Finales de época. Xavier Vinader

Este es uno de los artículos más difíciles que he escrito en mi vida, porque exige hablar de algo más complejo que la amistad personal o la experiencia profesional. Vinader y yo fuimos cómplices, que es algo más difícil de explicar que ser amigos y colegas. Su muerte, casi una agonía desde hace años, convierte la trayectoria de su vida en una metáfora. La metáfora del periodismo de investigación, ese árbol desaparecido del paisaje mediático español y que no cabe confundir con el periodismo de denuncia. Las metáforas también son bastante más complejas de explicar que los símbolos.

No asistí a su funeral. Con la edad me ha dado en pensar que uno va a los funerales para fraternizar con los vivos que rodean al difunto, pero yo con el único que hubiera querido charlar era con el muerto. Baste decir que las dos organizaciones que exhibieron más músculo ante el Vinader de cuerpo presente fueron los Mossos d’Esquadra, a los que daba clases, y las CUP del independentismo radical. Y el conseller Mascarell, de la Generalitat, que con toda probabilidad había conocido al difunto cuando ambos militaban en Bandera Roja y luego se incorporaron al PSUC. A los amigos que también asistieron a la ceremonia los puedo encontrar en mejores compañías cuando ellos gusten. La exhibición necrológica de figuras en busca de cámara y alcachofa es la última variante de la llamada “pena de telediario”, pero aplicada a los televidentes.

Nos conocimos en 1976 a partir de aquel gran semanario en catalán que se llamó Arreu. Cuando Arreu quebró, nos volvimos a encontrar en el semanario Mundo, que también quebraría. ¿A algún profesor de la nueva hornada, no digo ya estudiante, le suena el nombre de Sebastián Auger, el empresario periodístico catalán más influyente en la transición democrática? Acabó mal.

Veníamos de dónde veníamos y la obsesión periodística del momento consistía en desenmascarar las tramas de extrema derecha vinculadas a los aparatos del Estado, ya fueran los servicios de informaión, la Guardia Civil o la judicatura. Uno de los supuestos juristas que tanto condicionarían la vida de Vinader tiene para mí un nombre imborrable, Ricardo Varón Cobos, juez instructor de la Audiencia Nacional, heredero del no menos inefable Gómez Chaparro, de infausta memoria. Conviene recordar que en noviembre de 1981, año del 23-F, la Federación de Asociaciones de la Prensa denunciaba que estaban abiertos 400 procesos contra periodistas.

La tarea de los periodistas de investigación consistía en exhibir aquello que no hacía ni la policía cómplice ni los periodistas de columna salomónica, que ya los había. Conservo los materiales de aquella época. Las historias del fascista armado de Lérida, Gómez Benet, y el foco neonazi de Barcelona, donde campaba su líder José Manuel Infiesta –que se dedicaría años más tarde a la redacción de folletos sobre catalanes ilustres, por cuenta de la Generalitat–. En Madrid campaba la impunidad de los neofascistas italianos. Huidos de la justicia de su país gozaban de la protección de los servicios de información. ¡Oh, aquellas épocas de Fraga y Martín Villa, el incendiario, cuya mayor aportación a la Transición consistió en quemar los archivos del Movimiento Nacional, el pasado disuelto en cenizas!

Los historiadores entonces estaban trepando por la cucaña y no se ocupaban de esas vulgaridades, incluso a algunos les vinieron muy bien las piras documentales que tapaban sus miserias. Fueron un puñado de jóvenes periodistas, como Xavier Vinader, quienes asumieron una tarea en la que les podía ir la vida cuando apenas tenían 30 años. Pero ocurría que conforme la Transición se consolidaba, se reducían los márgenes para la investigación de los lados oscuros del Estado, tan heredero del pasado que en ocasiones no se sabía donde acababa la legalidad y empezaba el terrorismo. Afortunadamente ese Estado de la Transición no mantuvo milicias armadas de extrema derecha para contraponer a la virulencia del terrorismo de ETA, porque eso hubiera significado un conflicto civil al estilo irlandés. Aquí les bastó con la creación de grupillos de ultras que sólo cambiaban sus siglas para aparentar mayor potencia: Comandos ATE, Batallón Vasco-Español, AAA…Los GAL vinieron luego.

