Fiscalidad e ideología

La izquierda socialdemócrata europea ha roto hace ya tiempo con los dogmas del viejo colectivismo, genuinos o revisionistas, incluido el de la redistribución fiscal como principal política de igualación social. Se ha abierto paso el consenso en torno a la idea de que acentuar la equidad mediante unos elevados impuestos directos progresivos no solo conduce a una reducción del espacio para la economía productiva y a una pérdida inaceptable de la eficiencia económica sino que también es ineficaz: el objetivo preferente de nuestros sistemas es el crecimiento económico, la conquista del desarrollo y la productividad, y no tiene sentido renunciar a este designio para repartir mejor la escasez.

Para los partidos europeos de centroizquierda, que han debido adaptarse a la nueva realidad surgida tras la caída del muro de Berlín en 1989 y la emergencia imparable del consenso neoliberal en un mundo en que se imponía la globalización, el énfasis social de sus políticas se concreta ya en los servicios públicos. Universales y de alta calidad son la mejor garantía de integración social y de igualdad de oportunidades en el origen. Evidentemente, esta postura tiene concomitancias con las tesis que también postula el centroderecha, por lo que surge la oportunidad, no siempre aprovechada, de generar amplios consensos.

Si así se ve y así se cree, el sistema fiscal se convierte en un simple instrumento y no en un objetivo en sí mismo (esto es lo que defendió Rodríguez Zapatero en la Universidad de Columbia el pasado día 20, aunque sea difícil averiguar si lo hace por convicción o por necesidad). Un instrumento que debe supeditarse al objetivo de sostener el «Estado necesario» según la opinión de la mayoría política de cada momento.

En otras palabras, el sistema fiscal ha de ser el apropiado para la concepción que se tenga del papel de lo público. Una vez definidos el tamaño y el alcance del Estado del bienestar, la extensión de los servicios públicos en el sentido más amplio y la envergadura de las políticas sociales, habrá que plantear la financiación de todo ello, tanto cualitativa como cuantitativamente. Es decir, deberá determinarse la combinación de impuestos directos e indirectos que permita a las instituciones públicas de los tres niveles (estatal, autonómico y municipal) cumplir las tareas encomendadas.

En nuestro país no se ha producido todavía el gran debate sobre estas cuestiones. Es decir, no ha tenido lugar la discusión sobre el tamaño del Estado. Es lógico que existan disensos entre lo que postulan los dos grandes partidos al respecto, pero dentro de ciertos límites. Por ejemplo, no es difícil convenir en que nuestro sistema educativo requiere la aplicación de un gasto que supere el 6% del PIB, lo que obligaría a incrementar el presupuesto actual en unos dos puntos si se quieren alcanzar promedios europeos y responder a los retos de futuro que suscita la crisis, que nos obliga a emprender actividades de alto valor añadido que requieren un material humano muy cualificado.

En definitiva, no es el sistema fiscal el que formaliza las convicciones ideológicas, sino al contrario. Subir (o bajar) impuestos puede ser, por tanto, de derechas o de izquierdas, ya que los recursos disponibles deben adaptarse a los objetivos. Y ello debe hacerse sin perder de vista las grandes reglas macroeconómicas ni teñir de demagogia las decisiones en uno u otro sentido. Es decir, sin esgrimir leyes empíricas sin contrastar, como la famosa curva de Laffer, que afirma arriesgadamente que, en cualquier condición, bajar impuestos eleva los ingresos. Y sin desdeñar la pervivencia de impuestos progresivos, como el IRPF, que tienen un alto valor pedagógico y que plasman un criterio de equidad que formaliza la idea de que quienes más tienen deben aportar más al sostenimiento del Estado.

Con respecto a esto último, es razonable que, después del durísimo ajuste que ha sido cargado sobre los hombros de las clases medias, los titulares de las rentas más altas sean obligados a realizar un esfuerzo adicional. Sin embargo, este criterio requiere prudencia; primero, porque los realmente ricos no pagan IRPF, y segundo, porque su progresividad actual es muy elevada: según la última Memoria Tributaria, el 4% de los contribuyentes que declaran el IRPF soporta una carga fiscal equivalente al 38,7% de los ingresos, en tanto que el 67% aporta apenas el 14%.

En suma, no tiene sentido el debate sobre si hay que subir o bajar impuestos sino el que se establezca sobre las grandes políticas y el papel de lo público en ellas. Y es preciso tomar decisiones con urgencia porque, con la crisis y la consiguiente caída de la recaudación, la presión fiscal en España, que siempre ha permanecido bastante por debajo de la media de la UE, ha descendido hasta poco más del 31% del PIB. Y con esta cifra, que nos sitúa en el umbral de los países infradesarrollados, peligra gravemente la pervivencia del Estado del bienestar y los servicios públicos fundamentales.

Antonio Papell, periodista.