Fiscalidad, ética y justicia

De modo intermitente se escuchan voces que sugieren una amnistía fiscal como forma de incorporar a la economía el dinero que en su día se refugió fraudulentamente en lugares ajenos al control de la Hacienda Pública. La razón aparenta ser obvia: la falta de liquidez de que adolecen las empresas requiere reintegrar a los circuitos normales de financiación la tesorería que en su momento salió de los mismos. Es cierto que no concederles una amnistía acentúa sus dificultades financieras. Sin embargo, contra el fraude no pueden existir treguas sin menoscabar la credibilidad de un Estado de derecho. Cuestión distinta es habilitar mecanismos legales para que quienes defraudaron puedan regularizar voluntariamente, con plena seguridad jurídica, su situación tributaria. Pero en cualquier caso, insistimos, pagando lo que deberían haber tributado más los correspondientes recargos e intereses.

Pero esas insinuaciones nos sugieren una reflexión de más calado. No cabe duda de los efectos perniciosos que para la recaudación tributaria se derivan de la existencia de paraísos fiscales. Sin embargo, no se entiende la insuficiencia de las medidas de nuestro fisco para evitar que continúe marchando fuera de nuestras fronteras el dinero de contribuyentes que tendrían que estar, en su caso, sometidos a un control especial por parte de la Administración. Se critican también en ocasiones los complejos entramados societarios para eludir la fiscalidad; pero el legislador tampoco parece adoptar medidas suficientes para evitarlos y reconducir su fiscalidad a la de un contribuyente normal. En cuanto a fiscalidad financiera, serían precisos cambios inmediatos, ya sea haciendo tributar a algunas entidades por la ventaja que suponen los irremediables rescates públicos de quien no puede quebrar, ya sea como forma de reaseguro o de coste compartido elevando las aportaciones a los fondos de garantía financiera. Por otra parte, a las empresas que ahora deberían estar buscando aumentar su capital con fondos propios y ampliaciones accionariales no se les debería autorizar que lo hagan por la vía del mayor endeudamiento, que les permite pagar menos impuestos y la paradoja de que subvencionando públicamente el capital externo a través de la desgravación fiscal se está ayudando a repartir más dividendos a esos mismos accionistas.
En la actualidad, el sistema tributario nos ofrece varios ejemplos de normas que injustamente parecen premiar a quienes más tienen. La tributación de los deportistas y artistas de élite o la de las sicav [sociedades de inversión de capital variable] son un claro ejemplo de ello. En general, el entramado de incentivos y privilegios fiscales suscita siempre la ingeniería de quienes más tienen, una picaresca que se alimenta también de la deficiente redacción de nuestras normas. Contra ello –y a diferencia de las rentas más altas– las clases medias y bajas carecen normalmente de lobis organizados que puedan ejercer la presión necesaria para influir en la redacción y aprobación de una ley. Hoy, quienes están soportando la fiscalidad son, en gran parte, las clases medias; desproporcionadamente, también las pymes, con una presión fiscal indirecta asfixiante, y los contribuyentes de perfil medio dados los requerimientos, comprobaciones parciales o similares de nuestra Administración inspectora. Por lo demás, no parece lógico que la diferencia entre una pyme y una gran empresa sea tan solo de cinco puntos porcentuales en el impuesto de sociedades, como tampoco parece lógico que el tipo del 43% del IRPF se aplique a partir de la ridícula cifra de 53.000 euros. A la vez, aparecen ante nuestros ojos determinadas situaciones de fraude que es difícil comprender cómo han podido escapar a los controles de la Administración.

La elusión fiscal del contribuyente frente a la Administración, escapándose del gravamen por las rendijas que dejan los vacíos legislativos y reglamentarios de normas muy complejas para poder aprehender la totalidad de la ingeniería económico-financiera, no es ciertamente delito, pero no corregirlo mediante la mejora de la legislación tributaria sí lo es: de la propia Administración contra el interés público. El fraude fiscal es condenable, pero no solo por parte de la Hacienda Pública: sobre todo debiera serlo por parte de la sociedad, tan olvidadiza que muchas veces incluso le otorga honores. Que algunos defrauden incluso puede ser –para ellos– algo lógico, pero que señalen su normalidad en medios públicos, no. Que sitúen sus rentas fiscalmente fuera del país puede ser algo innato al escaso sentido comunitario de algunos individuos, pero que los contribuyentes que apechugamos pagando con nuestros impuestos lo que ellos no pagan les riamos las gracias debiera forzarnos a hacérnoslo mirar. En una etapa de crisis como la actual, vistos los sacrificios sociales que se avecinan (más impuestos, recorte de gastos sociales), es necesario más que nunca empezar a cuestionar no tan solo la justicia de nuestro sistema tributario, sino también su falta de ética si entendemos que no es ético ni moral que la falta real de progresividad produzca una notoria distorsión en el reparto de los impuestos.

Guillem López-Casasnovas, catedrático de la UPF, y Antoni Durán-Sindreu