Hoy podemos decir que a Xavier Vinader le tendieron una trampa para elefantes en la que era fácil caer. En diciembre de 1979 publica dos artículos incontestables sobre las actividades de la extrema derecha virulenta en el País Vasco. Lo hizo en la revista Interviú, del grupo Z. La más audaz hasta entonces en el periodismo de denuncia, pero una publicación que por más que aún exista, merecería una reflexión. Llevaba de todo, desde chicas en pelota –su salto a la gloria mediática fueron las fotos de César Lucas a una Marisol desnuda–, articulistas de todos los azimuts políticos, cotilleo de un nivel cercano al vertedero. Era una de esas publicaciones que un ciudadano serio no mostraría en público. Y sin embargo, nadie ha analizado que Interviú fue la revista más vendida durante una Transición plagada de ellas. Aquí no eran Der Spiegel, L’Espresso o Le Nouvelle Observateur los que promovían el periodismo de investigación, sino una mediocre revista de peluquería masculina. Todos escribimos en Interviú, yo incluso llegué a estar contratado aunque sólo aguanté cuatro días, exactamente cuatro días. Xavier Vinader duró más; tuvo la necesidad de seguir durante mucho más tiempo en una situación difícil. En enero de 1980, a menos de un mes de la publicación de los dos artículos de Vinader en Interviú, ETA asesinaba a Jesús García García, un terrorista de extrema derecha, organizador de comandos bajo el amparo de la Guardia Civil. Había nacido en Arrigorriaga, como José Miguel Beñarán Argala, el líder de ETA al que acababan de volar en el sur de Francia. Días después ETA repite, y asesina a Alfredo Ramos Vázquez. Ambos figuraban en los artículos de Vinader, y el juez Varón Cobos calificaría los textos de Interviú como “asesinato por inducción”.

A partir de ese momento empezaría una retahíla de sucesos que convertirían a Vinader en otro hombre. Un año de exilio, 43 días de cárcel… Mantenía la vitalidad, uno de sus rasgos más llamativos tratándose de una persona con minusvalías de resultas de una polio infantil. Su pequeña estatura se compaginaba con un vigor que le permitía ir a la guerra en Afganistán, y seguir exhibiendo una sonrisa casi permanente, un notable sentido del humor y una fe indesmayable en que el periodismo de investigación era necesario. Ni libros –apenas si escribió uno, que no era otra cosa que una larga entrevista a un confidente policial infiltrado en ETA–, ni veleidades literarias. Lo suyo era el placer de saber atar cabos, hacer preguntas, leer atentamente cuanto libro apareciera en Europa o América Latina que hablara sobre el asunto que le interesa: las tramas de la extrema derecha vinculadas siempre a los servicios policiales, militares o de información de los estados.

¿Por qué una metáfora y no un símbolo? Porque él vivió y sufrió el fin de un tipo de periodismo, el que investiga, al que ya los periódicos y los medios de comunicación han liquidado. ¿Por qué? Por una obviedad, ningún poder mediático tiene interés en que le investiguen a él, y por tanto cuanto menos se juegue con ese fuego lo ideal es apagarlo. Otra cosa son las denuncias de tal o cual hecho, cuidadosamente estudiadas para que no afecten a los promotores. El periodismo de investigación sólo tiene cabida ya, me estoy refiriendo a España, en el campo editorial. Haciendo libros, pero ya es otra cosa. La estructura de un texto es muy diferente a la de un artículo; su público también. El periodismo de investigación se acabó, al menos entre nosotros, queda sólo una especie de rescoldo, de fuego vivo y discreto, pero cargado de temeridad: los fotógrafos. Ellos se han convertido en los nuevos narradores de una realidad que de otra manera no hubiéramos conocido.

Gregorio Morán

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