Financiación y cultura federal

No caracteriza a los Estados compuestos, se trate del sistema federal o hablemos de nuestro Estado de las autonomías, la ausencia de problemas, incluso podríamos decir que los mismos les son consustanciales. Son sin duda formas políticas difíciles, alejadas del simplismo del Estado unitario, en el que las unidades administrativas que lo integran se limitan a llevar a efecto decisiones tomadas desde el centro.

En el Estado federal se impone en cambio la necesidad de acuerdos y su adopción es consecuencia de fatigosas negociaciones entre el Estado común y los elementos territoriales, exigiéndose una disposición en todas las partes, para la cesión y la transigencia, esto es, flexibilidad y diálogo. A esta sensibilidad política superior, más sofisticada, solemos llamarla cultura federal y en resumidas cuentas coincide con la aspiración a que ni las instituciones territoriales ni el Estado común olviden en su actividad los intereses respectivos y su integración en la misma unidad política.

En este contexto extraña un poco la sobreactuación o los tintes en que se escenifica la disputa sobre la financiación catalana. Tal vez no se corresponde con la cultura federal a que aludíamos la presentación dramática, casi existencial, llamando a rebato a todas las fuerzas políticas de la Comunidad, de dicha cuestión de las finanzas, importante, pero respecto de la que cabe, supongo, la discrepancia. En el sistema federal no hay lugar para la presentación de los conflictos de modo "agónico", como si fueran expresión de choques identitarios o nacionalistas, pues lo normal es, como decíamos, la diferencia, no la coincidencia o el acuerdo de partida.

De manera que hay que pedir al Gobierno catalán de José Montilla que repase sus convicciones federales y que no descomponga el gesto. Habrá que negociar, presentar las propias razones, que sin duda son muchas, integrarlas con las que aleguen los demás, tal vez no tan sólidas ni fundadas, pero que cierto peso tendrán. Todas las razones, también las nuestras, suelen ser algo débiles, a las que, como decía Camus, "les falta algo". Lo importante es no perderlas, por ejemplo, a través de una defensa desaforada o exagerada.

Pero la escenificación algo desafortunada de esta crisis tiene que ver, también, con otros dos problemas, que trascienden el olvido federal de los socialistas catalanes. El primero se refiere a la inserción de mecanismos confederales en nuestro Estado autonómico, sobre todo a partir de las nuevas reformas estatutarias. Conviene decir que tales expedientes, comenzando por el más obvio de los mismos, que es el bilateralismo en las relaciones entre las Comunidades Autónomas y el Estado, tienen sentido especialmente en el campo político, pero deben ser integrados en lo posible, como constitutivos de una fase previa, en la actuación de mecanismos multilaterales, hablemos de las Conferencias sectoriales o el Senado, que son los instrumentos básicos de articulación del Estado autonómico.

Es muy importante conservar las estructuras institucionales que dan operatividad al sistema autonómico, conteniendo en su justa dimensión sus elementos centrífugos.

El Estado autonómico no puede convertirse, sin arriesgarse a la atrofia, en un sistema incapaz, si no es a través de largos vericuetos y la repetición de negociaciones sin cuento con cada uno de sus integrantes, de adoptar las decisiones que toda unidad política requiere.

En último lugar, pero en una dimensión más profunda, lo que la actual crisis pone de manifiesto es la deplorable ausencia, a estas alturas, de una sentencia sobre el Estatuto catalán.

Los sistemas compuestos requieren precisamente para resolver la conflictividad en que se mueven de reglas fijas establecidas de antemano que determinen el espacio competencial al que tanto el centro como los Estados o Comunidades Autónomas han de atenerse.

Ese canon constitucional no existe en toda su plenitud hasta que el Tribunal Constitucional no resuelva sobre el Estatuto recurrido. Sería bueno que esta posición la asumiesen todos y que se actuase con la debida prudencia entretanto.

Ocurre por ejemplo que no sabemos qué sentido constitucional puede tener una cláusula estatutaria que impone una fecha para la consecución de un acuerdo sobre el sistema de financiación, aunque en materia de plazos el reproche habría de extenderse a algún otro supuesto, que no es el catalán, por ejemplo, en relación con la caducidad de trasvases.

Convendría saber que la Constitución, por contra, no exige siempre la eficacia inmediata de sus disposiciones, que condiciona a la actuación del legislador, que incluso puede no producirse.

Además, estamos hablando de un precepto estatutario, la Disposición final primera a que nos referimos, que no se limita a exigir del Estado una actitud de respeto en relación con su contenido, lo cual sin duda es plenamente constitucional, sino, más discutiblemente en una norma como es el Estatuto, cuyo sentido es la organización del autogobierno propio, la obligación de determinada conducta, consistente en alcanzar un acuerdo sobre los criterios de financiación en la Comisión mixta Estado-Generalitat correspondiente.

En cualquier caso el nuevo Estatuto catalán, al menos, requiere una lectura que lo incorpore con toda claridad en el orden constitucional, orden que como recordó oportunamente Pedro Solbes, está integrado también por los Estatutos de autonomía, pero presidido por la Constitución.

Esta lectura constitucional del Estatuto, explícita y clara, es la que esperamos del Tribunal en su correspondiente sentencia y que, en este momento del conflicto de la financiación catalana, echamos de menos.

Juan José Solozábal, catedrático de Derecho Constitucional UAM.