¿Final del mercado libre en China?

Hace 30 años, el líder de China Deng Xiaoping permitió que una parte del país, la zona costera que va de Hong Kong a Shanghái, se rigiera por las reglas del mercado libre y del capitalismo, pese a mantener el interior, rural y aislado, regido por la economía comunista ortodoxa. Esta política fue un éxito: durante los últimos 15 años, cada siete años la producción china se ha multiplicado por tres y las exportaciones, por cuatro.

La llegada al poder del presidente Hu Jintao en el 2003 inició la transformación progresiva de la economía china de libre mercado hacia una economía controlada por el Estado. Esto no ha tenido efectos significativos sobre la parte del país más atrasada, que ha progresado poco.

Se ha mantenido una moneda artificialmente baja para promover las exportaciones y crear empleo, y los beneficios se han invertido en el crecimiento y en la compra de la deuda pública de EEUU, asegurando así la estabilidad del cambio yuan dólar y, por tanto, permitiendo mantener las exportaciones a Occidente, primer objetivo del Gobierno.

De las 1.500 empresas chinas que hoy cotizan en bolsa, el 75% están controladas por el Estado. Todos los sectores estratégicos: producción y distribución eléctrica, petróleo, gas y carbón, química, telecomunicaciones, armamento, coches, aeronáutica, hierro y metales están dominados por empresas estatales. De los impuestos pagados por las empresas chinas, solo el 10% corresponden a empresas privadas.

El resto de la economía también está indirectamente controlado por el Estado a través del sector financiero, que en proporción de 12 a 1 está dominado por los bancos públicos. La regulación financiera es opaca y está sometida a cambios que benefician a los bancos estatales porque la fijación de intereses y los límites de crédito se regulan más por razones políticas que económicas.

Este control del crédito condiciona a las empresas, controla la competencia entre las públicas y las privadas y permite la continuidad de un sistema estatal de economía de mercado, con grandes empresas, estable pero crecientemente ineficiente.

El mercado de capitales está intervenido y tanto su exportación, inversiones en el extranjero y reparto de beneficios de inversiones extranjeras en China, como la inversión extranjera en China está controlada. Esta reducción de la libertad mercantil de los últimos seis años ha reducido la inversión extranjera en el país. A partir del 2005, la UE ha pasado de invertir 8.000 millones de euros al año a 1.500 millones, pese a que las cifras oficiales muestran incrementos de la inversión por la repatriación de capitales chinos de Hong Kong.

Las inversiones extranjeras en China están condicionadas a la aprobación previa del Gobierno, que debe juzgar sobre el peligro que estas «puedan suponer» para la economía china, criterio obviamente subjetivo que asegura al Gobierno el control de la economía para las empresas estatales. Lo mismo puede decirse respecto de la inseguridad jurídica de la propiedad intelectual y de los derechos y royalties derivados de una legislación aún incipiente y laxa.

El control de la economía china por parte del Gobierno y el objetivo de crecimiento como prioridad absoluta han creado impactos sobre el medioambiente que tendrán consecuencias a largo alcance. El consumo de carbón, la energía más contaminante, ha pasado de 500 millones de toneladas en el 2002 a 1.300 millones en el 2008, un crecimiento al que no se le ve el fin y con graves efectos sobre el entorno. Proyectos como la presa sobre el río Yangtsé demuestran la escasa preocupación por el medioambiente de una economía exclusivamente orientada a crecer.

La deriva de la economía china de mercado libre, entre 1980 y el 2003, a una economía progresiva y mayoritariamente controlada por el Estado tendrá efectos porque puede reducir el volumen de su comercio exterior y puede suponer una distorsión de su mercado con consecuencias para el comercio mundial.

Esta política es producto del control absoluto y sin contraste del Partido Comunista sobre el país y tiene un componente de proyección exterior inevitable; aunque también es cierto que es posible que la transición hacia una sociedad democrática con un Gobierno condicionado por las elecciones deba recorrer este camino inevitablemente. Tránsito que solo el incremento del nivel de vida del país y del consumo interno y la constatación de las ineficiencias de esta política económica estatizada forzarán a evolucionar.

Estos hechos son contundentes, pero es sorprendente que en Occidente la fascinación por el crecimiento y el progreso de China haya conducido a una opinión pública desinformada de la situación de la evolución real de la política económica china.

Ni la UE ni EEUU están en posición de influir para que los vínculos económicos les condicionen y, por lo tanto, la presión por el cambio y el retorno hacia los principios del libre mercado implantado por Deng y seguidos hasta el 2003, no puede esperarse que vengan más que por la autocorrección de las políticas ahora implantadas por la presión de una población progresivamente más culta y más rica que querrá ser más libre.

El camino será largo, pero es cierto que si miramos atrás hubiera sido imposible imaginar hace 30 años que el país podría hacer este recorrido y alcanzar el progreso económico que lo ha convertido, ya, en potencia mundial.

Joaquim Coello, ingeniero.