez aceptado este punto, razón y fe pueden volver a caminar de la mano.

En efecto, la observación de una excepción a las leyes de la naturaleza ya no es un milagro sino una paradoja que la razón debe resolver. A ello se refiere el principio dialéctico del método científico: si una observación de la realidad contradice la verdad científica vigente o, simplemente, aquella no tiene verdad alguna que la explique, entonces o se cambia la manera de mirar o se cambia la manera de creer. Es la gran aventura del progreso del conocimiento humano. Las leyes de la naturaleza son inmutables, pero no las conocemos todas y el conocimiento que de ellas tenemos siempre puede afinarse y pulirse aún un poco más. La grandeza de la ciencia es que puede acabar en un segundo con verdades que han estado vigentes durante milenios.

Solo un ejemplo. A lo largo de toda la historia de la humanidad se ha descrito un raro fenómeno que consiste en unas inquietantes bolas de fuego que surgen de la nada, ruedan vertiginosamente durante unos segundos y desaparecen. Generalmente ocurre durante tormentas secas en desiertos tórridos de arena. Incluso aparece citado en la Biblia (Ezequiel 1:4-5): «Y miré, y venía del norte un viento tempestuoso, y una gran nube, con un fuego envolvente, y alrededor de él un resplandor, y en medio del fuego algo que parecía bronce refulgente».

Estos avistamientos siempre se han interpretado como mágicos o milagrosos, pero en el 2007 mi colega Antonio Pavao, de la Universidad de Pernambuco, comunica en el Physical Review Letters que ha fabricado bolas de fuego de diez segundos en su laboratorio. En un campo eléctrico con alta temperatura y baja humedad el silicio sublima y se enciende. Tras unos cuantos milenios de somnolencia, la razón despierta de su larga siesta en Pernambuco.

Jorge Wagensberg, Facultad de Física de la Universitat de Barcelona.

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