Final de la sociedad del bajo coste

Es mejor empezar a ver las cosas con cierta perspectiva, incluso más allá de nuestras elecciones: el actual crash financiero es, en efecto, el comienzo de una crisis estructural de alcance. Va mucho más allá de lo que digan los barandilleros en los parquets, las desorientadas declaraciones de los ministros o incluso las medidas de la Reserva Federal norteamericana y del Banco Central Europeo. Ello no necesariamente significa que regresen a nuestros días aquellas desoladoras imágenes de los años 30 del siglo pasado, con colas de desempleados esperando por un plato de sopa en los países más industrializados del mundo. Es más: posiblemente, las bolsas logren estabilizarse dentro de algunas semanas, y la primavera traiga la apariencia de una cierta normalidad.

Sin embargo, a pesar de las predicciones consoladoras a corto plazo, las consecuencias de la crisis que se inició en pleno verano del 2007 con la quiebra del sistema de hipotecas basura en Estados Unidos afectan al nervio más sensible y activo de la economía mundial en nuestro tiempo: el crédito. Parece que se ha terminado el dinero fácil; pero no solo para inversiones empresariales u operaciones financieras, y eso ya es bastante graves. También para muchas subvenciones institucionales en todo el mundo, y seguramente también para la extensa cultura low cost.

Esta última cuestión es mucho más seria de lo que parece. En el 2006, Massimo Gaggi y Edoardo Narduzzi, periodista y empresario respectivamente, publicaron un libro muy interesante, titulado El fin de la clase media y el nacimiento de la sociedad de bajo coste (Ediciones Lengua de Trapo, en español). En su libro, los autores italianos describían con precisión la pujanza de esa "sociedad de bajo coste" que se extendía por América, Europa y también en las nuevas potencias emergentes: más de 100 millones de chinos ya pertenecen a ese estrato social, mientras que de 30 millones a 40 millones de indios ingresan cada año en el círculo de las clases medio acomodadas.

El problema de las nuevas clases medias es que su nivel de vida resulta de lo más precario. A pesar de que se cubre con una amplia gama de productos low cost --vacaciones de bajo precio, consumo en cadenas de productos estándar, viviendas pagadas con hipotecas basura, electrodomésticos clónicos, cadenas de gimnasios, grandes superficies comerciales--, los sueldos apenas llegan para afrontar un tipo de vida y una imagen social que se basa en el consumismo continuado. Sobre todo en aquellos países con escasos servicios sociales. De ahí tantas familias que viven literalmente de su tarjeta de crédito a mes vista, los prestamistas que agrupan deudas, los créditos instantáneos que ofrecían algunos bancos.

La sociedad de bajo coste, siempre en continua expansión, aguantaba sobre sus débiles hombros la enorme bola del consumo creciente a escala global. Por eso el precio del petróleo se disparó hace pocos meses; de ahí los extraordinarios beneficios bursátiles que se vivieron hasta el verano pasado, con ganancias muy superiores al 100% en los populares fondos BRIC (Brasil, Rusia, India, China). Esa era la clave de la aparente bonanza financiera norteamericana. Pero el corazón que permitía mantener ese organismo en marcha era el crédito accesible, el precio del dinero bajo. Si ese factor se atenúa sensiblemente, si los bancos amenazan quiebra, se acabó: hace tiempo que la mayoría de los consumidores no pagan en efectivo.

Por lo tanto, es posible que haya que replantearse esa especie de espejismo de clase media global low cost que se estaba forjando hasta ayer. Lo cual no tiene por qué ser tan trágico, puede que incluso revierta en más calidad de vida real para mucha gente. Es posible que un descenso del turismo de ida y vuelta alivie la espiral inflacionista que parecía incontenible en muchas zonas del mundo, incluyendo Barcelona. Posiblemente, también racionalice un poco más los flujos migratorios mundiales, basados en muchos casos en la prosecución, de un nivel de vida de clase media consumista, más que en la desesperada supervivencia. Pero, para adaptarse a la nueva situación y no quebrar en el empeño, hay que vencer inercias comodonas y romper tabús.

Hasta hace poco, los analistas financieros de una conocida cadena radiofónica especializada en inversión financiera aconsejaban acudir a fondos alemanes o norteamericanos por su mayor "solidez" y porque, al fin y al cabo, era más "controlable" la marcha de las economías occidentales que la china o la india. Es posible que a estas alturas muchos pequeños inversores hayan perdido un buen fajo de dinero por seguir consejos propios de épocas en las que no existía internet. O toda esa superchería de la nueva guerra fría con Rusia. Ya se ve adónde llega tanta soberbia occidentalista. Quizá, como aconseja Emmanuel Todd (sí, el mismo que predijo la caída de la URSS), Europa debe aprender a prescindir de Estados Unidos, superpotencia que, a diferencia de lo que ocurría el siglo pasado, ya no se basta a sí misma para sobrevivir y crecer, y por ello se ha convertido en un enorme depredador económico a escala planetaria. Y, como contrapartida, a confiar un poco más en ese gigantesco mercado potencial que es Rusia y en las nuevas potencias emergentes.

Francisco Veiga, profesor de Historia Contemporánea en la UAB y autor del libro Implosión. El desequilibrio como orden, 1990-2008 (Alianza Editorial), de próxima aparición.